Un tripulante llamado Murphy . Álvaro González de Aledo Linos. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Álvaro González de Aledo Linos
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416848768
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11 horas de carretera llegamos a Llançá (42º 22,34’ N; 3º 9,81’ E) sin incidentes mayores cuando al conductor solo le quedaban cinco minutos de conducir ese día. Un pequeño retraso y hubiéramos tenido que parar en una gasolinera hasta el día siguiente. El camión quedó aparcado justo al lado de los atraques del puerto deportivo. Ver al Corto Maltés allí arriba, tan cerca del mar pero sin alcanzarlo y desarbolado como un pantalán, era como mirar a un náufrago del desierto que llegase a diez metros del oasis y algo le impidiera alcanzar el agua. Estaba pidiendo a gritos volver a su elemento después de las intervenciones quirúrgicas que acababa de sufrir, y yo estaba deseando con todas mis fuerzas devolverlo al mar.

      Como yo iba a dormir a bordo y no necesitaba hotel, mientras José Luis iba a buscar el suyo terminé de pintar el casco en las zonas reparadas. Luego, a las 19:30 se incorporó Mario al grupo. Venía en tren, cargadísimo con su maleta y con los víveres, porque con tanto lío en Getxo no habíamos hecho la compra y la despensa estaba vacía. Por teléfono le había encargado que comprase entre la estación y el puerto lo más indispensable para los primeros días, porque no sabíamos hasta dónde llegaríamos navegando e íbamos a salir de Llançá un domingo, con todo cerrado. Más tarde hicimos una cena muy agradable con nuestro transportista providencial y nuestro Ángel de la Guarda en el peaje de Llodio, en una pizzería enfrente de la playa. El mar estaba como un plato y organizamos todo para botar el barco el día siguiente, domingo, a primera hora. Anunciaban lluvia y a lo mejor nos tocaría hacer la maniobra a remojo, pero aun así estábamos contentos porque el Corto Maltés volvería a su elemento, ya que aquella pasada por tierra no le había venido nada bien.

      La noche fue muy atípica porque Mario y yo dormimos en el barco pero encima de la plataforma del camión. Aquello no se movía nada, pero nosotros no podíamos desenvolvernos dentro por la cantidad de cosas revueltas que había después de una semana en el astillero. Además todavía olía a la resina recién aplicada y hasta nos preocupamos un poco por nuestra salud (los dos somos médicos) al tener que dormir con aquel olor. Dejamos todo abierto para ventilar, nos acostamos en una habitación con vistas al cielo, y una luna movediza pero tan finita que parecía caída de un cortaúñas recorrió el tambucho. Pero nos hizo pasar un frío escandaloso, tuvimos 15 ºC en la cabina y en el exterior un chirimiri que se colaba por la entrada. Fue la primera de una serie de noches heladoras en que nos despertaba el frío, a pesar de estar ya en mayo y de acostarnos con todo lo disponible de abrigo. Yo esa noche dormí con dos camisetas térmicas, pantalón térmico largo, bluf y gorro de forro polar, calcetines de lana, saco de dormir y manta, y acurrucado como el muelle de un reloj. A pesar de eso me desperté varias veces soplándome los dedos. Me recordó mucho la navegación del año anterior a Bretaña, donde ese frío era el habitual, pero no me lo esperaba en el Mediterráneo. Me hice el firme propósito de llevar siempre a las navegaciones el saco de dormir de plumas en lugar del de verano, y de pedir a Ana que me lo trajera cuando se incorporase a la tripulación en Pisa.

      En Llançá los responsables del puerto se volcaron con nosotros. Aunque no estábamos pagando un amarre nos dieron acceso a los baños, lo que les agradecimos mucho. Además nos dieron todas las facilidades para echar el barco al agua el día siguiente, a pesar de que habíamos anulado los servicios de su grúa, que habríamos necesitado desde el remolque pero no desde el camión. Después de toda la semana anterior estresados en el Cantábrico por lo que ya sabéis, nos las prometíamos tan felices navegando bajo el sol del Mediterráneo y nos encontramos más lluvia que en Cantabria. Tal y como estaba pronosticado amaneció lloviendo, y echamos el barco al agua a las 8 h. Lo primero, sostenido por las cinchas, fue terminar de pintar el casco donde estuvo apoyado y comprobar la solidez de la reparación, que en cuanto estuvo pintada ni se notaba. Luego comprobar los ánodos y el pasacascos, y finalmente echarlo al agua. Ya a flote fuimos corriendo a ver que estaba estanco y no había que achicar, y en efecto comprobamos que no filtraba nada por las zonas reparadas. Luego pusimos en pie el palo y cuando estuvo sujeto nos despedimos de José Luis, que se volvía a Euskadi. Mario y yo nos quedamos amarrados al muelle de la grúa toda la mañana para los reglajes posteriores, instalar toda la jarcia y las velas y limpiarlo todo, dejando los contactos eléctricos de la luz del palo para más adelante. Como Mario ha sido regatero aproveché su interés y su experiencia para corregir la caída del palo en el sentido proa-popa, que estaba un poco desplazada hacia atrás, acortando en dos puntos el herraje del estay. Con ese simple ajuste en las primeras navegaciones comprobamos que el barco iba menos ardiente, o sea, tenía menos tendencia a irse de orzada.

      Todo el trabajo lo hicimos bajo los chaparrones. Aunque estaba de lo más desapacible y no parecía el mejor día para volver a las trincheras, teníamos ganas de empezar a navegar después de la parada forzada en Getxo, de probar la nueva regulación que habíamos hecho al palo, y de estar seguros de que el casco no hacía agua con las presiones del mar al navegar. Además Mario prefería una etapa corta para amarinarse. Por eso salimos esa misma tarde rumbo a Portbou después de llenar los depósitos de agua y los bidones de gasolina. Objetivamente era una etapa ridícula de cinco millas que nos llevó menos de dos horas, pero con las prisas no pudimos conocer Llançá suficientemente bien. Reconozco que al hacer la planificación rectilínea del viaje, en la mesa de casa, elegí Llançá solo por estar cerca de la frontera francesa y tener una grúa suficientemente grande (12 toneladas) para el Corto Maltés cuando pensaba llegar allí con el remolque. Pero después de conocerla superficialmente, y sobre todo después de lo que nos esperaba en Portbou, habríamos hecho mejor en quedarnos en Llançá un día más, como veréis enseguida. La típica diferencia entre lo que planificas y la vida real, a la que los navegantes estamos muy acostumbrados.

      En efecto, las cinco millas las hicimos con viento portante del Sureste, izando la mayor y el génova con velocidades de entre 3 y 6 nudos, y siempre bajo la lluvia. Amarramos a las 18:20 en Portbou (42º 25,58’ N; 3º 9,92’ E) un puerto bastante vacío y con las instalaciones, ¿cómo decir?, muy pobres. Las oficinas de la marina estaban en un contenedor y los aseos en otro, con un único espacio de váter y ducha para hombres y otro para mujeres. En el entorno solo había la explanada del varadero, pero ni cafeterías, tiendas, almacenes de acastillage náutico, etc. Nos fuimos a recorrer el pueblo con toda la ropa de aguas y los paraguas. La carretera que lleva al pueblo discurre por el contorno de una península muy cerca del mar, y cuando hay fuerte oleaje del Este, que entra hasta el fondo de la bahía, las olas inundan la carretera y el puerto queda inaccesible. En esas circunstancias hay que llegar al puerto monte a través salvando un desnivel desde la carretera. Aquel día la carretera no estaba inundada, pero había que ir con cuidado porque las olas más atrevidas se subían al asfalto.

      Lo primero que nos llamó la atención es que el Ayuntamiento había organizado un parking en una riera, algo incomprensible porque es por donde desagua la lluvia a veces con una fuerza torrencial. Me pareció sorprendente que una institución pública llevase a efecto esas ideas de bombero. Le preguntamos a una señora que estaba paseando al perro por la riera si a los vecinos no les parecía peligroso, y ante nuestra sorpresa nos dijo:

      ―¿Por qué, si aquí nunca llueve?

      ¡Y nos lo dijo el día del diluvio universal! Pues a pesar de su peligrosidad cobraban por aparcar allí, y encima ponían un aviso en rojo advirtiendo de que si empezase a llover el coche se retirase inmediatamente, y que el Ayuntamiento no se hacía responsable de los daños. ¿Será posible?

      También nos sorprendió que los barcos del varadero estuvieran amarrados al suelo con eslingas, para que no salieran volando cuando la tramontana arrasaba como un bulldozer. Como en la vuelta a España, lo prioritario en esta costa iba a ser que no nos sorprendiera la maldita tramontana (el viento del Noroeste) y a ello supeditaríamos todo. Con ese criterio, y viendo en el pronóstico para el día siguiente que iba a seguir lloviendo, pero que anunciaban vientos que aunque un poco fuertes (fuerza 5 con rachas de 6) iban a ser de componente Sureste, estábamos decididos a salir. Nos parecía perfecto para avanzar hacia Leucate, que nos quedaba justo al Norte, pues con ese viento por la aleta podríamos hacer las 25 millas en unas 5 horas, y a lo mejor navegando solo con el génova si con las dos velas fuera incómodo. Ya, ya. El día siguiente seguimos enclaustrados