Mientras el cielo esté vacío. Marta Cecilia Vélez Saldarriaga. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marta Cecilia Vélez Saldarriaga
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789587206760
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para no quedarse sin dinero trabajaba en oficios donde no se construían relaciones. Lo que sabía hacer era inútil en la ciudad. Allí no se siembra, no se cosecha, no se crían gallinas ni cerdos ni hay vacas para ordeñar. En las ciudades estos saberes no sirven para nada, y a las mujeres como ella, les arrancan la dignidad y generalmente las convierten en prostitutas.

      Una luz rosa se abría en el horizonte. El ambiente silencioso del amanecer comenzaba a llenarse de ruido y de personas que poblaban las calles. Noemi añoraba su casa, su vida perdida: sus animales a los que tantas veces hablaba, las gallinas que picoteaban el vidrio de la ventana para que les diera maíz.

      —Cómo echo de menos a Capitán y al Negro, los perros que desaparecieron con mis hijos. Ellos me alertaron al no regresar esa mañana, pues siempre los acompañaban hasta la entrada del pueblo y luego, correteándose y jugando, regresaban a la casa. Ese día no volvieron. Ni mis hijos ni ellos –se dijo en voz alta.

      Rígida frente a aquel amanecer magnífico, se preguntó cuándo acabaría esa errancia, cuánto tiempo podría continuar arrancada de todo, y entonces la muerte volvía a elevarse como meta: el día que encuentre a mis hijos, así sea como polvo de mi cuerpo en el polvo de la tierra, me voy a morir tranquila, pensó.

      El sol ya había salido. Noemi se limpió los ojos con las manos y regresó a la sala de espera en la que ya se encontraba Elena. Al cruzar la puerta, un olor a alientos enfermos y trasnochados la hizo retroceder; tomó nuevamente aire y se internó en aquella atmósfera fétida. Elena estaba dormida en el piso cerca de Nilton, que permanecía tendido con los ojos abiertos. Se acercó.

      —¿Cómo amaneces? –le preguntó.

      —Me duele mucho y casi no puedo moverme; ¿me podrías dar otra pastilla?

      En ese momento, Elena se despertó y se aferró a Noemi con un fuerte abrazo sin palabras.

      —Ve a tomar aire fresco –le dijo Noemi en medio de aquel abrazo. Sin embargo, Elena seguía asida a ella con fuerza–. Anda, no es bueno que te quedes aquí –y le soltó los brazos.

      Elena salió y permaneció en la puerta observando a la gente que pasaba. Entretanto, la señora de la recepción llamó al muchacho para que lo revisaran. Con gran esfuerzo, Nilton se levantó y llegó hasta el consultorio. Noemi, entonces, salió a buscar a Elena, se sentaron juntas en el muro de una casa vecina y esperaron. Una mujer ya mayor entró angustiada al hospital; al poco rato salió, se dirigió hacia ellas, y dijo:

      —¿Noemi?¿Usted fue quien trajo a mi Nilton al hospital?

      —Sí. Usted es Ana. ¿verdad? –Se estrecharon las manos y la señora se sentó junto a ellas en el muro.

      —Me dijeron que lo está revisando el médico. ¿Qué le pasó?

      —Hubo un retén militar en la carretera. Pidieron los papeles y pusieron en fila a los hombres junto al bus, él los miró a la cara al entregar los papeles, y comenzaron a atacarlo a culatazos.

      La mujer tenía la cabeza inclinada y lloraba; se veía que era de origen campesino y humilde. Mientras escuchaba lo que había acontecido, jugaba con una pequeña monedera de cuero ya gastado que movía nerviosamente entre sus manos.

      —No sabe cuánto le agradezco lo que hizo por mi hijo, en estos tiempos eso es raro; ahora no importa lo que les pase a los demás y la violencia revienta por todas partes sin que nadie haga algo. Estamos tan solos frente a la injusticia. Se ve que usted es distinta. Le dije a Nilton que no fuera a Sincelejo; desde que los paramilitares mataron a sus dos hermanos mayores, este muchacho se enfermó, no piensa sino en que se les haga justicia. Es una idea fija y eso es peligroso. La señora se secaba las lágrimas con un pañuelo curtido y casi desecho, y sus palabras roncas apenas se escuchaban.

      —No tengo dinero para pagarle lo que ha hecho por el pelao. Es el único hijo que me queda, y aunque abandonó el estudio y parece que llevara fuego en el alma, es bueno. La tristeza me ataca a menudo, no me deja trabajar en el pequeño monte que tenemos a dos kilómetros de aquí, por eso está abandonado, pues él tampoco trabaja la tierra, obsesionado con que se haga justicia para sus hermanos. Yo le digo que en este país buscando la justicia se encuentra rápido la muerte. Pero no me hace caso, nunca le dan noticias acerca de la supuesta investigación. No va más a menudo a averiguar porque ya no tenemos ni maíz ni huevos ni leche para vender en el mercado. No tenemos plata. Y sé que también lo voy a perder a él en uno de esos viajes.

      Elena, que parecía no soportar más esas historias, se había levantado y estaba frente a una casa observando unos pericos. Noemi escuchaba a doña Ana y miraba a Elena. En ese momento, la mujer de la recepción del hospital les avisó que Nilton ya había salido. Tenía una costilla quebrada y debía permanecer en quietud y tomar unas pastillas para el dolor que el médico le había recetado. Doña Ana abrió su monedera, contó las monedas y dijo:

      —Bueno me alcanza para una o dos pastillas. –Pero al darse cuenta Noemi se apresuró y le compró la fórmula.

      —Quedo muy agradecida con usted –dijo doña Ana–. Me tienen que aceptar entonces la invitación a almorzar al monte. Aún me quedan unas cuantas gallinas. ¿Ustedes viven aquí en el pueblo? –Le preguntó a Noemi.

      —No. Nos vamos a quedar unos días y voy a aprovechar para buscar trabajo –le contestó Noemi sin dar más información–; venimos de El Carmen de Bolívar –agregó.

      —¡Ah! –dijo la señora Ana; eso por allá está muy caliente y no debe haber trabajo.

      En ese momento llegó hasta donde ellas un jeep destartalado, la señora Ana saludó:

      —Don Ramón, cómo está, esta es la señora que le conté, la que trajo a Nilton al hospital y lo ha cuidado toda la noche; y ella es su hija. ¿Nos puede llevar de regreso al rancho?

      —Claro seño Ana. Vamos.

      Nilton se sentó adelante, se quejaba con cada salto del jeep y no respondía a ninguna de las preguntas que el conductor le hacía. Entonces este miraba a Noemi por el retrovisor y le indagaba:

      —¿Fue muy violento el retén? ¿Había muchos militares? De aquí pa arriba la cosa está muy complicada y han ocurrido muchas masacres.

      La señora Ana interrumpió el interrogatorio y se apresuró a decirle:

      —Cuando lleguemos le voy a entregar una gallina como pago según lo acordamos.

      La sabana se abría inmensa, Elena estaba encantada, no quitaba los ojos del paisaje y tendía los brazos para tocar los árboles, mientras Noemi respiraba el olor a campo y sus pulmones se llenaban con un aire de nostalgia, y la señora Ana acariciaba la cabeza de Nilton. Cruzaron un caserío y un poco más lejos llegaron a una casa de bahareque donde se veían algunas gallinas caminando por la huerta enmalezada, tres perros dormidos, abatidos por el calor y dos vacas en un pequeño pastizal. Habían llegado.

       CAPÍTULO 4

       EL PESO CON EL QUE CAE UN HOMBRE

      El cielo tiene la transparencia de un lago sobre el que brillan millones de estrellas; sería mejor que fuera una noche de tormenta, pensaba, cuando el firmamento se cierra, los sonidos del viento traen mil fantasmas y las propias voces interiores animan los miedos que se disuelven y desaparecen con el amanecer; podría creer entonces, que sus torturas eran una conspiración de la oscuridad amenazante y que esa pesadez de su alma se correspondía con las nubes densas. Pero no, los pensamientos y los recuerdos se agolpaban sin tregua en su mente, y soñar era inútil por la repetición de su tormento. Lloraba. Ríos de sangre corrían a sus pies, cuerpos asesinados yacían en el borde de la cama y el cuarto en el que se encontraba junto a los muertos era una cárcel. Sabía que esos barrotes habían sido elevados desde su ira, que la justicia que buscó para los suyos lo había condenado; y aquella mirada que llevaba tatuada en la retina le mostraba cuánto se había mutilado; era insoportable.

      “Crucé esa puerta y lo perdí todo –se dijo en medio del temblor y de la angustia que lo sobrecogía–. Mi vida es un amasijo