Melany es una de esas mujeres blandas. Quiero decir que su cuerpo es turgente, con siempre mullida carne allí donde uno posa las manos. No quiero decir gorda o gruesa y mucho menos obesa. Al contrario, a sus veintiocho años recién cumplidos su cuerpo es perfecto, abarcador, diría que uno de esos cuerpos hembra proclives a la maternidad numerosa. Caderas amplias, senos también anchos. Nada de estrecheces delicadas. Sus manos, por ejemplo, son perfectas para que veamos a Melany. Son regordetas, no tiene largos dedos finos, sino que son manos mullidas, manos colchón, pero, al mismo tiempo, firmes, curtidas por su propia profesión, sin largas uñas pintadas de rojo o de algún otro extraño color inventado por la industria cosmética y su pinchazo consumista. Sus manos son capaces de regalarme caricias simples, pero también son resueltas al ejercer la presión exacta en mi pene a la hora del sexo, en el momento de ponerme en su boca.
Así es también su boca, capaz de expandirse blandamente cuando el beso deslenguado se alarga y ya son dientes, encías y salivación excitada la vorágine completa que se desata en los besares y rebesares que preludian la batalla sexual. Lo mismo ocurre al entrar en su vagina, la misma amplificada sensación de penetrar en un espacio tierno y membranoso y sin embargo sólidamente elástico, capaz de múltiples gradaciones y degradaciones en su amorosa oposición hasta expandirse glotón y tragaldabas. Me encanta. Es como llegar a casa tras un día de frío y lluvia. Como por fin el alivio, el abandono, reposo del guerrero. Pero así son también sus ojos, acolchados sofás acogedores, insisto, porque así es mi Melany. Si la miras a los ojos sus iris oscuros, castaños solo si de lleno les da el sol, van abriendo visillos, un cortinaje tras otro, como para demostrar que puedes asomarte dentro sin miedo a descubrir abismos, que no hay nada que ocultar, que no hay secreto y que toda la alcoba está en su sitio. Que no hay desorden ni desagradables sorpresas, que todo está limpio y que no hay nada inesperado tirado por el suelo, que los armarios están ordenados, cada cosa en su lugar, que puedes entrar y sentirte seguro sin echar dos veces la llave y pasar el fechillo. Sus ojos son así y así es su ensortijado cabello rubio. Abundante almohada de rizos, cojín agradable, nada que ver con esos pelos lacios que tras el sudor del sexo parecen hilillos agotados, sin volumen ni consistencia ni respiración. Su melena, cabellera del león que es mi leona, tan fácil que yo acomode mi brazo cayéndome a su lado en la cama tras haberme bajado del placer y, todavía con el resuello desencajado, colar mi mano por esa intrincada selva rubia hasta que me gane el sueño y el sopor. Así es Melany, así son sus labios gordezuelos, bonita trampa de carne que se amolda al beso sin sufrir, sin choque frontal, capaces de la suavidad con que encajan los mecanismos que están hechos el uno para el otro. Melany me ama. Me ama así de esponjosamente. Y yo siempre me estoy preguntando si estoy a su altura.
SEIS
El incidente de Ramírez Oblea sí que salió reflejado en los telediarios, la verdad, aunque no porque Ramírez Oblea fuera en realidad un tipo importante, una conspicua personalidad del sistema o un prócer del Estado. Su desgraciado episodio caníbal fue objeto de desmedido tratamiento informativo porque el Gobierno, tras una iniciativa legislativa presentada por su hermano, el senador Ramírez Oblea, decidió utilizarlo para anunciar nuevas medidas coercitivas y nuevos planes de seguridad anticaníbales específicos para bancos, edificios de la administración gubernamental y sedes políticas, porque es perentorio garantizar la seguridad de gobernantes y banqueros, decía el portavoz del Gobierno en declaraciones magníficamente pregrabadas. No podemos dejar que nuestros representantes se conviertan en dianas fáciles para los caníbales. Un porcentaje del Presupuesto General del Estado se destinará a reforzar la presencia policial y otro a la construcción y ejecución de cabinas, muretes y urnas de cristal para despachos y oficinas ocupados por personas susceptibles de ataques caníbales. Cargos políticos y directores de oficinas y sucursales de bancos serán los primeros agraciados con la urgente e impostergable implementación de estas medidas. Más o menos eso decía el diligente comunicado hecho público a través de los cuatro medios de comunicación del Estado, los únicos que podían ofrecer información y no solo entretenimiento: la televisión, la radio, el periódico y la red. Quien no se dé por enterado es porque no ha querido y, como ya es sabido desde hace varias décadas, cualquier ataque caníbal será pagado con la pena de muerte, tal y como recoge nuestra legislación.
El senador Ramírez Oblea tuvo su minuto de gloria y no escatimó en reverencias de agradecimiento de su cuerpo gordo el día en que fue unánimemente aplaudido en el Senado, después de que el Gobierno hiciera suyas sus líneas de lucha contra el terrorismo caníbal, según la certera expresión acuñada en su discurso, un opúsculo bien pertrechado de argumentaciones y titulares redactado por su diligente asesor, un escritor fracasado que había aceptado plegar sus metáforas a la retórica oficial a cambio de estipendio y sabrosas dietas, un dinero fácil que le procuraba la buena vida que jamás alcanzó mientras escribió sus poemas y novelas. Eso mismo le dijo su hermano, el banquero Ramírez Oblea, en su habitación del hospital, con los restos de su cara envueltos en vendas, casi momificado, a través de un trozo de su boca sin labio: Muy bien dicho, hermano, entre todos acabaremos con el terrorismo caníbal.
SIETE
Conocí a Melany… ejem… ejem… ahora mismo, para ser sincero, no recuerdo bien la fecha exacta, pero hace ya por lo menos dos años. El tiempo vuela. Soy malísimo para las fechas, enseguida confundo momentos y lugares y me he rendido a ser desmemoriado. Y a inventarme sin remordimientos lo que no acabo de recordar. Pero, más o menos, juraría que pronto hará dos años, porque el tiempo no vuela, como dije, sino que se esfuma, cumplidor y tajante, pompa de jabón, para mandarnos a la muerte, dictador inmisericorde, siempre demasiado pronto.
Conocí a Melany por culpa de mi moto o, más bien, por culpa de algún conductor despistado y con prisas que golpeó mi moto, que estaba bien aparcada, haciéndola caer de lado justo sobre la bicicleta cuya propietaria habría de ser Melany. Mi moto, una antigua máquina de más de doscientos kilos de peso, cayó sobre su bicicleta, aplastándola y, aunque mi moto salió indemne del episodio, me gasté los cuartos en la bici de Melany. Sin comerlo ni beberlo, ni siquiera movido por afán lisonjero alguno.
Mi primer impulso, en esta hora de sinceramiento, fue montar en mi motocicleta y largarme abriendo gas y haciendo el caballito avenida adentro hasta perderme