El último año en Hipona. Roberto Carrasco Calvente. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Roberto Carrasco Calvente
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416164370
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por qué, se excitó.

      —Durán, ¿me oye?

      —Sí, padre Mesones.

      —¿Quiere salir a la pizarra?

      —No puedo, padre Mesones.

      —¿Cómo que no puede? ¡Póngase firme ahora mismo, Durán!

      ¡Ni en sus peores pesadillas hubiera imaginado vérselas en una situación así! Su pene se había revelado a las normas de conducta y abultaba visiblemente en su entrepierna. Palpitaba por sí solo, había cobrado vida y no encontraba la manera de hacerlo bajar en cuestión de segundos. El padre Sermones hizo intención de gritarle, pero Julio, asustado, se puso en pie confiando en que nadie se diera cuenta de su estado. Quizá nadie lo hizo, pues cierto es que nadie dejó escapar risitas ni exclamaciones. El único que dijo algo fue el profesor de Latín.

      —Siéntese, Durán. Y venga a verme a mi despacho después de clase.

      Julio hizo lo que el padre Sermones le ordenó, añadiéndose otro motivo a su estado de nerviosismo. Sabía lo que el profesor pretendía. Le había gustado su erección y quería convertirlo en parte de su harén. ¿Habría más estudiantes en él, aparte de Damián? El pene, siempre fantasioso, pensó que no era tan mala idea, que tenía su encanto servir a un cura nazi y dominante. Pero la cabeza, y el corazón, se opusieron, algo no muy habitual, al miembro viril. No, aquello no estaba bien y nada bueno podía ocurrir si iba al despacho. Pero ¿cómo iba a escaquearse de aquello?

      Cuando el timbre dio la una, los alumnos de la clase A se pusieron en pie con el orden y la calma que los caracterizaba y se dirigieron hacia el comedor. No tenían permitido verbalizar su hambre, así que daban las gracias en voz baja al cocinero cuando este les servía en la escudilla y ocupaban sus mesas sin montar el revuelo que era de esperar en unos jovenzuelos saludables y con buen apetito. Julio, por segunda vez en aquel extraño día, rompió la fila. El sacerdote se acercó a él y lo agarró del brazo. Subieron a la segunda planta sin dirigirse la palabra. Sentía sus dedos clavándose en su aún tierna carne, pero prefería no quejarse no fuera a llevarse alguna regañina más. El despacho del padre Sermones estaba cubierto de una gran alfombra del color de las uvas pasas. De las paredes, colgaban numerosas condecoraciones y no menos fotografías, algunas suyas, vestido de uniforme, y otras de militares que no conocía. En una muy grande, que tenía enmarcada sobre todas las demás, aparecía dándose la mano con el mismísimo Hitler. Había escuchado hablar de la existencia de aquella fotografía por algunos de los chicos que habían tenido la suerte de visitar «el museo de los nazis del padre Sermones», como lo llamaban, pero era la primera vez que la veía. Así que todo lo que se decía sobre él era cierto… En lugar de dejarse llevar por el pánico, lo que lo sobrecogió fue de nuevo la envidia. Envidia por no poder ser él el nazi que sometiera a Damián. Fue un pensamiento efímero que, inmediatamente, lo hizo sentirse culpable.

      A solas con el padre Sermones, Julio pudo comprobar que el profesor olía muy bien. A colonia de hombre, que le despertaba ganas de gritar y de desgarrarse el chaleco del uniforme.

      —Debe jurar solemnemente que lo que le diga dentro de este despacho será un secreto. Si no es capaz de guardar uno, dígamelo y habremos terminado.

      El padre Sermones se acercó y lo agarró de los hombros. El pecho de aquel hombre era amplio como la cordillera de los montes Urales cortando de mar a mar el mapa de Europa. ¡Eran demasiadas excitaciones en una sola mañana! En ninguna asignatura, les explicaban lo difícil que era la vida llegada una determinada edad, su pene parecía cobrar vida propia y pensar en lugar de su vieja amiga la mente.

      —Lo juro. Soy una tumba.

      —Más le vale, Durán. Porque, si no, acabará en una. Sé que es un joven sensato y que hará lo que más le conviene.

      Julio esperó sin decir nada a que le explicara a qué venía tanto secretismo.

      —Una vez al mes, me reúno con algunos estudiantes selectos del Hipona. Formamos un club muy exclusivo. A partir de este mismo viernes, está usted invitado, Durán.

      ¿Un club exclusivo para buenos estudiantes? ¿Y cómo es que no había tenido noticia de ello antes si él siempre había sido el mejor? Optó por no preguntar.

      —Es para mí un honor, padre Mesones.

      —A las doce de la noche en este mismo despacho, Durán. El viernes. Está de enhorabuena, va a entrar en un nuevo nivel.

      —Muchas gracias, padre Mesones. Aquí estaré.

      —¡Muy bien, joven! ¡Y ahora vaya a comer! ¡No querrá coger anemia!

      Salió del despacho aturdido, con un montón de piezas de un rompecabezas esparcidas por la cabeza. ¿De qué iba aquello del club? ¿Quiénes serían los demás estudiantes? De su habitación, no, desde luego, hubiera notado la ausencia. ¿De la clase B? ¿Acaso era posible que el padre Sermones considerara que los mejores estudiantes estaban en la clase B? ¡Si todos los de la B eran unos zopencos! Y los del coro ni a zopencos llegaban... Lo único que sabían hacer era cantar y poner cara de no haber roto un plato, pero, a la hora de redactar, calcular, aprender idiomas o practicar deporte, eran unos inútiles. Confiaba en el criterio del padre Sermones, al fin y al cabo, era uno de los profesores bendecidos por Dios y por Franco. Quedaba solo un año y dos meses para la mayoría de edad, para convertirse en un ciudadano y hacer algo bueno por su país. No debía estropearlo ni con pajas ni con tonterías. Debía dejar de pensar en Damián y, si unirse al club nocturno del padre Sermones, era una buena manera de asegurarse un puesto de excelencia el día de la graduación, sería el primero en acudir el viernes a medianoche.

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      A través de la ventanilla, los campos parecen alegres, los animales despreocupados y las personas ajenas al dolor. Mario sabe que la vida es un espejismo, que el mundo es una batalla entre las especies. Pero su pierna no se la llevó otra especie, fueron humanos, tan humanos como él o Marga, que conduce tarareando la canción que suena en la radio. Al principio, dijeron que había sido ETA y, después, Al Qaeda. Los que dijeron una cosa se pelearon con los que dijeron la otra. La gente salió a la calle, se manifestó, cambió su intención de voto, se eligió nuevo presidente y Mario tuvo que dar gracias a Dios por estar vivo y aprender a ponerse una pierna ortopédica cada mañana. A través de la ventanilla, los campos parecen alegres, pero no lo son. Siempre hay alguna tragedia oculta, algún cadáver enterrado, algún niño llorando, escondido para que nadie lo vea. Siempre hay personas que sufren y personas que hacen daño.

      Son seis horas de viaje, en el que apenas habla con su mujer. Ella respeta su silencio, sabe que, cuando está callado, es porque se ha agobiado y que lo mejor es no forzar la conversación. Mario se queda dormido y, cuando despierta, está empapado en sudor y en esa sensación de que el mundo es demasiado grande y él, tan solo un viejo. En ocasiones, se ha preguntado qué habrá sido de los demás chicos del Hipona, de Silverio Campos, de Óscar Clos, de Emilio Ropero y de Michi. Si ellos también habrán encontrado una buena mujer como Marga, si habrán formado una familia. Él no pudo tener hijos, menudas ironías que tiene la vida. Tras muchas pruebas, muchos médicos y mucho gasto de dinero, la conclusión siempre había sido la misma: que las entrañas de su esposa eran tierra yerma. Se resignaron a vivir solos, incluso se convencieron de que la vida así era mejor. Viajaron mucho, leyeron aún más, triunfaron en sus respectivas carreras —él como escritor y Marga como fotógrafa—, fueron habituales de coctelerías y de fiestas y, finalmente, entraron en la edad madura de la mano, como fieles amigos. El 11 de marzo del año 2004, Julio se despertó cuando aún era de madrugada. Tuvo miedo, mucho miedo, supo que algo grande y trágico estaba a punto de ocurrir. Salió de la cama y se vistió. Miró a su mujer, que ya no se despertaba cuando a medianoche a él le entraban ganas de salir a caminar, de huir, de convertirse en un alma errante por la ciudad. Las primeras veces que lo había hecho, Marga se había preocupado, había pensado que estaba viendo a otra. Él le dijo que no se encontraba bien, que necesitaba salir, que le diera el aire.