La engañamos a mi vieja, nos abusamos de su desconocimiento futbolístico y le hicimos creer que era un partido sin mucha importancia. “Juegan Gimnasia y Racing, no es peligroso” y como ella tenía en la cabeza que los partidos peligrosos eran los que jugaba Estudiantes contra algún grande o contra Gimnasia, nos dejó ir previo pago del “impuesto” implícito en cada autorización.
Cada vez que queríamos ir a la cancha nos hacía tender las camas y pasarle el trapo a todos los pisos de la casa como condición indispensable. Y lo hacíamos, de mala gana pero lo hacíamos, la cuestión era estar el domingo en la tribuna, y ese domingo no queríamos faltar.
Aunque Racing no hacía mucho que había salido campeón, en el 61; ese cuadro del 66 había creado toda una mística. Sólo Boca, hace muy poco, pudo superar su récord de treinta y nueve partidos sin perder. Pero no era sólo eso, ese Racing no cultivaba el estilo tradicional que le había valido el mote de “La Academia”. Ese equipo, construido sobre la base de varios veteranos y otros tantos desconocidos, había revolucionado al fútbol argentino con una mezcla a base de guapeza, solidaridad y contundencia. Tal vez no tuviera un estilo muy definido, no era totalmente sudamericano ni llegaba a ser europeo, pero tenía una identidad inconfundible. La que le había dado la tribuna, inmortalizándolo en un cantito que ha sobrevivido hasta hoy. Un cronista deportivo dijo una vez que si el inventor lo hubiese registrado, cobraría más derechos de autor que Enrique Matos Rodríguez, el compositor de La Cumparsita. “¡Y ya lo ve, y ya lo ve / es el equipo de José!” se cantaba en todas las canchas con un sin fin de adaptaciones.
Para verlo, con mi hermano Guillermo nos fuimos tempranito, para la hora de la tercera, y a esa altura la tribuna visitante de Gimnasia estaba repleta de hinchas de Racing. Era la primera vez que estábamos en otra hinchada que no fuera la de Estudiantes, y los de Racing eran totalmente distintos, porque eran casi todos porteños, de origen o de espíritu, con la ironía sarcástica que caracteriza al porteño. Había tipos que habían seguido a Racing durante toda la vida; muchos habían visto al tricampeón del 50 y algunos hasta recordaban al gran campeón de la década del 20.
El partido fue malo y salió cero a cero, pero queda en el recuerdo el delirio de la hinchada académica ante la prestancia de cada intervención de Perfumo, quien demostró por qué le decían “El Mariscal”. Y queda también ese grito final, el que inscribió definitivamente al “equipo de José” en la historia del fútbol argentino. Ese grito que tardaría treinta y cinco años en repetirse.
Mi casa
La casa de la calle 28 era modesta y larga. Había ido creciendo con la familia. Al principio fue una construcción sólida en uno de los dos lotes del terreno: tenía un estilo más “moderno” que la de 49, si cabe la expresión. Una pared bajita ocupaba los catorce metros del frente y tras ella estaba de un lado un jardincito y del otro un lote entero de árboles y flores. Sobre el jardincito estaba el frente de la casa propiamente dicha: una fachada rectangular y desabrida. De no haber sido por el livingcito, el interior hubiese sido igual al de 49: dos piezas a los costados y una cocina grande al fondo; Tras el lìving, la tradicional galería, dando a una de las piezas y a la cocina. Junto a la cocina había también un cuartito que habrá nacido con la idea de llegar a ser un baño, pero se necesitaron más piezas porque se casó mi tío y el baño terminó al fondo de todo, al costado de un patio descubierto. Pegado al baño, cerrando el terreno, había un galpón grande, donde él tenía su banco de carpintero. Y al costado del galpón, el infaltable gallinero.
Cuando llegamos la familia de mi tío ya vivía en esa casa, ocupando dos piezas, un living y una cocina, adosados a la construcción principal. Media familia Tocho estaba allí: los abuelos, dos hijos, una nuera y seis nietos. No vivíamos hacinados, pero la privacidad no sobraba, ni había espacio para el lujo. Al principio compartíamos todos el mismo televisor, hasta que nos adaptaron a 220 el que trajimos de Venezuela.
Pero si estoy hablando de la casa no es tanto por hablar de la casa en sí, sino de ese lote que tenía al lado. Poco tiempo después de haber llegado nosotros, a mi abuelo le cortaron una pierna, engangrenada por la nicotina de los cigarrillos. Impedido de caminar grandes distancias y de andar en colectivo, se abocó por entero a una de sus grandes pasiones de toda la vida: las plantas.
Caminaba en las muletas hasta el lugar donde quería trabajar, se sentaba en una banqueta y de allí descendía hasta el piso. Arrastrándose se desplazaba luego por los caminitos que él mismo había construido. Delimitados por ladrillos de canto, el abuelo tenía el lote organizado por canteros, con pasillos principales y secundarios. Allí cultivaba flores y árboles frutales adelante y atrás una huerta de hortalizas. Las flores eran la envidia de las vecinas, los frutales rebosaban en verano y la quinta a veces nos daba de comer. Pobre abuelo, no le ayudaba nadie; nosotros siempre poníamos mala cara cuando nos pedía que le alcanzáramos algo y él puteaba como loco. Pero era feliz con sus plantas y sus cuadernos. Escribía un poco con Virome azul y otro poco con roja, los guardaba en unas alforjas pegadas a su silla, En uno anotaba todo el fixture del fútbol de los domingos, partido por partido, con resultados y goleadores. En el otro había coleccionado como dos mil chistes, la mayoría verdes; esos eran los que les contaba a las vecinas y los muchachos del barrio cuando pasaban por la puerta.
Viéndolo sufrir los domingos, cuando escuchaba los partidos en la portátil, y oyéndolo hablar con idolatría de la delantera de los profesores del 31, que antes de hacer un gol se pasaban los cinco la pelota, y de figuras como Sbarra, Ogando, Negri, Infante o Pellegrina, nos terminamos haciendo hinchas de Estudiantes. No nos quedó más remedio, en la familia todos eran “pinchas” fanáticos.
La calle
En el casco urbano de La Plata, hasta la década del 70 la mayoría de las calles eran de tierra, también la nuestra. Para tomar el tranvía, antes, o para tomar el colectivo, después, había que salir hasta la diagonal 74. Nosotros estábamos cerca y nuestra vereda era el paso obligado de los vecinos de varias cuadras. Esa era la “clientela” de mi abuelo.
Varias veces al día, cuando se cansaba de trabajar en la tierra, caminaba con las muletas hasta la vereda y se sentaba sobre la parecita del frente, delante de su quinta y bajo los dos paraísos de la calle. Allí atendía sus “consultas”: a las mujeres, cuando pasaban para hacer un mandado o para tomar el micro, les contaba chistes verdes; a los muchachos les contaba secretos de prostíbulo y de garito; con los hombres más grandes discutía de política y deportes; a todos, grandes y chicos, les hacia alguna joda y ellos les respondían. Por eso la mayoría hacía escala allí; un racimo de muchachos del barrio solía juntarse a escuchar sus anécdotas y sus picardías, que nunca contaba delante nuestro.
Mientras la 28 fue de tierra, los paraísos de la vereda formaron un arco natural, ideal para ensayar la pegada, para tirar centros o jugar al “ metegol va al arco”. Eran dos árboles medianos, plantados a unos tres metros uno de otro, atrás estaba la vieja vereda de ladrillos y adelante un cuadradito de tierra, justito para las atajadas del arquero. Alejandro, mi hermano menor, demostró tener buenas condiciones para ese puesto.
Pero con el asfalto se terminó todo: los tiros al arco, los centros y los partidos de metegol. Hasta la gente que iba a tomar el colectivo ya pasaba más rápido por la vereda.
Los grandes
En un rincón umbrío, bajo los árboles de la canchita, alguna vez nos habían develado uno de los misterios del sexo. Estaba en una caja chiquita, tres redondelitos extraños, de nombre complicado: profilácticos. Eran otros tiempos, no se los regalaban a los chicos en la escuela ni se compraban en los baños públicos; no se conocía el SIDA y no había campañas públicas promoviendo su uso. Hasta los grandes se cuidaban de nombrarlos. En televisión, Tono Andreu protagonizaba un sketch en La Tuerca parodiando a un hombre que iba a comprar preservativos y justo cuando se los estaba por pedir al farmacéutico, siempre aparecía una mujer y el tipo terminaba pidiendo cualquier cosa. Hoy a muy pocos les da vergüenza pedir preservativos en un kiosko o manotearlos de las góndolas de los supermercados.
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