No fue por eso que nos fuimos de la California Sur y volvimos a la Argentina. Vinimos porque mi mamá estaba muy mal de los nervios y había quedado embarazada otra vez; mi papá, entonces, decidió traernos de vuelta para siempre.
Volvimos otra vez en barco, vía Chile, por eso pasamos por Panamá, y en Valparaíso a mi madre la internaron porque perdió el embarazo y nos quedamos sin plata. Todo lo que pasó en ese momento tampoco lo voy a contar ahora, para no extenderme tanto. Pero al final mi madre salió de la clínica y mi padre nos embarcó en un avión para Buenos Aires.
El avión ya no era de hélice, era a chorro, un Caravelle de Panam que llegó a Ezeiza una tarde plomiza de primavera. “Vos no vayas a decir nada”, me encareció mi vieja, teníamos pasaportes venezolanos porque era más barato, pero se suponía que acá teníamos que entrar con los argentinos. “¿Así que tienen pasaportes venezolanos?”, preguntó, como por decir algo el hombre de Migraciones, y yo no aguanté: “Sí, pero somos argentinos”, contesté orgulloso, sin que me preguntaran. Estaba feliz de volver a mi país después de tres años que para nosotros habían sido un siglo, porque en la infancia los tiempos son mucho más largos; este era mi lugar y no estaba dispuesto a que me consideraran extranjero. Empezaron a pedirle explicaciones a mi mamá ella me quería matar, pero al final nos dejaron pasar. No nos esperaba nadie, Buenos Aires era una ciudad melancólica de viejos barrios de adoquines por donde pasamos rumbo a la estación de trenes. Ya era de noche cuando llegamos a La Plata y tomamos un taxi, uno de esos viejos Mercedes Benz gasoleros de la década del 50. Cuando pasó frente a la catedral me emocioné, empezaba a reconocer las cosas que evocaban mis primeros años. El taxi nos dejó en la esquina, la 28 era de tierra y estaba muy fea para entrar; yo no conocía la casa a la que se habían mudado mis abuelos. No nos estaban esperando y se pusieron a llorar cuando nos vieron, ellos nos habían criado. Los encontramos en una cocina en la semipenumbra; Pedro Tocho hacía tiempo se había retirado del juego, no tenía jubilación y los inquilinos de 49 pagaban poco o no pagaban. La casa estaba envuelta en la oscuridad de la pobreza.
Allí empezó todo, al menos, allí empezó esa parte de mi historia que, creo, es bastante común a tantos otros de mi generación. A tantos que habrán vivido más o menos las mismas cosas que viví yo, habrán hecho más o menos el mismo proceso, habrán tenido también su historia, sus motivaciones personales, y habrán terminado, también como yo, sumándose a la hermosa y febril aventura de intentar hacer la revolución.
Por eso es que empiezo por ahí, por ese barrio que está entre la plaza Castelli y el Cementerio de La Plata, ese barrio que está entre la diagonal 74 y la avenida 66, ese barrio donde estaba la casa de la calle 28. Ese barrio que debe haberse parecido a tantos otros barrios, pero que no fue igual a ninguno. Porque fue mi barrio.
El barrio
El honor y la vergüenza
Mi barrio era una “futbolcracia”. Uno podía ser gordo, flaco, rengo, miope, rubio, negro, lindo, sucio, feo, tonto, parco, tano, cordobés o polaco; cualquier característica personal era válida para ser, en algún momento, motivo de burla. Pero nada había que lo hiciera sentir más infeliz y más excluido que no saber jugar bien al fútbol; al “fulbo”, como le decíamos en el barrio. La escala social se establecía a partir de la habilidad para manejar la pelota. La canchita, el potrero, era el foro donde los notables exponían sus destrezas, los discretos acompañaban y los ineptos observaban resignados; limitándose, en el mejor de los casos, a divertirse a costa de los errores de los protagonistas. Eso, cuando jugábamos entre nosotros, entre los del mismo barrio; aunque el barrio en realidad era la canchita, porque no había otra delimitación geográfica para definirlo. Aunque la mayoría estábamos a no más de una o dos cuadras de la canchita, se podía vivir mucho más lejos también y ser “del barrio”. En cambio, otros podían vivir al lado de uno, pero no eran “del barrio”. Porque la pertenencia se definía a partir del lugar de encuentro, de la canchita. En diagonal a mi casa, por ejemplo, a unos cincuenta metros había una canchita, en un baldío sobre la calle 68, del otro lado de la diagonal. Pero nosotros íbamos a jugar siempre a la que estaba a la vuelta, casi a doscientos metros, en la esquina de 29 y 68. Y entonces éramos del barrio de “la canchita de 29”, que mantenía una disputa encarnizada con los de “la canchita de Mandarino”, a una cuadra y media de la nuestra, sobre la calle 30, y con los de “la canchita de la 67”, a una distancia similar para el otro lado. Con ellos jugábamos los “barrio contra barrio”, que eran una cosa totalmente distinta a los piconcitos que jugábamos entre nosotros.
En los “barrio contra barrio” la canchita dejaba de ser un foro y se transformaba en un campo de batalla, donde no había otra alternativa más que la victoria. Los jugadores se transformaban entonces en guerreros que tenían sobre sus espaldas el peso de defender el honor del barrio y, como en las sociedades antiguas, los méritos en el campo de batalla determinaban las jerarquías individuales. Los partidos eran de siete contra siete, de otro contra ocho o, a lo sumo, de nueve contra nueve, porque ninguna de las canchitas admitían a once jugadores de cada bando. La selección era rigurosa y cada barrio sólo elegía a los más aptos, en un proceso de selección natural despiadado. Los que sobraban tenían que quedarse masticando la rabia de la exclusión bajo la sombra de algún árbol, esperando que alguna circunstancia fortuita les diese la oportunidad de entrar. Esas circunstancias podían ser el muy bajo rendimiento de alguno de los titulares o el llamado de una madre que tenía la comida lista en la mesa o de un padre para encargar un mandado. Y como ese llamado no respetaba escalas “sociales”, sucedía que a veces un equipo terminaba perdiendo porque justo uno de sus mejores jugadores, cabizbajo y protestando, había tenido que acudir al llamado materno. A mi hermano Guillermo y a mi nunca nos llamaban para hacer mandados, pero a veces aparecía la vieja en la esquina, con la correa enrollada en la mano, para darnos un escarmiento, cuando era de noche y no habíamos vuelto a casa. Esos partidos se definían por cantidad de goles, generalmente ganaba el que primero llegaba a seis. Los tiempos, en consecuencia, eran impredecibles. A veces se hacían larguísimos y duraban horas, hasta que las sombras cubrían totalmente la cancha; entonces el partido se resolvía por “el gol gana”, que ahora le llaman “muerte súbita” o “gol de oro”. En esos casos la revancha se jugaba a la tarde o al otro día, si no, la revancha se hacía inmediatamente a continuación del primer partido. Pero el juego nunca duraba menos de dos o tres horas, en las que todos aquellos que no jugaban se transformaban en hinchas desaforados, incluidos algunos adultos que ocasionalmente se acercaban. Las exigencias para los jugadores del propio bando eran implacables, el cambio de quien no estaba teniendo una buena tarde, o una buena mañana, era exigido inmediatamente por la minúscula y furibunda hinchada, y especialmente por parte de los potenciales sustitutos. Pero si no había tolerancia para la ineptitud, la “cobardía”, como en la guerra, era directamente imperdonable. No poner garra era considerado un delito de lesa barrialidad y los insultos llegaban impiadosos: “maricón”, “María conchita”, “cagón” y “pajero” eran sólo algunos de los epítetos más usados de un repertorio que se renovaba constantemente en la febril imaginación del potrero. Acusados poco menos que de traición, los “cagones” debían cargar sobre sus espaldas con ese estigma durante años, quizás para toda la vida; como los desertores de una guerra. La posibilidad de rehabilitarse a veces llegaba al otro día, o esa misma tarde, en un nuevo “combate”; aunque los sospechados, como siempre, tenían que hacer un esfuerzo mayor para limpiar su condena.
Pero así como eran denostadas la ineptitud y la “cobardía“, eran sacralizados la habilidad y el “coraje”. Como en las sociedades guerreras,