–¡Vamos, manos a la obra! Si nos damos prisa podréis iros a la playa en cuanto terminemos.
Él se fue directo a arreglar los setos de jazmines que rodeaban la finca, mi hermano a la piscina, acompañado de Fran, que en cuantos nos vio llegar, vino hacia nosotros para ayudar a bajar los arreos de jardinería y así poder entretenerse un rato. Yo me dirigí a arreglar las macetas del porche, tenía bastante buena mano con las plantas, por eso mi padre decía que llegaría a ser una buena doctora, puesto que, si tenía sensibilidad para unos seres tan delicados como las flores, podría tenerla para los humanos.
Me di cuenta que se me habían acabado las bolsas de basura y entré en la casa buscando a la Señora Rivera. Aquella adorable mujer era la encargada de atender a la familia.
–Marisa, ¿está usted en casa?
–Sí hija, pasa, estoy en la cocina.
–¡Hola! Se me han terminado las bolsas de basura, ¿podría usted dejarme una?
–Sí cielo –abrió un par de cajones y sin mirarme se lamentó–, pero aquí no me quedan –Con esa dulce mirada que la caracterizaba se dirigió de nuevo hacia mí–. Mira, están en el armario grande que están en la despensa, ¿puedes bajar tú y subir otro paquete para dejarlo aquí?
–¡Claro, enseguida se las traigo!
Bajé las escaleras hasta el sótano, antes de entrar en la habitación que utilizaban como despensa había un gran salón donde mi hermano y Fran jugaban habitualmente a los videos juegos o escuchaban música; me quedé mirando unas fotografías que estaban colgadas en la pared, en varias de ellas había un hombre tocando al piano; eran ya algo antiguas, por eso no podía ser mi pianista de arriba, que afortunadamente nos había dado unos minutos de descanso. Continué mirando todas aquellas viejas reliquias, pensando en el parecido que había con los chicos (sin duda debía ser un familiar, quizás fuese su padre). De pronto una voz me asustó:
–¡Aquí no hay ninguna planta para cuidar!
Di un salto y me volví en dirección a quién me hablaba. Era el mayor de los hermanos, “¡¡mi Alex!!”. Estaba de pie en el quicio de la puerta mirándome, y yo solo podía pensar “¡¡Ole tú!!”, pero él no podía sospechar ni por un momento mis pensamientos, así que toda digna me puse en mi papel:
–¡Joder, qué susto me has dado! No estaba haciendo nada malo, solo miraba las fotos –alcé mi barbilla demostrando que yo también podía ser arrogante. ¿Qué se habría creído?, ¿qué había bajado a robar? – ¡Solo he bajado por unas bolsas para la basura, Marisa me ha dado permiso para cogerlas! –Sonrió, me di cuenta que solamente era un juego. Y si él tenía ganas de jugar, yo era buenísima en eso. Él abrió la puerta de la despensa y sacó un paquete, extendió su mano ofreciéndomelas, me acerqué para cogerlas y al hacerlo rocé intencionadamente mis dedos con los suyos, lo miré desafiante y le dije:
–Quiero más.
Con una sonrisa en sus labios, que parecía tatuársele por momentos, me preguntó casi en un susurro:
–¿Más de qué?
Cambié por completo mi expresión y el tono de voz, entonces le contesté:
– ¡Más bolsas! Marisa me dijo que subiese un paquete para ella.
Se borró esa expresión pícara de su cara y volvió a entrar, sacó otro paquete. Cuando me las ofreció fue él quien atrapó mis dedos con los suyos. Se acercó a mí y me dijo en voz baja:
–¡Verdes! –Lo miré sin entender bien a que se refería, al ver la interrogación en mi cara, continuó diciéndome–: Tus ojos, son verdes. Me preguntaba de qué color serían.
No hice el mínimo intento por separarme, quise dármelas de lista y le contesté:
–Los tuyos son azules, yo también me lo había preguntado.
“Quien juega con fuego, termina quemándose”. Así que sin esperarlo y sujeta como seguía teniendo mi mano, me atrajo hasta él y me dio ese beso en los labios con el que tanto había soñado. Tierno, dulce y… caliente; muy, muy caliente. Fue entonces cuando todo mi cuerpo tembló, como si un cable de alta tensión me hubiera recorrido entera.
¡Me quedé muerta! ¡Era la primera vez que hablaba conmigo a solas en años y me había zampado aquel besazo en toda la boca! Empezaba a reaccionar, cuando él, sin separarse de mis labios me dijo:
–Estaba deseando conocer tu sabor.
¡¿Pero qué acababa de hacer?! Con la inmadurez de los veintiún años, me las había querido dar de mujer de mundo, y me “salió el tiro por la culata”. Sin poder remediarlo y colorada como un tomate, cogí los paquetes de bolsas y salí corriendo del sótano.
Subí de nuevo hasta el jardín y me puse a trabajar como si la vida me fuese en ello. No habían pasado ni diez minutos cuando vi a Alex llegar hasta la piscina; yo me hacía la interesante, no quería mirarlo, pero cuando se quitó la camiseta para lanzarse al agua tuve que sujetarme la mandíbula para que la boca no se me quedase abierta; sabía que estaba bueno, pero de esa guisa era la expresión gráfica del ¡“Madre mía”!
Hizo unos cuantos largos, salió del agua, cogió una toalla y se dirigió de nuevo hacia mí. Yo escuchaba cómo los latidos de mi corazón, que parecían ir a toda revolución, sonaban directamente dentro de mis oídos. No quería levantar la cabeza de la maceta que estaba arreglando, intentando ignorarlo por completo, pero cuando sentí que se paró justo a mi espalda, hasta la respiración se me detuvo.
–Has cambiado mucho, te veo bastante diferente, así como…muy crecidita.
Sin querer mirarlo le contesté:
–¡Hombre, ya era hora de que diera el estirón! ¡Pronto cumplo veintiún años!
–¡Vaya, ya eres toda una mujer! –Su voz sonó a guasa y lo miré haciendo un gesto, como diciéndole: ¿Te estás riendo de mí? Él guardó silencio un momento sin dejar de mirarme a los ojos enseguida me preguntó de nuevo–: ¿No te ha gustado?
Intentando hacer como que todo aquello no tenía la más mínima importancia y que no sabía sobre qué me estaba hablando, le pregunté:
–¿El qué?
Una ladina sonrisa iluminó su rostro, y acercándose muy “peligrosamente” a mis labios, se desvió unos milímetros, rozó mi cara con la suya; y cerca, muy cerca de mi oído, me susurró:
–El beso.
Me volví dándoles la espalda y seguí atareada con la maceta (a la que por cierto estaba destrozando), e intentando no tomarlo en cuenta, aunque sin poder evitar una sonrisa que ahora era a mí a quién se me escapaba, hice un gesto con mi boca y le respondí:
–Bueno, no es de los mejores que me han dado.
–Entonces tendremos que ponerle remedio. –Volví mi cara para intentar replicarle, y, sin esperarlo, como si mi cuerpo no fuese nada entre sus manos, me puso de nuevo frente a él, cogió mi cabeza desde la nuca y me dio el beso más impresionante