Ronronea y me pide mimosa que vuelva a la cama, pero yo ya he puesto la cafetera al fuego porque no sirvo para estar dando vueltas y más vueltas en el lecho. O duermo o hago el amor, pero la cama no me sirve para ver la tele o leer o charlar o desayunar. Me produce ansiedad. Imagino que es una manía como otra cualquiera. Habrá que preguntarle al maestro Freud.
—Ven a la cama, cariño —escucho su imploración—. Anda, ven.
—Espera, ahora te llevo el café —contesto mientras muerdo una galleta.
—No estoy pensando en café, sino en lo que se le pone al café.
—¿Azúcar? —hice la broma, porque su cuerpo decía más que sus palabras.
Si pudieran verla.
—Leche, un buen chorro de leche —dijo.
La lujuria es fácil, trampolín del deseo. Dejarse caer de cabeza a la piscina. Olor a sueño, ese dulzor lejano, y sus cabellos confusos, peleando por recuperar su posición tras el vencimiento de la almohada. Los labios secos y brotones, como esas flores aún apretadas dentro de su capullo a la espera del beso de la primavera. Su muslo de cal aflorado tras el pliegue de la sábana. Debería sacar una foto.
Dentro de una hora acudiremos al desfile y conseguiremos nuestro adhesivo, un pequeño papel fluorescente que se pega a la camisa o a la chaqueta o en algún lugar visible de la ropa que lleves puesta y que acredita, brillando, que has participado en el homenaje a la patria. Al día siguiente lo oportuno, lo bien visto, es llevarlo al trabajo, pegado al uniforme, y así uno evita el qué dirán, el rumor despiadado. Hay que apagar siempre cualquier sospecha de sedición. Así funciona desde hace años, ya no sé cuántos. Hay miles de dispensadores del adhesivo y miles de funcionarios del Estado o voluntarios que a tu paso te lo colocan en la pechera o en la solapa. Es un pequeño adhesivo que sin embargo tiene toda la importancia y, aunque una vez dispongamos de él ya podemos escabullirnos entre la multitud y huir de nuevo a casa, es obligatorio acudir al Desfile de la Independencia, aunque solo sea para hacerse con la dichosa pegatina.
Los centros comerciales permanecen cerrados mientras dura el desfile, unas tres horas, y el Estado acordona las salidas hacia las afueras para que nadie que no tenga algún tipo de permiso oficial pueda irse demasiado lejos, hacia las montañas, con pasión excursionista. Así queda garantizada la muchedumbre fiel que vitorea a las fuerzas del Estado y a sus ejércitos de mar, tierra y aire. Y a sus ejércitos de unidades y policías específicas: policía canina, policía ecuestre, policía de tráfico, policía urbana, policía de pueblos, unidades antidroga, policía anticaníbales, unidades anti disturbios, unidades de delitos informáticos… y así ovacionamos a la caballería y a los largos camiones que cargan con misiles y submarinos y a la retahíla de autoridades gubernamentales, que siempre desfila, tras los últimos atentados caníbales, dentro de unos vehículos acristalados muy parecidos a los que antiguamente utilizaron los papas de la iglesia católica, durante la época de esplendor, cuando los papados existían, aunque de eso hace ya mucho tiempo. Ahora en medio de toda esta descomunal parafernalia militar siempre modélicamente organizada, nuestros prohombres aparecían blindados pero reales, es decir, visibles, saludando a la multitud, a izquierda y derecha, sobrevolados por los cazas supersónicos del ejército del aire. Grande. Grande. Grandioso.
En medio del gentío, una vez conseguimos Melany y yo nuestros respectivos adhesivos, pudimos retroceder, con toda la intención de volver a casa, cuando de pronto nos llegó la gran ola de gritos. Como una marejada. Menos mal que pudimos correr hacia aquella bocacalle antes de que la muchedumbre enloquecida comenzara a pisotearse. Menos mal.
diecinueve
Melany y yo salimos media docena de veces antes de por fin arrebujarnos en la cama de su apartamento. Allí fue nuestra primera vez. Antes habían ocurrido algunas escenas de besuqueo. En el cine. En el parque. Pero poco más. Melany quiso hacerse de rogar, subirme la temperatura del deseo postergado antes de rodar sobre su cama. Rodar y rodar, porque lo nuestro, ya se dijo, habrán de ser las ruedas.
Estábamos los dos algo nerviosos, cosa que ocurre cuando de veras la otra persona nos importa. Si lo sabré yo, que me he acostado con al menos sesenta o setenta mujeres, si hago memoria, porque habrá algunas más que no dejaron ni una brizna de recuerdo. Estábamos nerviosos, digo, pero por fin pude saludar sus pechos, babarlos a mi antojo, hundirme en su confortable sacudida. Su busto casi me tenía obsesionado desde aquella primera cita en el restaurante Le Comilón. Las ganas son así, a veces se asientan en detalles a priori insignificantes. Me enamoró enseguida la sensación de tener toda aquella carne abundante para mí solo, egoísta, desparramada sobre la cama. No era Melany una de esas mujeres pequeñas de cuerpo manejable sino más bien una mujerona carnosa, suculenta, que desaforaba mi apetito. Si de veras fuera un caníbal, me habría vuelto rematadamente loco.
No quiso apagar la luz, y eso me enardeció. No tenía dudas o miedos sobre su propio cuerpo, sino que, llegada ya la hora, quería que lo contemplara tal cual era, con sus perfecciones e imperfecciones, para no decir de una sola vez que no le encontré mácula, borrón. Su juventud despuntaba en cada recoleto pliegue de su piel y al verla allí, sobre la cama, pensé en dunas, en blandas dunas cálidas que recorrer con pies descalzos. Su turgencia estaba hecha de dunas porque todo era mullido y redondeado, dúctil y tierno sin caer nunca en el precipicio de lo fofo. Así sus nalgas, algodonadas lunas. Así su vientre duna y sus brazos dunas y su pecho dunas. Tocarla era modelar lo maleable para disfrutar con la caricia de ese movimiento impredecible de la duna que, después, lentamente, vuelve dócil a su sitio, recuperando el espacio antes cedido. Tocarla era trabajar en ese vencimiento maravilloso. Temblor del vicio. De ahí que mi único problema, problema lo ponen entre “comillas” o en cursiva, fue contenerme, dosificar mi excitación y contar imaginarias caravanas de dromedarios sobre las dunas para no correrme a las primeras de cambio. Convendrán conmigo en que pasear por ese paisaje de dunas tiene sus momentos de contemplación, tumbado o sentado o boca arriba o boca abajo o ahora corriendo o ahora más despacio para asegurar la pisada, la huella, y no perdernos detalle, variación de la luz, movimiento de las lunas.
Ahora, tras todo este tiempo, ya puedo acabarme dentro de ella, porque ha decidido tomar un anticonceptivo. Creo que esta decisión forma parte de su generosidad, al igual que su nulo interés por conocer mi pasado sentimental. Dice que el pasado no cuenta, que no debe deslizarse entre nosotros para acabar interpelando nuestro presente. Y es cierto. Mira como lo sabe. Si ahora estamos juntos es mejor suponernos al menos un par de relaciones frustradas y acarrear con los bártulos del presente, que no son pocos.
—Haces un café delicioso —me dijo hoy, sin ir más lejos.
—Mi truco es un poco de mimo y utilizar en la cafetera solo agua de alta mineralización, nada de ponerle agua corriente y moliente —aduje, sentándome en la cama mientras observaba a Melany incorporándose, preciso movimiento de las dunas hasta que sus pechos se reordenaron y se irguieron altaneros. Sin pudor. Sin miedo a la desnudez sin sujetador, seguros de la calculada matemática de su arena movediza.
—Tenemos que prepararnos para el desfile —recordé sin ganas, sin convencimiento.
—Sí.
—¿Nos duchamos juntos y así te enjabono? —propuse con parpadeo pícaro.
—Eres un vicioso —dijo, abriendo en el vuelo de sus labios un gesto casi obsceno.
—Dímelo de nuevo —pedí.
—Vicioso.