No le costaba nada admitir que era una vida extraña la que había elegido. Su hablar refinado y su exquisita educación, a los que había incluido, gracias a Dios, un curso de cocina cordon bleu, la distanciaban de mucha gente. Y, aunque fuera la propietaria de su negocio, el hecho de ser empleada por personas de la categoría de Felicity significaba que tampoco podría pertenecer nunca a aquellos círculos sociales.
Una vida extraña, sí, pero la única que le había proporcionado alguna satisfacción, a pesar de que a veces la hiciera sentirse terriblemente sola.
–En realidad es un auténtico tesoro –oyó decir a Felicity en el pasillo–. No sé por qué no abre su propio restaurante. Estoy segura de que sería un éxito –su voz fue oyéndose cada vez más cerca y finalmente Felicity entró en la cocina–. Jane, uno de nuestros invitados está deseando conocerte –anunció feliz–. Creo que se ha enamorado perdidamente de tu forma de cocinar.
No hubo ninguna advertencia previa. Ningún signo. Ni campanas de alarma. Nada que la advirtiera a Jane de que su vida estaba a punto de volverse del revés por segunda vez en tres años.
Tomó un paño de cocina para secarse las manos y fijó una sonrisa en los labios antes de volverse. Sonrisa que se heló en su boca al ver al hombre que Felicity había llevado a la cocina.
¡No!
¡No podía ser él!
¡No podía ser!
Ella era una mujer independiente. Libre.
No podía ser él. No podría soportarlo después de lo mucho que le había costado conquistar su libertad.
–Este es Gabriel Vaughan, Jane –lo presentó Felicity inocentemente–. Gabe, aquí tienes a nuestra maravillosa cocinera de esta noche: Jane Smith.
¿Así que el Gabe del que Felicity había estado hablando durante toda la tarde era Gabriel Vaughan?
Por supuesto que sí. El mismísimo Gabriel Vaughan estaba cruzando en ese momento la cocina para acercarse a una completamente paralizada Jane. Estaba más viejo, por supuesto. Sin embargo, las duras facciones de su rostro continuaban pareciendo haber sido esculpidas sobre granito, a pesar de la sonrisa que en ese momento le estaba dedicando.
–Jane Smith –la saludó Gabe en un tono de voz que encajaba perfectamente con la rigidez de su rostro.
Debía de tener ya treinta y un años. Tenía el pelo ligeramente largo y los ojos de mirada intensa y un color azul casi idéntico al del mar de las Bahamas.
–¿O puedo llamarte Jane? –añadió con encanto. El acento americano parecía suavizar la dureza de su voz.
El traje negro y la camisa blanca que Gabriel Vaughan llevaba no conseguían ocultar en absoluto la perfección del cuerpo que cubrían. Era más alto que cualquiera de los hombres que Jane conocía, tanto que Jane tenía que inclinar la cabeza para poder ver su rostro. Un rostro que parecía haberse vuelto más sombrío con los años, a pesar de la encantadora sonrisa que Gabe le estaba dirigiendo en ese momento.
Oh, Paul, se lamentó Jane para sí. ¿Cómo podría haber pensado nunca que podía enfrentarse a aquel hombre y ganar?
–Sí, puede llamarme Jane –contestó en el tono suave y tranquilo que había aprendido a utilizar durante los últimos tres años. Aunque la sorprendía ser capaz de hacerlo en aquellas circunstancias.
Estaba hablando con Gabriel Vaughan, el hombre que había irrumpido en su vida como si fuera un tornado y que, estaba completamente segura, jamás se había parado a pensar en los destrozos que había dejado tras él.
–Me alegro de que haya disfrutado de la cena, señor Vaughan –añadió, deseando que saliera cuanto antes con su anfitriona de la cocina. A pesar de la calma que aparentaba, las piernas le temblaban y dudaba de que fueran capaces de sostenerla durante mucho tiempo.
–Tu marido es un hombre con suerte –añadió Gabe suavemente.
Jane resistió a duras penas el impulso de desviar la mirada hacia su mano izquierda para mostrarle que no había en ella ninguna alianza.
–No estoy casada, señor Vaughan –contestó.
Gabe la miró fijamente durante unos segundos que a Jane se le hicieron interminables. Era consciente de todo lo que Gabe podía ver: el pelo insulsamente castaño que se había recogido con una cinta de terciopelo negro. El rostro pálido y sin maquillar, dominado por sus enormes ojos oscuros y una figura bastante más delgada que la última vez que se habían visto, aunque la blusa de color crema y la falda negra que se ponía para trabajar no hicieran nada por realzarla.
–¿Puedo decir entonces –murmuró Gabriel con voz ronca– que es algo por lo que muchos deberíamos felicitarnos?
–Querido Gabe –bromeó Felicity–, voy a empezar a pensar que estás coqueteando con Jane.
Gabe le dirigió a su anfitriona una mirada burlona.
–Mi querida Felicity, ¡claro que lo estoy haciendo! –se volvió de nuevo hacia Jane con expresión desafiante.
¿Coqueteando? ¿Con ella? Imposible. Si solo supiera…
Pero no lo sabía. No la había reconocido. En caso contrario, no estaría mirándola con la admiración con la que lo estaba haciendo. ¿Tanto habría cambiado? Seguramente. Su rostro había madurado, sí. Pero el cambio principal había sido el de su pelo. Un cambio deliberado. Tiempo atrás, tenía una melena de rizos dorados como el maíz que le llegaba hasta la cintura. Un peinado completamente distinto a la melena corta y castaña que enmarcaba en aquel momento su rostro. Ella misma se había sorprendido de la transformación que se había operado en su aspecto con un simple cambio de pelo. Sus ojos, a los que siempre había considerado de un vulgar color castaño, habían adquirido una nueva profundidad y la pálida piel, que tan corriente parecía en una rubia, hasta parecía haber adquirido una nueva y más cremosa textura.
Sí, había cambiado deliberadamente, pero hasta ese momento no había sido consciente del éxito de su cambio de imagen.
–Señor Vaughan –dijo por fin, con voz lenta pero firme–, creo que está perdiendo el tiempo.
Gabe continuó sonriendo, aparentemente sin inmutarse, pero en sus ojos se adivinaba un nuevo interés.
–Mi querida Jane, puedes estar segura de que yo nunca pierdo el tiempo.
Un escalofrío recorrió la espalda de Jane, que aun así consiguió continuar manteniendo su aparente calma.
–Gabe –intervino Felicity riendo–, no puedo dejar que molestes a Jane. Volvamos al salón a tomar una copa y dejemos a la pobre Jane en paz –le dirigió a Jane una sonrisa de disculpa–. Estoy segura de que ya tiene ganas de volver a su casa. Vamos, Gabe, o Richard pensará que nos hemos fugado juntos.
Gabe no se unió a las risas de su anfitriona.
–Richard no tiene que preocuparse por eso, Felicity. Eres una mujer hermosa –añadió, quitando crudeza a su anterior comentario–, pero nunca me he encaprichado por las mujeres de los demás.
Jane contuvo la respiración. Porque ella sabía la razón por la que Gabriel Vaughan jamás se había encaprichado de «las mujeres de los demás». Oh, sí, lo sabía perfectamente.
–Estoy segura de que Richard estará encantado de oírlo –contestó Jane con una tranquilidad que hasta a ella misma la admiraba–. Pero Felicity tiene razón: tengo muchas cosas que hacer y su café debe de estar enfriándose.
Y necesitaba que Gabe abandonara inmediatamente la cocina porque corría el serio peligro de derrumbarse ante sus ojos.
Ella creía haber conseguido olvidar el pasado, pero en ese momento estaba reviviendo nítidamente lo