Sin embargo, la verdad es muy distinta. Sin duda hay individuos y grandes fuerzas que tienen un efecto en nosotros en todo momento, y en el mundo hay muchas cosas que no podemos controlar. Pero es común que nuestro extravío, las malas decisiones y cálculos equivocados se deban a nuestra muy arraigada irracionalidad, al grado en que nuestra mente es gobernada por la emoción. No podemos ver esto. Es nuestro punto débil, y como una excelente muestra de él analicemos la crisis económica de 2008, la cual puede servirnos como un compendio de todas las variedades de la irracionalidad humana.
En las postrimerías de esa crisis, las explicaciones más frecuentes de lo ocurrido en los medios de comunicación fueron éstas: desajustes de la balanza comercial y otros factores abarataron el crédito a principios de la década de 2000, lo que condujo a un uso excesivo de préstamos; era imposible asignar un valor preciso a los complejos instrumentos derivados de las operaciones bursátiles, así que nadie podía calcular las verdaderas pérdidas y ganancias; una astuta y corrupta camarilla de individuos con información confidencial tuvieron incentivos para manipular el sistema en pos de rápidas ganancias; acreedores codiciosos impusieron hipotecas de mala calidad a incautos dueños de residencias; hubo demasiada regulación gubernamental; no hubo suficiente supervisión gubernamental; los modelos computacionales y sistemas de operación se salieron de control.
Estas explicaciones revelan una notable negación de una realidad básica. En el periodo previo a la crisis de 2008, millones de personas tomaron todos los días decisiones acerca de si invertir o no. En cada punto de esas transacciones, compradores y vendedores pudieron haberse abstenido de las modalidades de inversión más riesgosas, pero decidieron no hacerlo. Muchas personas advirtieron sobre la burbuja que se avecinaba. Apenas unos años antes, el colapso de la gigantesca sociedad de inversión Long-Term Capital Management demostró qué clase de gran crisis podría ocurrir. Si la gente se tomara la molestia de hacer memoria, recordaría la burbuja de 1987; si leyera libros de historia, la burbuja y el colapso del mercado bursátil de 1929. Casi cualquier dueño de una propiedad en potencia podría entender los riesgos de hipotecas sin pago inicial y de condiciones de crédito con tasas de interés bruscamente al alza.
Lo que todo ese análisis ignora es la irracionalidad básica que impulsó a esos millones de compradores y vendedores desde el primero hasta el último. Se contagiaron del atractivo del dinero fácil. Esto volvió arrebatado hasta al inversionista más cauteloso. Estudios y expertos acabaron por promover ideas que la gente ya estaba dispuesta a creer, como las clásicas “Esta vez será distinto” y “Los precios de las residencias no bajan nunca”. Una ola de desenfrenado optimismo arrastró a un sinnúmero de personas. Luego llegaron el pánico y la crisis, y el choque ingrato con la realidad. En lugar de aceptar la orgía de especulación que arrolló a todos y que volvió idiotas a personas inteligentes, los dedos acusadores apuntaron a fuerzas externas, a todo aquello que desviara de la verdadera fuente de la locura. Esto no fue privativo de la crisis de 2008. Esas mismas explicaciones salieron a relucir tras las crisis de 1987 y 1929, la fiebre de los ferrocarriles de la década de 1840 en Inglaterra y la burbuja de los Mares del Sur de 1720, también en Inglaterra. La gente habló entonces de reformar el sistema; se aprobaron leyes para limitar la especulación. Pero nada dio resultado.
Las burbujas ocurren a causa de la intensa influencia emocional que ejercen, la cual aplasta todas las facultades racionales que una mente individual puede poseer. Estimulan nuestras tendencias innatas a la codicia, el dinero fácil y los resultados inmediatos. Es difícil ver que otros ganan dinero y no sumarse a ellos. Ninguna fuerza regulatoria en el planeta es capaz de controlar la naturaleza humana. Y como no enfrentamos la fuente real del problema, burbujas y colapsos no cesan de repetirse ni dejarán de hacerlo mientras haya incautos y personas que no leen libros de historia. Esta reiteración es un reflejo de la de los mismos problemas y errores en nuestra vida, origen de patrones negativos. Es difícil aprender de la experiencia cuando no nos volcamos a nuestro interior, a las causas verdaderas.
Entiende: el primer paso para ser racional es comprender nuestra irracionalidad fundamental. Dos factores deberían volver esto más aceptable para nuestro ego: nadie está exento del irresistible efecto de las emociones sobre la mente, ni siquiera el más sabio entre nosotros, y hasta cierto punto la irracionalidad está en función de la estructura del cerebro y forma parte de nuestra naturaleza por el modo en que procesamos las emociones. Ser irracionales está casi más allá de nuestro control. Para entender esto, debemos examinar la evolución de las emociones.
Durante millones de años, los organismos vivos dependieron de instintos de supervivencia finamente ajustados. En una fracción de segundo, un reptil podía percibir peligro en el entorno y reaccionar con una huida instantánea de la escena. No había separación entre impulso y acción. Poco a poco, esa sensación evolucionó en algunos animales hasta convertirse en algo mayor y más duradero: una sensación de temor. Al principio, este temor consistía meramente en un alto nivel de excitación, con la liberación de ciertas sustancias químicas que alertaban al animal de un posible peligro. Con esta excitación y la atención complementaria, el animal podía reaccionar de varias formas, no sólo una. Podía ser más sensible al ambiente y aprender. Esto aumentaba sus posibilidades de supervivencia, porque sus opciones se habían multiplicado. Tal sensación de temor duraba unos segundos, o incluso menos, ya que la esencia era la rapidez.
Dichas excitaciones y sensaciones asumieron en los animales sociales un papel más profundo e importante: se volvieron una forma crucial de comunicación. Ruidos estruendosos o pelos erizados podían exhibir cólera, ser un medio de ahuyentar a un enemigo o señalar un peligro; ciertas posturas u olores revelaban deseo e inclinación sexual; posiciones y gestos señalaban el deseo de jugar; ciertos llamados de las crías revelaban ansiedad extrema y la necesidad de que la madre retornara. En los primates, esto se hizo más elaborado y complejo aún. Está demostrado que los chimpancés pueden sentir envidia y deseo de venganza, entre otras emociones. Esta evolución tuvo lugar en el curso de cientos de millones de años. Más recientemente, animales y seres humanos desarrollaron facultades cognitivas, lo que culminó con la invención del lenguaje y el pensamiento abstracto.
Como han afirmado muchos neurocientíficos, esta evolución dio lugar al cerebro superior de los mamíferos, compuesto de tres partes. La más antigua de ellas es la reptiliana, que controla todas las respuestas automáticas que regulan el cuerpo; ésta es la parte instintiva. Encima de ella está el antiguo cerebro mamífero o límbico, que gobierna los sentimientos y las emociones. Y sobre éste evolucionó el neocórtex, la parte que controla la cognición y, en el caso de los seres humanos, el lenguaje.
Las emociones se originan como una excitación física diseñada para llamar nuestra atención y que tomemos nota de algo a nuestro alrededor. Comienzan como reacciones y sensaciones químicas que deben traducirse después en palabras para intentar comprenderlas. Pero como se procesan en una parte del cerebro diferente a la del lenguaje y el pensamiento, esa traducción suele ser ambigua e inexacta. Por ejemplo, sentimos cólera contra la persona X cuando de hecho la verdadera fuente de esa sensación podría ser la envidia; bajo el nivel de la mente consciente nos sentimos inferiores a X y queremos algo que ella tiene. Sin embargo, la envidia no es un sentimiento con el que estemos a gusto siempre, así que con frecuencia la traducimos en algo más aceptable: cólera, disgusto, rencor. O supongamos que un día sentimos frustración e impaciencia; la persona Y se cruza en nuestro camino en el momento equivocado y estallamos, sin saber que esa ira es provocada por un estado de ánimo distinto y que resulta desproporcionada con las acciones de Y. O digamos que estamos muy enfadados con la persona Z pero que ese enojo se encuentra en nuestro interior, causado por alguien que nos lastimó en el pasado, quizás uno de nuestros padres. Dirigimos tal enojo contra Z porque nos recuerda a esa otra persona.
En otras palabras, no tenemos acceso consciente a los orígenes de nuestras emociones y los humores que generan. Una vez que las sentimos, todo lo que podemos hacer es tratar de interpretarlas, traducirlas en lenguaje. Pero muchas veces lo hacemos mal. Nos metemos en la cabeza interpretaciones simples que nos convienen, o nos quedamos atónitos. No sabemos por qué estamos deprimidos, por ejemplo. Este aspecto inconsciente de las emociones significa asimismo que nos resulta muy difícil aprender de ellas, detener o prevenir una conducta compulsiva. Los hijos que se sintieron