Después de describir la imagen a modo de acotación, si es una sola persona, escribe un soliloquio breve. Si son más personas, un breve diálogo.
Entre las imágenes irradiantes que han compartido mis alumnos y que se quedaron en mi memoria están:
Una embarazada alimentando un cocodrilo.
Un indigente con los pies quemados.
Un cocodrilo entrando a un centro cultural.
Un edificio casi derrumbado con personas adentro de un departamento.
Un niño en la puerta de un cine porno.
La historia de la mestiza con lentes Ray Ban me pegó también a mí. Me pegó profunda y certeramente por la experiencia con mi madre. Me tocó vivir esa violencia desde muy pequeña, ser despertada por los gritos, correr a esconderme al patio y ver cómo las cosas volaban en medio de golpes, carreras y gritos. Entendí que la imagen irradiante nos llama por algo más que la sola contradicción del paisaje, la imagen irradiante nos habla inconscientemente, nos toca en aquello que Ximena Escalante nos enseñó que era la huella de dolor del personaje.
“La huella de dolor es el principio, la célula uno para la creación del personaje, y el sustento más sólido para proyectar la escritura dramática. Parte de la idea de que todo vínculo, cualquiera que sea, se fundamenta en el dolor”.
Ximena Escalante. Dramaturga
Siguiendo esta teoría, establecemos vínculos a través del dolor. Todos estamos atravesados por una huella de dolor. Yo creo que la huella de dolor se traduce en algo más cuando crecemos. En mi caso, la violencia se tradujo en ira.
Mucho se ha dicho: Si quieres ser universal habla de tu aldea. Pero yo he descubierto que mi aldea no es solo el lugar en el que nací, mi aldea también soy yo, con mis recuerdos, mis desmemorias, mi odio, mi amor, mi infancia, mis pesadillas y mis sueños. Esa es mi aldea, esa es la aldea de cada uno de nosotros.
Ejercicio iii | Traducciones
¿Cuál es tu huella de dolor?
¿Qué recuerdos tienes sobre ella?
¿En qué sentimiento se tradujo?
Escribe una escena donde el personaje desvela poco a poco su huella de dolor.
Ojos de Santa Lucía
“21 de diciembre de 1996. Después de casi doce meses de la terrible noticia de la presencia del cáncer en los pulmones de mi padre, parecía que la batalla estaba perdida. Pero si hace diez años dejó de fumar. ¿Quiere decir, entonces, que dejar de fumar no sirve para una chingada? Además mi padre es muy joven, solo 66 años, y todavía no me ve triunfar. En eso pensaba mientras lo veía, acostado, tranquilo en su cama, moviendo los ojos, como buscando qué más decir. Mi madre iba y venía, y mis tres hermanos deambulaban, junto conmigo, sin querer encontrarnos de frente. Yo salía a fumar a la calle, escondido de todos. ¿Qué clase de pelmazo sale a fumar cuando su adorado padre está muriendo por causa del cigarro? Y sí que fue adorado: un hombre íntegro, culto, amoroso, que había dado su vida por nosotros, y que confundido por la terrible enfermedad, me había pedido perdón por lo que no hizo por mí. Eso que no había hecho por mí es un gran misterio, que hasta la fecha no he podido dilucidar.
“Mi madre, una mujer muy fuerte, guerrera, que había perdido a su padre el 10 de noviembre de ese mismísimo año, cuando la batalla contra el cáncer de mi padre se encontraba en el punto más álgido, estaba pendiente de todos los detalles. Algo presintió esa noche, pero no lo dijo. Como siempre, nos seguía protegiendo. Mi única hermana mujer, con sus ojos pequeñitos, similares a los ojitos de Santa Lucía —esas estrellas formadas por el triángulo de Betelgeuse de Orión, Sirius del Canis Major y Procyon del Canis Minor, y que mi padre le había regalado desde que ella tuvo uso de razón— veía la escena con una aparente entereza que no lograba contagiar a los tres hermanos varones.
“Y de pronto… el final… se nos iba nuestro héroe… por fin iba a descansar… aunque nos dejara ese desierto terrible en el alma. Cerró los ojos y se quedó muy quieto. Se veía muy apacible. Mi madre, dando una lección de vida, tranquilamente tomó un espejo para verificar que el Viejo (así le dicen hasta la fecha sus nietos) ya no respiraba. Luego tomó un trapo y le amarró la quijada. Esa fue la confirmación de que la última batalla, aparentemente más que perdida, en realidad estaba ganada.
“Mi hermana, la dueña de los ojitos de Santa Lucía, se acercó a él y se recostó a su lado para platicar. Para tranquilizarlo y decirle que esos ojitos estarían siempre con ella, para agradecerle el regalo, para decirle que seguramente allí, a un lado de esa triada de estrellas, estaría el rostro del Viejo, viéndola, cuidándola, velando por los suyos, como hizo toda su vida.
“De eso hace más de 23 años, y la escena me ha perseguido desde entonces. Siempre que la recuerdo, siempre que veo en mi mente esa imagen de esos dos seres conectados por una gran metáfora me invade, por supuesto, una gran tristeza y al mismo tiempo la alegría de que mi padre, ese ganadero sonorense, ese hombre íntegro, ese señor culto, sin saberlo, haya sido mi primer maestro de poesía.
Me gustaría que el cielo existiera solo para volver a verlo algún día y decirle que los ojos de Santa Lucía han estado muy bien custodiados, que mi hermana los ha cuidado divinamente, y que el que se atreva a tocarlos se va a meter en un broncón. Le quisiera decir que he hecho mi mejor esfuerzo por cuidar sus ojos, esos que dejó en este mundo, y pedirle perdón —yo sí con razón— por no poder hacerlo mejor”.
Daniel Serrano. Dramaturgo, actor y director. Tijuana, B.C., 15-07-2019
3. LAS ENTREVISTAS
Hay personas que tienen dudas sobre mis entrevistas, sobre lo que pregunto y si siempre grabo o apunto, incluso me comparten sus preguntas para que les diga si están bien o mal. Personalmente creo que hay que tener mucho cuidado, el material que nos confían es muy delicado, es la vida de alguien que se verá expuesta, es la Caja de Pandora que se abre ante el teatro y yo a eso le tengo mucho respeto. Cuando la obra que voy a escribir es sobre la vida de otra persona, cuido mucho el espacio de conversación entre nosotros.
En mis entrevistas:
1. No hago preguntas, tengo conversaciones.
2. Siempre voy sola. Cuando algún amigo o teatrista pide acompañarme a la entrevista no me ha funcionado: interrumpen la plática, les suena el teléfono, si es en un restaurante piden hielos o comida y cortan el hilo de la conversación. Es importante que si alguien me comparte su vida, lo menos que puedo hacer es brindarle toda mi atención durante el lapso de nuestra charla; por principio de cuentas, yo no voy a comer sino a dedicar mi tiempo a una persona.
3. Nunca entro de lleno al tema que nos convoca, escucho, acompaño y cuando surge el tema, si es prudente y no interfiere con el hilo de la conversación, hago un comentario que pueda ampliar la plática.
4. Casi siempre grabo notas de voz desde mi teléfono, he notado que la cámara o el micrófono predisponen.
5. Si entrevisto gente en la calle que está vendiendo algo, casi siempre compro lo que venden (fruta, comida, hierbas, bordados, zapatos), algunas veces incluyo esos materiales en la escena.
6. No hago cuestionarios. Me parece de mal gusto llegar con una libreta, como si la persona que está frente a mí tuviera que llenar requisitos o responder un formulario.
7. No invado a las personas. Si el tema es sensible y aún mueve cosas en quien me comparte su vida y su tiempo, procuro dar espacio para que la otra persona se abra en el plazo adecuado.
8. Nunca juzgo lo que me comentan. En ese intercambio la persona