Lo último que quería era incrementar el interés de aquel hombre en ella. Lo que verdaderamente le habría gustado era hacerle olvidar que había conocido alguna vez a una mujer llamada Jane Smith, cosa que era imposible. De modo que tendría que conformarse con hacerle perder el interés en ella. Y no iba a conseguirlo como continuara desafiándolo.
–Por lo visto, asistió a una fiesta organizada por un importante político –añadió.
–Soy una persona con vida social, Jane –contestó él secamente–. Y esa es la verdadera razón de esta llamada.
¿Iba a pedirle quizá que le organizara una cena? Porque Jane no tenía la menor intención de trabajar para él.
–En esta época del año tengo una agenda de trabajo muy apretada, señor Vaughan –le contestó inmediatamente. Faltaban solo dos semanas para Navidad–. Pero puedo recomendarle otras empresas de catering que estoy segura le complacerán.
Se oyó una risa al otro lado del teléfono.
–No me has entendido bien, Jane. Lo que quiero pedirte es que cenes conmigo, no pretendía contratar tus servicios como cocinera, por mucho que me hayan impresionado tus cualidades culinarias.
Entonces fue Jane la que se quedó callada. Y no porque se hubiera enfadado, como le había pasado minutos antes a su interlocutor. No, estaba perpleja: ¡Gabriel Vaughan estaba pidiéndole una cita!
–No –contestó bruscamente.
–¿No? ¿Ni siquiera quieres un poco de tiempo para pensártelo?
–No –repitió cortante.
–Entonces no me queda más remedio que pensar que tenía razón al asumir que había otra persona en tu vida.
Jane frunció el ceño. ¿En qué momento de aquella conversación habría llegado a pensar Gabriel Vaughan que había otro hombre en su vida?
–No sé de qué me está hablando.
–Se me ocurre, Jane, que tienes un interés insano, por lo menos para Felicity, en los asuntos de Richard. ¡Y no estoy hablando en este momento de negocios! –añadió con dureza.
–Es usted repugnante, señor Vaughan. Yo tampoco he tenido nunca ningún interés por los maridos de los demás –contestó, e inmediatamente colgó.
Gabriel Vaughan acababa de insinuar que tenía una aventura con Richard Warner.
¿Cómo se atrevía?
Capítulo 3
–VOLVEMOS a encontrarnos, querida Jane Smith.
Jane se quedó paralizada. Estaba a punto de meter una bandeja de merengues recién sacados del horno en la nevera y cerró los ojos, esperando que aquella fuera una pesadilla de la que pudiera despertar en cualquier momento.
Cerrar los ojos no sirvió de nada porque podía oler la fragancia de su loción y sabía que en cuanto se volviera iba a descubrir a Gabriel Vaughan. ¿Y podría ser solo casualidad que aquella fuera la segunda cena en la que coincidían en el curso de una semana?
Abrió los ojos e irguió los hombros antes de volverse para enfrentarse a él. El corazón le dio un vuelco al ver a aquel hombre virilmente atractivo dominando la cocina en la que tan armoniosamente había estado trabajando durante las últimas cuatro horas.
Gabriel iba vestido con un traje negro y una camisa blanca. Exudaba masculinidad y seguridad en sí mismo mientras clavaba sus desafiantes ojos azules sobre ella.
Jane lo saludó con una fría inclinación de cabeza.
–Sí, ya me dijo que era una persona con vida social.
–Y tú me dijiste que ibas a tener mucho trabajo durante estas semanas –se encogió de hombros–. Así que Mahoma ha decidido venir a la montaña.
Jane entrecerró los ojos con recelo. ¿Podría aquel hombre…? No, descartó inmediatamente aquella idea. No podía creer que hubiera recurrido al extremo de hacerse invitar a una cena simplemente porque sabía que iba a prepararla ella. ¿O sí? Al fin y al cabo, la anfitriona la había llamado esa misma mañana para pedirle que añadiera dos comensales más a la cena. ¿Sería uno de ellos Gabriel Vaughan?
–Ya veo –musitó–. Espero que esté disfrutando de la cena, señor Vaughan –añadió.
–Desde luego –contestó, mirándola con admiración–. Tienes mucho genio, ¿verdad, Jane Smith? –había un deje de admiración en su voz burlona, como, si lejos de enfadarlo, le hubiera gustado que le colgara el teléfono dos días atrás.
–Hizo usted una acusación muy desagradable –replicó ella.
–A Richard tampoco le gustó –contestó él, divertido.
–¿Le repitió esa ridícula acusación a Richard? –preguntó Jane con incredulidad.
–Mmm –reconoció Gabe con pesar y una mirada ligeramente burlona–. Y dime, Jane, si no estás saliendo con nadie, ¿qué te gusta hacer en tu tiempo libre? ¿Practicas algún otro tipo de ejercicio?
Jane sacudió la cabeza, totalmente sorprendida por aquella ofensiva conversación.
–Corro, señor Vaughan, me gusta correr –contestó furiosa–. Realmente, me cuesta creer que sea tan insensible como para haber repetido delante de Richard una acusación de ese calibre en un momento como este…
–Felicity está ya fuera del hospital –Gabe no parecía ya tan relajado como al principio. De hecho, hasta podría decirse que se había puesto a la defensiva. Volvió a sus ojos un brillo desafiante.
–¿Y durante cuánto tiempo cree que podrá seguir estando fuera? ¿Cuándo pretende hacer el próximo asalto a la compañía de Richard? –preguntó disgustada.
–Yo no asalto compañías, Jane, las compro.
–Pero atacando directamente la yugular de sus pobres propietarios –lo acusó acaloradamente–. Primero busca a los débiles y después va a por ellos.
Gabe parecía no haberse dejado inmutar por su acusación. Pero había entrecerrado ligeramente los ojos y la dureza de su boca parecía haber aumentado. Quizá no fuera tan despiadado como ella pensaba…
No, se contestó a sí misma inmediatamente. Tres años atrás había sido absolutamente cruel, no había mostrado ni una sola gota de compasión. Había sido su conducta la que había convertido la vida de Jane en un infierno. Ese era el motivo por el que la situación de Felicity y Richard la afectaba tanto.
–Cuando una empresa está en crisis, ella misma lo anuncia –se burló–, pero yo solo compro aquellas que me interesan. Jane, no me gustaría alarmarte, pero me parece que está saliendo humo de…
¡La segunda bandeja de merengues!
Estaban completamente quemados, descubrió en cuanto abrió la puerta del horno. La cocina estaba llena de humo.
–¡No seas tonta! –la regañó Gabe duramente, apartándola a un lado cuando vio que Jane iba a sacar la bandeja del horno–. Abre la puerta de la cocina. Yo sacaré la bandeja al patio –le quitó el guante de cocina–. ¡La puerta, Jane! –repitió al ver que ella no se movía.
Maldito fuera, pensó Jane cuando por fin fue a abrir la puerta. No podía recordar siquiera la última vez que se le había quemado una cena. Y menos cuando estaba trabajando.
–Apártate, Jane –le pidió Gabe antes de salir con la bandeja de pasteles carbonizados al jardín.
Jane observó en silencio cómo caían los merengues ardiendo sobre la nieve. Sí, la nieve. En algún momento, en medio de lo que prometía convertirse en una noche terrible, la segunda en una semana, había comenzado