A diferencia de los demás líderes, Pericles permaneció en el poder un año tras otro, una década tras otra, mientras, a su callada y discreta manera, imprimía su huella en la ciudad. Tenía enemigos, como era inevitable. Había permanecido tanto tiempo en el poder que muchos lo acusaban de ser un dictador encubierto. Se sospechaba que era ateo, un hombre que se burlaba de todas las tradiciones; eso explicaría por qué era tan peculiar. Pero nadie podía negar los resultados de su liderazgo.
Cuando esa tarde tomó la palabra en la asamblea, a sabiendas de que su opinión sobre la guerra con Esparta sería la que más peso tendría, el silencio se extendió entre la muchedumbre, ansiosa de escuchar sus argumentos.
“¡Atenienses!”, comenzó. “Mi opinión es la misma de siempre: me opongo a cualquier concesión a la Liga del Peloponeso, aunque sé que el entusiasmo con que se convence a la gente de entrar en una guerra no se prolonga hasta el momento de la acción, y que la opinión de la gente cambia con el curso de los acontecimientos.” Les recordó que las diferencias entre Atenas y Esparta debían resolverse con árbitros neutrales y que ceder a las demandas unilaterales de los espartanos sentaría un peligroso precedente. ¿Dónde terminaría eso? Sí, una batalla terrestre sería suicida. Propuso en cambio una forma de guerra muy novedosa, limitada y defensiva.
Él protegería dentro de las murallas de Atenas a todos los habitantes del área. “Que los espartanos lleguen y nos inciten a pelear”, dijo, “que devasten nuestro territorio. No morderemos el anzuelo; no los combatiremos en tierra. Con nuestro acceso al mar, mantendremos bien provista a la ciudad. Usaremos nuestra marina para incursionar en sus poblaciones costeras. Con el tiempo, la ausencia de batalla los exasperará. La necesidad de alimentar y abastecer a su ejército permanente los dejará sin dinero. Sus aliados pelearán entre sí. El partido de la guerra en Esparta quedará desacreditado y una paz verdadera y perdurable será convenida, todo ello con un costo mínimo de vidas y dinero para nosotros.”
“Podría darles muchas otras razones”, concluyó, “de por qué deberían confiar en la victoria final si decidieran no ampliar el imperio mientras la guerra está en progreso ni involucrarse en nuevos peligros. No temo a la estrategia del enemigo; temo a nuestro errores.” Su novedosa propuesta causó un debate intenso. Ni intransigentes ni moderados aceptaban su plan, pero al final su reputación como hombre sabio ganó la partida y su estrategia fue aprobada. Meses después daría comienzo esa guerra decisiva.
Al principio, no todo procedió como Pericles había previsto. Los espartanos y sus aliados no se frustraron por la prolongación de la guerra, sólo se embravecieron más. Los atenienses fueron los que se desalentaron al ver destruido su territorio sin que nadie cobrara represalias. Pero Pericles creía que su plan no fallaría si los atenienses hacían acopio de paciencia. En el segundo año de la guerra, un desastre inesperado lo alteró todo: una peste feroz se apoderó de la ciudad; eran tantas las personas hacinadas murallas adentro que el mal se difundió de prisa, costó la vida de más de un tercio de la ciudadanía y diezmó las filas del ejército. El propio Pericles se contagió y presenció en su agonía la peor de las pesadillas: todo lo que había hecho por Atenas a lo largo de tantas décadas parecía desbaratarse de golpe mientras la gente era presa de un delirio general en el que cada quien veía nada más por sí mismo. Si él hubiera sobrevivido, habría encontrado la forma de serenar a los atenienses y negociar con Esparta una paz aceptable, o de ajustar su estrategia defensiva, pero ya era demasiado tarde.
Por extraño que parezca, los atenienses no lloraron a su líder. Lo culparon de la peste y protestaron por la ineficacia de su estrategia. No estaban de humor para la paciencia y el comedimiento. Pericles había vivido más de lo debido y sus ideas eran vistas como las cansadas reacciones de un anciano. El amor por él se convirtió en odio. En su ausencia, las facciones retornaron con más vigor. El partido a favor de la guerra se volvió muy popular, alimentado por el creciente rencor contra los espartanos, quienes aprovecharon la peste para avanzar. Los intransigentes prometieron recuperar la iniciativa y aplastar a los espartanos con una estrategia ofensiva. Para muchos atenienses, tales palabras fueron un alivio, la liberación de emociones largamente contenidas.
Al tiempo que la ciudad se recuperaba poco a poco de la peste, los atenienses consiguieron tomar la delantera y los espartanos pidieron la paz. Con el deseo de aniquilar al enemigo, aquéllos aprovecharon su ventaja, sólo para descubrir que éstos se recuperaban e invertían la situación. Forcejearon así año tras año. La violencia y el rencor se incrementaron en ambos bandos. En determinado momento, Atenas atacó la isla de Melos, aliada de Esparta, y cuando los melinos se rindieron los atenienses votaron por sacrificar a todos los hombres y vender como esclavos a las mujeres y los niños. Nada remotamente parecido a eso habría ocurrido bajo el mando de Pericles.
Luego de tantos años de guerra sin fin, en 415 a. C. varios líderes atenienses tuvieron una interesante idea para asestar el último golpe. La ciudad-Estado de Siracusa era ya una potencia en ascenso en la isla de Sicilia. Era un aliado crucial de Esparta, a la que abastecía de recursos. Si los atenienses, con su eficaz marina, lanzaban una expedición y tomaban Siracusa, tendrían dos ventajas: ampliarían su imperio y privarían a Esparta de los recursos indispensables para la guerra. La asamblea votó a favor de enviar sesenta barcos con un ejército de dimensiones apropiadas para cumplir esa meta.
Uno de los comandantes asignados a esa expedición, Nicias, tenía enormes dudas acerca de la pertinencia de este plan. Sospechaba que los atenienses habían subestimado la fuerza de Siracusa. Expuso todos los escenarios negativos posibles; sólo una expedición mucho mayor sería capaz de asegurar la victoria. Pese a que su intención había sido acabar con ese plan, su argumento tuvo el efecto contrario. Si lo que se requería era una expedición más grande, eso sería lo que se enviaría: cien embarcaciones y el doble de soldados. Los atenienses presagiaban la victoria en esta estrategia y nada los disuadiría.
En los días posteriores, atenienses de todas las edades trazaban mapas de Sicilia en las calles, al tiempo que soñaban con las riquezas que se derramarían sobre Atenas y la humillación final de los espartanos. El día en que los barcos zarparon fue motivo de una gran fiesta, un espectáculo que no se había visto nunca antes: una armada enorme ocupó el puerto, hasta donde alcanzaba la vista, con barcos bellamente decorados y soldados de radiantes armaduras que abarrotaban los muelles. Fue una exhibición deslumbrante de la riqueza y el poderío de Atenas.
Al paso de los meses, los atenienses estaban ávidos de noticias de la expedición. En cierto momento, y gracias a la magnitud de sus tropas, pareció que los suyos llevaban la ventaja y sitiaban Siracusa. Pero a última hora llegaron refuerzos de Esparta y los atenienses tuvieron que ponerse a la defensiva. Nicias envió a la asamblea una carta en la que describió ese negativo vuelco de los acontecimientos. Recomendó la rendición y el regreso a Atenas o el inmediato envío de refuerzos. Renuentes a creer en la posibilidad de la derrota, los atenienses votaron por mandar refuerzos, una segunda armada casi tan grande como la primera. En los meses subsiguientes, su ansiedad alcanzó nuevas alturas; para entonces las apuestas se habían duplicado y no podían permitirse perder.
Un día, un barbero de Pireo, población portuaria de Atenas, oyó decir a un cliente que la expedición ateniense —cada barco, casi cada hombre— había sido liquidada en batalla. El rumor se propagó rápidamente en Atenas. Aunque era difícil de creer, el pánico se impuso poco a poco. Una semana después esa versión fue confirmada y daba la impresión de que Atenas estaba perdida, despojada de dinero, barcos y hombres.
Milagrosamente, los atenienses se las arreglaron para resistir. En los años siguientes, sin embargo, severamente afectados por sus derrotas en Sicilia, recibieron un golpe tras otro hasta que en 405 a. C. sufrieron la derrota final y fueron obligados a aceptar las crueles condiciones de paz impuestas por Esparta. Sus años de gloria, su gran imperio democrático, la edad de oro de Pericles se esfumaron para siempre. El hombre que refrenó sus más peligrosas emociones —agresividad, codicia, soberbia, egoísmo— había desaparecido de la escena tiempo atrás y su sabiduría había caído en el olvido.
Interpretación
Cuando