La suerte la había acompañado el día en que se había cruzado con Adrienne por la calle y Sabine le había hecho un cumplido acerca de su vestido. No se había esperado que la otra mujer le contestara que lo había diseñado ella misma. Luego, la había invitado a acompañarla a su nueva boutique y Sabine se había enamorado de aquella tienda.
La decoración era divertida, moderna y estilosa. Vendía ropa de diseño con un toque desenfadado. Cuando Adrienne mencionó que estaba buscando a alguien que llevara la tienda mientras ella se concentraba en sus diseños, Sabine presentó su solicitud rauda y veloz.
No solo ofrecía un salario alto y con buenas condiciones, sino que Adrienne era una jefa excelente. No le importaba el color de pelo de Sabine, ni que llevara mechas moradas, y era comprensiva cuando su hijo se ponía enfermo y ella no podía presentarse a trabajar.
Tras agarrar el bolso, Sabine se despidió de su jefa con la mano y salió por la puerta trasera. La guardería estaba solo a unas manzanas de allí, pero para no llegar tarde, tuvo que acelerar el paso.
Cuando, al fin, llegó, abrió la cancela que daba al pequeño patio de entrada y llamó a la puerta, eran exactamente las seis menos tres minutos. Poco después, con su niño en brazos, se dirigía hacia el metro.
–¿Qué tal, tesoro? ¿Lo has pasado bien?
Jared sonrió y asintió con entusiasmo. Su carita estaba empezando a ser más de niño y menos de bebé. Ya no tenía los mofletes tan regordetes y, cada día, se parecía más a su padre. La primera vez que lo había sostenido en brazos, Sabine lo había mirado a los ojos y le había parecido estar mirando a Gavin. Cuando fuera mayor, sería tan imponente como su padre, pero con suerte tendría el corazón de su madre.
–¿Qué quieres cenar esta noche?
–Macaones.
–¿Macarrones otra vez? Los comiste anoche. Se te va a poner cara de macarrón.
Jared rio y abrazó a su madre. Inspirando su olor, Sabine lo besó en la frente. El pequeño había transformado su vida y no lo cambiaría por nada.
–¿Sabine?
Justo iba a entrar en el metro cuando alguien la llamó desde el restaurante delante del cual acababa de pasar. Al girarse, vio a un hombre con traje de chaqueta color azul tomándose una copa de vino en una de las mesas que había en la calle. Le resultó familiar, pero no recordaba de qué lo conocía.
–Eres tú –dijo el hombre, acercándose. Sonrió al ver qué ella lo observaba confundida–. ¿No te acuerdas de mí? Soy Clay Olivier, amigo de Gavin. Nos conocimos en la inauguración de una galería de arte hace un par de años.
A Sabine se le heló la sangre. Sonrió y asintió, tratando de ocultar su agobio.
–Ah, sí –repuso ella, y cambió a Jared de posición en sus brazos, para colocarlo de espaldas al mejor amigo de su padre–. Creo que te tiré una copa de champán encima, ¿no?
–Sí –afirmó él, complacido porque se acordara–. ¿Cómo estás? –preguntó y, mirando al niño, añadió–. Veo que muy ocupada.
–Sí, así es –contestó ella con el corazón acelerado. Necesitaba escapar–. Escucha, lo siento pero no puedo quedarme a charlar. He quedado con la canguro. Me alegro de verte. Cuídate, Clay.
Sabine se dio media vuelta y corrió hacia el metro, como un criminal huyendo de la escena del crimen. No creía que aquel hombre fuera a seguirla, pero no se sentiría a salvo hasta que se hubiera alejado de allí.
¿Se habría fijado Clay en el rostro de Jared? ¿Habría notado su parecido? El niño llevaba una chaqueta con capucha puesta, así que, tal vez, no había podido reparar en sus rasgos.
En cuanto llegó el tren, se subió y buscó asiento. Con Jared sobre el regazo, respiró hondo, tratando de calmarse.
Habían pasado casi tres años. Durante todo ese tiempo, Sabine había logrado ocultarle el niño a su padre. Nunca se había encontrado con Gavin ni con ninguno de sus amigos. No se movía en los mismos círculos que ellos. En parte, por eso había roto con él, porque no tenían nada en común. Después de romper, Gavin nunca la había vuelto a llamar. Era obvio que no la había echado de menos en absoluto.
Sin embargo, Sabine nunca había bajado la guardia. Había sabido que, antes o después, Gavin descubriría que tenía un hijo. Si Clay no se lo decía esa misma noche, sería la próxima persona conocida con quien se encontrara. Alguien acabaría viendo a Jared y adivinaría, al instante, que era hijo de Gavin. Cuanto más crecía el pequeño, más idéntico era a su padre.
Luego, sería solo cuestión de tiempo que Gavin fuera a buscarla, furioso y exigente. Así era como él funcionaba. Siempre conseguía lo que quería. Al menos, hasta entonces. Lo único que Sabine tenía claro era que, en esa ocasión, no le dejaría ganar. Jared era de ella. Gavin era un adicto al trabajo y no sabría qué hacer con un niño. Y ella no pensaba dejar a su pequeño en manos de una lista interminable de niñeras e internados, igual que los padres de Gavin habían hecho con él.
Cuando el tren llegó a su parada, Sabine se bajó y corrió a tomar al autobús que los dejaría en su apartamento, cerca de Marine Park, en Brooklyn. Allí había vivido los últimos cuatro años. No era el sitio más elegante del mundo, pero era seguro, limpio y tenía cerca un supermercado y un parque. La casa, de un dormitorio, comenzaba a quedárseles pequeña, pero no vivían mal allí.
Antes de tener a su bebé, había usado una parte del dormitorio como estudio. Después, había guardado sus lienzos y su caballete para hacer sitio a la cuna. Jared tenía mucho espacio para jugar y había un parque justo enfrente, donde podía disfrutar con la arena. Su vecina de al lado, Tina, era quien cuidaba al niño cuando ella iba a dar clases de yoga.
Sabine estaba contenta con la vida que había construido para su hijo y para ella. Teniendo en cuenta que, cuando se había mudado a Nueva York, no tenía un céntimo, había progresado mucho. En el pasado, había sobrevivido trabajando como camarera y, cuando había tenido un poco de dinero extra, lo había dedicado a comprarse material de pintura. En el presente, sin embargo, tenía que aprovechar cada céntimo, pero no les faltaba lo más imprescindible.
–¡Macaones! –exclamó Jared feliz cuando entraron en casa.
–De acuerdo, haré macarrones –aceptó ella, y lo sentó delante de su programa infantil favorito antes de ponerse a cocinar.
Cuando Jared terminó, Sabine se había cambiado de ropa, lista para sus clases. Tina estaba a punto de llegar y, con suerte, se ocuparía de limpiarle a su hijo el tomate de la cara cuando le diera un baño. Por lo general, la canguro solía tenerlo acostado cuando ella volvía a casa.
Una llamada a la puerta la sobresaltó. Tina llegaba pronto, pensó.
–Hola, Tina… –saludo ella cuando abrió. De pronto, se quedó petrificada al ver que no era su vecina quien estaba parada en la entrada.
No. No. No. No estaba preparada para enfrentarse a aquello. Todavía, no. Esa noche, no.
Era Gavin.
Sabine se aferró a la puerta como si le fuera la vida en ello. Tenía el corazón en un puño y el estómago encogido. Al mismo tiempo, partes casi olvidadas de su cuerpo volvían a la vida. Gavin siempre había sabido cómo excitarla y, a pesar de los años, ella no había logrado borrar el recuerdo de sus caricias.
Una mezcla de miedo y deseo se apoderó de ella como un terremoto. Respiró hondo para calmarse. No podía dejar que él adivinara su pánico. Ni mucho menos quería que se diera cuenta de que todavía lo deseaba. Eso le daría ventaja. Tragándose sus emociones, se forzó a sonreír.
–Hola, Sabine –saludó él con tono profundo y sensual.
Era difícil creer que aquel apuesto hombre de su pasado estuviera de pie ante