¡Cuánta vida pasa por el teatro, cuánta nostalgia nos dejan aquellos que hicieron camino para nosotros! “Cholo” murió años después. Su lugar sigue intacto en el corazón de muchos yucatecos. Nadie como él; es de los artistas más grandes que he visto en mi vida. Su teatro regional murió con él. Yo hago teatro regional, un teatro distinto al suyo, pero igual permeado por las tradiciones y costumbres de Yucatán.
Recuerdo que me llamaron por teléfono a finales de mayo de 2018: el H. Ayuntamiento de Mérida me había otorgado la medalla Héctor Herrera “Cholo”. Yo me hallaba en la Ciudad de México, pero no dudé en viajar para recibirla. En ese momento estaba distanciada de mi mamá por una discusión familiar. Quería invitarla, que estuviera conmigo en tan importante momento, pero siempre que la invito al teatro, o a eventos que son importantes para mí, ella rechaza esos ofrecimientos.
Llegué a Mérida, la situación familiar seguía muy tensa. No me atrevía a plantear el asunto. Mi hermana estaba ahí, mediando las circunstancias. Mamá dijo que sí, no podía creerlo. ¡Al fin íbamos a compartir un momento juntas! Nos arreglamos desde muy temprano. La ceremonia fue sencilla y hermosa, llena de amigos y sonrisas. Brindé la medalla a mi mamá. Recuerdo que se puso de pie conteniendo las lágrimas, levantó las manos y saludó al público, se me quebró la voz, pero pude continuar con el discurso de agradecimiento:
Dedico esta medalla a mi madre, una mujer que tuvo la visión que transformó mi vida. Mamá, esta medalla también es para usted, no es de oro, pero es de amor. Esta medalla es por los tiempos bonitos, que han sido pocos, pero poderosos, esos en los que cuando niña me llevaba de la mano a mis clases de jarana, de ballet, de inglés —por si algún día viajaba— a mis clases de teatro, porque una infancia en medio de la pobreza extrema, como lo fue la mía, se vio iluminada por la luz del teatro. Gracias al amoroso equipo que me acompaña, mi familia teatral: Addy, Oswaldo, Lulú, Estrella, Salomé, Susi, Fernanda, Ilse y Esaú, gracias por no dejarme sola, porque gracias a ustedes aprendí que es mejor caminar despacio porque se puede caminar con compañía. Yo me regreso a la Ciudad de México, me espera una gira por Brasil y Estados Unidos, les prometo que ahí, en esos otros países del mundo, compartiré con enorme orgullo la sabiduría de mi pueblo y la belleza de nuestro teatro regional, eso sí, la medalla se queda en mi casa, porque donde está tu corazón está tu casa y aunque yo me vaya al fin del mundo, mi corazón siempre estará en Yucatán.
Allá en Mérida, en Paseo de Montejo, hay una estatua de “Cholo”, ahí estuvimos tomándonos fotos con el inmortal, con su alegría y su memoria. Si algún día van a Mérida, no dejen de visitarlo.
Mi verdadera historia teatral
Mi paso por el teatro pudo haber sido únicamente como actriz. Pero mi físico y mi sobrepeso (porque en eso, las clases de ballet no ayudaron mucho) limitaban los personajes que me invitaban a desempeñar. Para esos tiempos empezaba a dar clases de teatro a niñas y niños. Al final del semestre debíamos representar una obra, y las que teníamos a mano a los niños les parecían muy infantiles. Me pedían que les escribiera algo especial, algo como lo que hacíamos en las clases, algo que no fuera bobo y que pudieran actuar más que una abeja, un árbol o una mariposa. Quería darles lo que me pedían, pero no sabía cómo.
La verdad es que siempre sentí la necesidad de escribir, tenía un cuaderno con algunos “poemas” o frases sueltas, no había historias en él. Deseaba escribir teatro, pero mi deseo resultaba complicado, en Mérida era difícil encontrar espacios de formación para un dramaturgo. Empecé a armar obras con el material que tenía a mano. Las obras funcionaban y los niños estaban contentos de actuar una historia pensada para ellos.
Años después vi publicada la convocatoria de un diplomado de dramaturgia. Ese diplomado cambió mi historia y la de muchos de mis compañeros, a quienes hoy veo encabezando las carteleras teatrales de la Ciudad de México. Ahí obtuve las herramientas necesarias para empezar a construir mis rompecabezas, pero algo me hacía falta, lo que escribía era solo un tímido esbozo de lo que registraba mi interior. No entendía cómo o de qué se trataba lo que quería trasmitir. Creo que no tenía nada que decir. Un día, al pasar por una calle, una imagen me detuvo, ahí comenzó mi verdadera historia teatral.
2. La imagen “irradiante”
La mejor manera de empezar una historia es con otra.
Jorge Volpi
Dicen que el paisaje cotidiano se transforma de vez en cuando, que de pronto una imagen no armoniza con el paisaje, y nos hace voltear, una imagen que no coincide con la calle, el lugar o las personas. Dicen que en nuestra rutina diaria vemos lo mismo todos los días. Pero hay un día especial, en el que ese andar diario se ve transformado por una imagen que destaca del paisaje cotidiano. Una imagen que no se ajusta al entorno; una imagen grotesca, exagerada, bella, brutal, desgarradora, una que no vemos en nuestro paso diario. La gente voltea, mira un poco y sigue de largo; hay prisa por llegar al trabajo, llevar a los niños a la escuela o tomar el autobús. Dicen que quienes tenemos el compromiso de detenernos ante la escena que se bota del paisaje, somos los artistas, porque nosotros construimos el vínculo entre esa imagen y los espectadores, porque nosotros sabemos que esa “imagen” fuera de lugar, puede ser un gran detonante en el sitio en que nos miramos todos: el arte. Porque la imagen que se bota del paisaje generalmente habla de nuestro tiempo.
Siempre digo que en nuestro país tendríamos que detenernos en cada esquina, solo en la Ciudad de México tenemos infinidad de imágenes saltando del cotidiano: niños malabareando fuego en las esquinas, indígenas desnudas bailando en el Ángel de la Independencia, niños drogándose a la salida del metro, mujeres cargando un mundo de bordados sobre su espalda. Una imagen puede ser el gran detonante de una historia. En algún curso de dramaturgia, el maestro me dijo que esa imagen de la que hablo se llama: imagen irradiante.
Irradiar 1. tr. Dicho de un cuerpo: despedir rayos de luz, calor u otra energía. 2. tr. Someter algo a una radiación. 3. tr. Transmitir, propagar, difundir.
La imagen irradiante que transformó mi vida teatral y me enseñó una forma de escribir teatro, es la de una mujer mestiza (como llamamos a las mujeres indígenas en Yucatán), sentada vendiendo fruta. Ella vestía un huipil, su piel estaba quemada por el sol, sus dientes tenían casquillos de oro y se cubría los ojos con unos lentes tipo Ray Ban. La imagen era muy poderosa, su postura corporal también. Dicen que los dramaturgos somos morbosos y vouyeristas, confieso que lo soy. Pero no sé si por morbo o por algo más (algo que intentaré contar en este libro)… me detuve.
Compré la fruta que vendía, me senté a comerla a su lado, y con toda la prudencia que me fue posible le pregunté por qué usaba los lentes. Me contestó que tenía un golpe, su marido la había maltratado la noche anterior, pensaba que si se ponía a vender con el ojo morado nadie le compraría, su hijo adolescente le había prestado los lentes. Continuó su relato de violencia intrafamiliar en el que no faltaban los golpes del hijo y la repetición de esa violencia en su hija, a manos del marido de esta. Escuché su historia, la escuché como me enseñó mi abuela. Y causó un efecto significativo en mí, quizá porque mi madre también fue una mujer golpeada por mi padre y muchas veces me tocó ser testigo de ello.
Ejercicio ii | La imagen irradiante
¿Tú has encontrado imágenes irradiantes en la calle? Piensa en algunas; ahora elige una. Ya sé que es difícil, pero en el teatro siempre estamos tomando decisiones y desechando materiales.
¿Ya tienes la imagen?
Escríbela, como si fuera una acotación.
¿Por qué te impresiona esa imagen?
Cuando