La ternura de caníbal. Víctor Álamo de la Rosa. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Víctor Álamo de la Rosa
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412122817
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que solo a cara lavada descubres su verdadero semblante. A veces con susto, a menudo con sorpresa casi incómoda.

      No sé si seguir contando la velada. Me gustaría convocar aquí mismo una especie de plebiscito e idear un mecanismo de votación y que todos me fueran indicando si les interesa ver el menú o incluso la carta de vinos o si por el contrario prefieren que continúe describiendo a Melany o que les adelante que la noche tendrá final feliz. Quizá si me gritaran fuerte yo podría escuchar sus preferencias, conocer sus expectativas, en vez de enfangarme en páginas que solo a Melany y a mí nos interesan. Háganme llegar a esta dirección ([email protected]) llamada Buzón de Sugerencias sus deseos, sus inquietudes, porque yo ahora mismo he de volver a la mesa y convenir con Melany que vamos a pedir el menú degustación Le Comilón, ocho pequeños platos cocinados al antojo del chef y que sea lo que Dios quiera, que yo para estos imprevistos gastronómicos siempre llevo encima mi dosis de omeprazol.

      —Estupendo, me parece bien. Buena idea.

      —¿Te parece que sigamos la recomendación y probemos ese vino francés?

      —Por supuesto, tengo curiosidad.

      —¿Cómo te gustan los vinos?

      —Me gustan los vinos cálidos, los que hacen su música en la boca, pero reservándose un matiz final, una especie de sorpresa inacabada. Y me quedo con los tintos, sin duda —dije, inspirado, luciendo un poco mis dignos conocimientos enólogos.

      —Sí, también yo prefiero los tintos —compartió ella mi revelación.

      No recuerdo si ya he dicho que Melany tiene en su cara un sinfín de recursos expresivos. Por eso creo que es tan natural, que no hay dobleces o extrañas máscaras, sino que es así, prodigio de comodidad ahora incluso cuando se me van los ojos díscolos hacia la protuberancia prometedora de su busto. No tiene aún arrugas de expresión, cero patas de gallo, pero a veces aprieta los ojos para indicar asentimiento y otras frunce un pelín el ceño para expresar desacuerdo. No habla rápido, sino despacio, como para que podamos detenernos a contemplar unos dientes perfectos. Ya no busco en ella nada que me disguste, algo que, en cierto sentido, me desagrade y me vuelva a mi vida tranquila, sin altibajos. Ahora me alegro de que un conductor negligente hubiera unido nuestras cuatro ruedas solitarias. Por eso dije, atrevido:

      —Esta cita debería ir sobre ruedas.

      Y ella recogió el testigo del humor y añadió que para eso teníamos que ser buenos conductores y no salirnos de la carretera, ni ir muy despacio ni ir muy deprisa.

      —Ni dar volantazos o hacer bruscos cambios de dirección —apostillé.

      —No es cuestión de provocar accidentes —añadió Melany, como para dejar claro que no solo era ocurrente, sino que tenía sentido del humor.

      Durante la velada no se posó ningún ángel en nuestra mesa, por invocar esa memez que dice la gente cuando se espesa el silencio y se quedan sin nada que decir. Nosotros no paramos de hablar y no dejamos espacio a serafines aburridos salvo Cupido, quien quizá remoloneara perezoso esa noche por el comedor del Le Comilón. A lo mejor era amigote de la Pantera Rosa o tenía hambre también él. Quizá vino a comer algo para asegurarse la lozanía de sus alas y la turgencia sonrosada de su piel y, de paso, ensayar la puntería con su arco y sus flechas. Quizá incluso probó este vino delicioso y se puso contento y entonces decidió no escatimar saetas sino vaciar su carcaj uniéndonos con lazos de magia mitológica.

      Ruedas y flechas, ¿por qué no?, acaso amenizaron, ¿cómo decirlo?, la bondad de esta primera cita entre Melany y yo. Ya sé que pensaron en otro tipo de final feliz, pero, cuando la acompañé a su casa y nos despedimos con dos castos besos en la mejilla, yo sabía que ella no habría de invitarme a subir con la insinuación de una última copa. Al menos no hoy. No esta noche. No esta noche congelada en mi memoria, con estrellas, sin viento, con apacible sensación de mundo en calma.

      —Adiós. Te llamo —dije.

      —Hasta pronto —anunció ella.

      —Buenas noches.

      —Buenas noches.

      diecisiete

      Casi tres semanas después, cuando acudí a las oficinas de mi compañía de seguros, me entero de que el solicitado jefe de agenda infernal había sufrido un ataque caníbal y que estaba aún convaleciente, recuperándose en el hospital. Que había sido allí mismo, según entraba a la oficina, un visto y no visto. Por la espalda. Con alevosía. Que había habido suerte porque el caníbal no se esperaba que el jefe estuviera tan fuerte, tan en forma, tan hecho de horas y horas de musculación de gimnasio. Que había sido para todos un susto muy grande del que tardarían en reponerse. Eso me dijo su secretaria para en realidad deshacerse de mí y cancelar mi cita sine die y pedirme por favor aceptar disculpas por el imprevisto, hágase cargo, la desgracia, nadie habría sido capaz de imaginar una cosa así, dijo, convincente. Si le parece, vuelva a llamarnos dentro de un mes, puntualizó, mortificando sus labios con una forzada sonrisa de amabilidad incluida en el sueldo.

      Confesaré que no sentí ni pizca de lástima sino todo lo contrario. Una alegría recóndita, íntima, que ni siquiera sabía que podía estar ahí, agazapada en algún pliegue entre mis tripas. Ni siquiera comuniqué a la apenada secretaria que lo sentía. No me molesté en sacar el disfraz de la hipocresía. Perdí mi tiempo y tendré que salir casi una hora más tarde de la fábrica, pero mereció la pena. ¿Quién dijo que la venganza es mala para la salud?

      —Señor, de todos modos, tengo aquí un informe que me dice que su caso ya ha sido revisado por nuestros abogados y que su apreciación es negativa.

      —¿Y eso qué significa?

      —Pues significa lo que ya le adelanté, que nosotros no tenemos por qué pagar la bicicleta.

      —Ya —dicho esto con inmensa cara de tonto.

      —Ahora bien, si hace esa cola mi compañera le dará un impreso de apelaciones y podrá rellenarlo —propuso.

      —¿Y para qué?

      —Nuestros abogados volverán a leerse su caso.

      —¿Y para qué? ¿Es que mostraron dudas en su informe negativo?

      —No.

      —Dígame la verdad, por favor.

      —No, la verdad es que no mostraron dudas. Al contrario, son muy rotundos en sus apreciaciones.

      —¿Y para qué demonios me dice entonces que rellene el impreso de apelaciones?

      —Señor, es el procedimiento.

      —¿El procedimiento? No me fastidie.

      —Por favor, no se altere.

      —No me altero. Ya me voy. No necesita apretar ese botón para llamar a seguridad.

      —De acuerdo. Gracias, señor.

      —Gracias a usted.

      Me giré para irme, mas luego volví y la miré fijamente hasta que ella captó de nuevo mi presencia y me preguntó si se me ofrecía algo más. Le dije:

      —¿Sabe? No soy un caníbal. Al menos por ahora.

      dieciocho

      Amanecer laborioso, pero no porque Melany y yo nos hubiéramos levantado singularmente hacendosos, sino porque la noche pegajosa, hecha de chicle, se resistía a dejar su lugar al nuevo día. Laborioso porque las claridades primeras tuvieron que forcejear y sudar la gota gorda para vencer las afiladas uñas de las sombras, tardando más de la cuenta, como si el propio mundo, perezoso, se opusiera a un nuevo despertar precisamente hoy, Día de la Independencia, Día Festivo porque el Estado nos regalaba estas 24 horas al año para poder asistir al desfile conmemorativo.

      Melany indolente ronronea, motor al ralentí, todavía en la cama. Me gusta verla así, con esa desnudez holgazana y solo pequeñas geografías de su cuerpo sin tapar por las sábanas. Cercanas promesas de placer. Solo lo que es capaz de feminidad encuentra