Ahora que lo pienso la aparición de Melany y mi repentino interés por ella no tuvieron que ver con su aspecto, como me había ocurrido con la larga retahíla de mis novias anteriores. Siempre he ligado por impulso, tras fijarme en la beldad que destaca, y mis calculados pasos de mujeriego hacían el resto. Un poco de cara dura, algo de cháchara simpática e intrascendente y, con escasos desaires, al poco tiempo de conversación sabía que mi objetivo me acabaría dando su número de teléfono. Solo ese hecho garantizaba que la mitad del camino hacia la conquista había sido satisfactoriamente recorrida. Es cierto. Siempre he tenido facilidad para ligar, aunque no soy ni especialmente apuesto ni mucho menos rico, dos cualidades, ser muy guapo y ser muy rico, que no deberían contar a la hora de competiciones de cortejo. Es lo que pienso y, aunque estoy seguro de que muchas mujeres tacharían de machista esta observación, es una verdad como una catedral. ¿Se dice como una catedral o como un templo?
Melany se llevó las dos manos a la boca y exclamó Ohnodiosmío haciendo una sola palabra envuelta en un gran suspiro que apenaría hasta a esos polis malotes que salen en las pelis de acción y que siempre tienen el gatillo de sus pistolas dispuesto a la ejecución sumaria. Se llevó las manos a la boca, ambas, a pesar de que de su mano derecha colgaba la bolsa del supermercado. Entonces me miró, de arriba a abajo, dibujando mueca rápida de indignación, y yo, antes de que hablara, me apresuré a dar explicaciones al malentendido y decir yo yo no he sido, yo no he sido, como los niños en los patios del colegio, cuando se roban las canicas, yo no he sido, pero lo siento mucho, verás, algún coche debió golpear mi moto y al desplazarla de su pata cayó sobre tu bici. Mala suerte, añadí con gracejo consolador.
Pero, pero, pero… balbuceó Melany sin lograr encadenar una frase en condiciones, mirando alternativamente hacia mí y hacia su bici. Yo estaba sobre mi moto. Era más que evidente que me había pillado in fraganti, con toda la intención de desaparecerme, insolidario, sin sombra de reparo en mi conciencia por el simple hecho de que yo no había sido el culpable del desaguisado. Es difícil explicar, salvo por la inercia que guía al mujeriego, por qué sentí compasión, por qué le pedí el teléfono, por qué le dije que yo la llevaría donde quisiera… difícil saber la razón porque la pinta general de Melany aquella mañana no invitaba al acercamiento ni conjuraba los más bajos instintos sexuales de un hombre. Al contrario. Su imagen estaba en las antípodas de las antípodas de las mujeres que habitualmente captaban la atención de mi radar. Había salido solo un momento para comprar su fruta y ni se había mirado al espejo, porque calzaba unas horribles zapatillas blancas de deporte y un chándal cuya parte superior no casaba con la inferior, es decir, la sudadera que la abrigaba, de un extraño color pistacho, no tenía nada que ver con el pantalón granate. Además, para que el viento no la importunara al pedalear, se había hecho una cola de caballo en el pelo tan pero tan prieta que parecía que su rostro, estirado hacia atrás, iba a agrietarse esperpéntico de un momento a otro.
Oye, no te preocupes, lo comunicaré a mi seguro y ya verás que o bien te arreglan la bici o bien te compran una nueva, dije, de pronto, casi sorprendido por mis propias palabras. No me explicaba tanto convencimiento. Te daré mi número de teléfono, o, mejor, dame el tuyo, por favor, y te haré una llamada perdida ahora mismo, para que compruebes que es cierto, y el lunes sin falta daré parte a mi seguro, es más, iré personalmente a la compañía, dije. De veras, no te preocupes. Lo siento. Encontraré una solución. Y debí ser convincente, suficientemente convincente, porque en un tris nos habíamos puesto de acuerdo y habíamos levantado la bicicleta y habíamos comprobado que el candado aún la mantenía aferrada al bolardo del estacionamiento y allí la dejamos porque ella me agradeció mucho que me ofreciera a llevarla en mi moto porque Melany, no voy a dejar que vayas caminando con esa bolsa y a mí no me cuesta nada, de veras, no tengo prisa y además por lo que me has dicho es muy cerca. De verdad, te llevo yo. Y arranqué la moto, 125 caballos vibrando alegres y retumbones y Melany se acomodó y pensé que era una lástima tener que interponer entre los dos aquella vulgar bolsa con viandas porque de lo contrario habría podido sentir más y mejor sus pechos en mi espalda cada vez que frenaba, de semáforo en semáforo, de coche en coche. Ni siquiera fui rápido, esquivando el tráfico, sino más bien dando un paseo, no fuera a asustarse, preguntándole si las direcciones que escogía eran correctas y si estaba cómoda.
Fue un sábado bonito, porque no hacía frío y el cielo azul despejado se empeñaba en el azul hasta hacernos sentir que no había ni horizonte ni espacios cósmicos. Solo azul azul casi casi sin cielo. Después nos despedimos y estuve a punto de pensar que me invitaría a su casa a tomar un té o un café, pero no. Nos separamos y yo le dije que el lunes sin falta la llamaría, una vez hubiera recabado toda la información de la compañía de seguros. Dijo adiós. Adiós. Y gracias por traerme, dijo, cuando ya abría el portón de su edificio. De nada, de nada, dije, educado.
Por una de esas costumbres insanas que adquirimos sin venir a cuento, pasé la tarde del sábado y el domingo entero echando vistazos de reojo a mi teléfono móvil, como quien no quiere la cosa, casi con la secreta convicción de que recibiría un sms o un güasap o una llamada de Melany. No sé por qué sentí ese deseo. Inercia mujeriega, supongo. Tampoco sé por qué, teniendo su número grabado en mi móvil, no la telefoneé yo, sin más. Quizá porque tenía la certeza de que el lunes hablaríamos, quizá porque la noche de ese sábado había reunión del Comité y después, como casi siempre, tendría algo de ese agradecido sexo esporádico con la compañera Ágata. De Ágata, sí, hablaré más adelante, aunque la sugerencia felina que avizora su nombre sea casi una buena descripción de toda ella. Ágata, siempre esdrújula.
OCHO
No llamé a Melany. Ella tampoco a mí. ¿Habría tenido ella el mismo deseo, acaso parecida curiosidad? Pronto pasará el domingo, esos días siempre con un poso de hálito extraño, como de nostalgia por lo que pudo ser y no fue. Los domingos, el día más temido por solteros y solteras. Los domingos, fúnebres días del Señor. Los domingos, onírica ampliación de los callejones sin salida.
Por fin lunes.
Por fin cita en la oficina de mi compañía de seguros. Por fin paso por el mostrador de ventanilla y expongo mi caso, es decir, el aplastamiento involuntario de la bici de Melany. Fui sincero y cometí un error. A menudo la mentira es más sabia. Al confesar que no había sido yo el culpable, sino un conductor que se había dado a la fuga sin dejar su número de seguro, la compañía vio los cielos abiertos, un agujero más a través del cual estafar gozosamente al consumidor. Conclusión: nosotros no tenemos por qué pagar.
NUEVE
Me explicaré mejor: La oficina de la compañía de seguros, en previsión de inesperados ataques caníbales, ya tenía a todos sus trabajadores instalados tras murallas de cristal. De hecho, el local parecía más espacioso gracias a las paredes acristaladas tras las que, acantonados, trabajaban diligentes los empleados. Me acerqué a la ventanilla, tras casi media hora de espera, y una señorita con pinta de amable me preguntó en qué podía servirme. Dudé de que no fuera un robot, tan autómatas sonaron sus palabras. Escuché su voz amortiguada por el cristal, casi cavernaria, obligándome a acercarme al agujero de la ventanilla, apenas un círculo de unos quince centímetros de diámetro a través del que intercambiar algunos papeles. Expuse el caso de mi moto y la bici de Melany. Agregué que como podía comprobar llevaba doce años pagando puntualmente la cuota de mi seguro y precisé que, como podía comprobar, jamás de los jamases había tenido un incidente y jamás había tenido que utilizarlo pero que, en esta ocasión, estimaba que era justo y necesario proceder al arreglo o, en su caso, al pago de una bicicleta nueva. Como podía comprobar, todo era cierto. Todo irrefutable, como podía comprobar, señorita. La señorita amable alargó la mano hacia su mostrador y cogió un impreso azul, un impreso amarillo, un impreso rosado y finalmente un impreso blanco, mojándose la punta de los dedos gordo e índice con los labios para poder extraerlos de sus respectivos apretados montículos. Léalos por favor detenidamente y proceda a rellenar los datos e informaciones que se le solicitan y, una vez haya finalizado, por favor vuelva por aquí y me los entrega, me dijo, como un sonsonete aprendido,