Ante posibles distorsiones de ese “algo” por el que fue, una historia se precipita en estas páginas. Vertiginosas, sin dar lugar a pausas, aunque Salvador-Pastor-Jorge lleve —cuenta— treinta años escribiéndola “de a poco, en la nostalgia” antes de plasmarla en papel.
Una historia, digo, porque no escribe “la” historia, sino la propia, su recorrido vital con retazos de infancia y rompecabezas familiares, azarosos afincamientos de país en país, los años plenos de construcción de opciones, de compromiso, y los tiempos del acoso y las sombras. Una historia particular y propia, a la vez con tantos puntos de contacto que muchos militantes de los ‘60 y ‘70 podríamos reconocernos y polemizar con ella.
Pero sobre todo, es una historia de apariciones.
El poder de la desaparición como metodología represiva privilegiada del proceso genocida, desarrollado por las fuerzas armadas y los grandes grupos económicos durante los años de dictadura, no se agota en el hueco perpetuo y sin fin de los 30 000, nuestros 30 000 compañeros. De alguna manera, el “por algo será”, el terror y el silencio, sólo quebrados por heroicas y dispersas resistencias entonces, más la teoría de los dos demonios, la postmodernidad, el menemismo y sus continuadores instalados luego, vidas y luchas quedaría fijado en el momento en que empezaron a desaparecer.
Los desaparecidos tomaron cuerpo cuando se hicieron siluetas en la exigencia de su aparición con vida. La política, herramienta para volcar la correlación de fuerzas a favor de las necesidades populares, de las utopías, volvió a la boca de muchos al generalizarse como vía de apropiación individual de los bienes colectivos. La potencialidad combativa de la organización gremial quedó oculta por la mutación en patronales de numerosos dirigentes sindicales. De las agrupaciones estudiantiles, barriales, revolucionarias se pretendió que solo quedara en gruesos trazos la “inviabilidad” real de sus buenas intenciones (en el mejor de los casos); o su condena como provocadora de los grandes males en la impúdica doctrina de los dos demonios. El nombre “montoneros” sonó en voz alta cuando varios de ellos cambiaron la ropa ‘Grafa’ por los trajes ‘Versace’ para sumarse a la fiesta menemista y aplaudir el indulto. Cuando dejó de ser una fuerza popular de esperanza y resistencia, el peronismo entró a las agendas de Alsogaray y Cavallo y a los programas de Neustadt y Grondona.
Como el negro de una fotografía, la voluntad de cambiar un orden injusto y explotador sólo debía servir para poner en foco su imposibilidad. Habilitar ante tantos ojos la silueta de “ lo posible” como lo único deseable. El compromiso de quienes se habían prometido vivir y morir en pos de un proyecto revolucionario se procuró que fuera apenas el contorno que lograse destacar a los cooptados por el sistema como aparente destino fatal de quienes sobrevivieron de aquella experiencia.
Con los desaparecidos se quiso desaparecer, entonces, el tiempo, la vida, la práctica social, las construcciones y las propuestas de que eran portadores. Sus contextos y sus textos.
Y esto es lo que el relato de “Salvador” contribuye a aparecer: una múltiple trama de compañeros y compañeras de distintas identidades políticas y ubicaciones de clase, con caminos más o menos largos, con sus certezas e inconsistencias, sus desarrollos críticos y sus valoraciones políticas superficiales. Compañeros capaces de “aclarar el mundo con la seguridad demoledora de una palabra” o de ideologizarlo todo al extremo de bordear la necedad.
A Jorge no se lo contaron, tampoco a “Salvador”. Lo vivió y se devuelve en un día a día sin parentesco con aquellos relatos épicos que leíamos entonces. Impiadoso consigo mismo, no describe el templarse de algún acero heroico sino el proceso de su constitución como militante político revolucionario. Es la historia de las dudas, discusiones y reflexiones que lo condujeron junto a otros pibes a organizarse para asumir un compromiso elegido con la carne y la razón. Las contradicciones para asumir la violencia como “partera de la historia”. Para Salvador la primera a dilucidar, para otros la raya que decidieron no cruzar, sitúan el tema, —simplificado, bastardeado, descontextualizado por unos, idealizado por otros— en un terreno de debate donde ideología, política, ética se cruzan para problematizar estrategias revolucionarias. El miedo, la mitificación de “los clandestinos” hasta la desilusión al comprobar que los jefes no eran infalibles, y menos aún los hombres nuevos que él mismo no llegaba a ser; el trayecto que fue separando a la organización de su genuina base popular, las reformulaciones de la estructura, la proletarización, las medidas de seguridad que trababan la acción política; la potencia que imprimía el tener compañeros con quienes compartía todo; el amor de la pareja como forma de alcanzar la gloria… El día a día de los militantes concretos que formaron parte de una propuesta revolucionaria. Ellos son quienes aparecen acá. Resultado y gestores de una búsqueda, para romper el mito de la generación espontánea, de la producción mágica de hechos y acontecimientos, de la decisión de participar brotada de perversas seducciones emitidas por conducciones irresponsables. Jorge no traza una línea para idealizar a los compañeros de los ‘70 sino para acercarlos a los hombres y mujeres que hoy asumen otras y similares búsquedas.
Pienso que este libro es un acto de fe en la necesidad de la revolución. Sin obviar el acoso y los vacíos, no es la historia de la derrota, aunque la incluya, sino del amor al pueblo y de la voluntad de lucha por derrotar la injusticia, aunque muchas veces los objetivos no se alcancen.
En aquellos años escribió Francisco Paco Urondo:
“Sé que llegaré a ver la revolución, el salto temido/ y acariciado, golpeando a la puerta de nuestra desidia/ Estoy seguro de llegar a vivir en el corazón de una palabra;/ compartir este calor, esta fatalidad que quieta/ no sirve y se corrompe”.
Graciela Daleo.
“No estoy reviviendo mis recuerdos, los estoy expiando”.
Augusto Roa Bastos en Hijo de Hombre
Confesiones al lector
He llorado sobre estás páginas. Desde que empecé a escribirlas, en mi vieja máquina manual, hasta hoy, que las estoy terminando, frente a la pantalla de la computadora. Pero nunca he llorado de tristeza o de amargura; he llorado a veces de rabia, de impotencia, pero mucho más de alegría, porque al escribirlas sentía que de alguna manera estaba reviviendo a todos los ausentes, que de alguna manera me estaba reencontrando con ellos. Tal vez por eso, entro otras cosas, me haya costado tanto terminarlo. Por miedo a no tener ya la posibilidad de revivirlos en el secreto espacio de una hoja de papel, donde la memoria no tiene tiempo ni límites. Me ha llevado mucho tiempo comprender, tal vez demasiado, que es preferible animarse a compartir las imperfecciones de esa memoria, con sus huecos, sus olvidos e, incluso, con sus profundas injusticias, que encerrarlas esperando encontrar la perfección de la forma y la fidelidad absoluta a los hechos. Porque uno un día descubre, con espanto, que ha comenzado a olvidarse de aquellas cosas que suponía inolvidables; porque las había estampado durante años en el recuerdo como una fotografía guardada en un sobre sellado. Y cuando uno comienza a abrir esos sobres, ve que el tiempo ha seguido haciendo su trabajo, a pesar de las precauciones, y algunos rasgos se borronean, algunos rostros se desdibujan y algunos nombres se confunden. Me ayudó mucho a superar ese temor producido por los baches de la memoria, esa frase que escribió Gabriel García Márquez en encabezamiento de sus propias memorias: “La vida de uno no es lo que pasó, sino lo que recuerda y como lo recuerda”. Pero más me ayudó el consejo de un gran amigo, quien me sugirió una forma de ordenar tantos recuerdos dispersos. A veces para un escritor unas simples palabras de otro son como una mano tendida a un náufrago en medio del océano, porque uno vive flotando en el mundo de sus ideas pero no se decide a nadar en ningún sentido.
No es fácil aceptar que uno no es dios; lleva años, a mí me llevó