El último año en Hipona. Roberto Carrasco Calvente. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Roberto Carrasco Calvente
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416164370
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los mantiene en el fondo del lago.

      —Voy a empezar a escribir hoy mismo. —Es lo siguiente que dice Mario.

      Marga sabe entonces qué hacer, dejar solo a su marido en su despacho, sin ruidos, sin molestias, durante horas. Sabe que la mejor compañera del escritor es aquella a la que no le importa desaparecer cuando este se encuentra en pleno proceso creativo. Se hizo invisible durante los cinco primeros libros de Escuela de magos y lo hará también en este. Cuando llegue el momento de partir para Hoyoseco, ella lo llevará, será la asistente incondicional, la conductora discreta, la esposa enamorada. Intentará olvidar los resquicios de insatisfacción y los reproches caducados que guarda en su interior.

      El reloj del ordenador dice que son las nueve en punto. Mario enciende el procesador de textos, pero, hasta las nueve y veinte, no escribe nada. ¿Por dónde debe empezar? ¿Por la última vez que vio a sus padres? ¿Por el día que llegó al colegio? No, sabe que debe empezar por el día que fue castigado. Aquella noche lo cambió todo. Mario teclea rápidamente el título de la novela. Tras años, él sabe cuántos años, claro que lo sabe, sin intención de retomar su carrera literaria, ha llegado el título de su nueva obra. Como le ha pasado desde que comenzó a interesarse por la escritura, los títulos, las historias, las palabras adecuadas y el orden en el que han de colocarse le vienen de una manera intuitiva, casi divina, como si fuera poseído por algún tipo de espíritu o fuerza que tomase el control de sus dedos y de su mente. «Es un gran título», piensa Mario. Pero, al mismo tiempo, le da miedo enfrentarse a la historia que sobreviene y, aún más, enfrentarse al día en el que la gente lea la historia y sepa lo que ocurrió en el San Agustín de Hipona. El último año en Hipona. A continuación, se dispone a relatar lo que aconteció tras aquel castigo.

      CAPÍTULO PRIMERO:

       LOS IMPULSOS DE JULIO DURÁN

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      Una gruesa capa de niebla cubría el campo de fútbol y, en la oscuridad, era lo único que Julio Durán podía distinguir. A lo lejos, don Manolo los amenazaba con pisarles el hígado si no seguían corriendo. Ni siquiera había luna. El frío se le pegaba en la piel como un doloroso compañero de castigo. Por un momento, se preguntó quiénes serían los demás. Ralentizó el paso para que alguno de ellos pudiese alcanzarlo. En circunstancias normales, no lo hubiese hecho, estaba acostumbrado a ser siempre el primero y le gustaba ganar. Pero aquello no era una carrera, era un dar vueltas y más vueltas y más vueltas a medianoche, sin un objetivo ni una meta. Don Manolo le gritó que fuera más rápido. ¿Cómo era posible que viera en una noche como aquella? «Los profesores siempre lo ven todo —pensó—. Lo saben todo». Por eso había acabado en el grupo de los castigados nocturnos. Porque se habían enterado de lo ocurrido en las duchas.

      Unos pasos arrastrados se acercaron tras él. Julio esperó a que pasara a su lado. No fue una gran sorpresa descubrir que se trataba de Damián. Era un llorica de la clase B, siempre intentando escaquearse a la hora de Gimnasia, siempre perdiendo el recreo leyendo novelas y las tardes escribiendo cuentos o cartas o solo Dios sabía qué. Era un rarito. Y todos sabían lo que pasaba con los raritos, que no se graduaban. Aceleró el paso para alcanzarlo de nuevo, lo que no le supuso trabajo alguno, y, arriesgándose a que el profesor cumpliera sus amenazas si lo oía, le habló.

      —¿Por qué te han castigado? —susurró.

      Damián no le contestó. No le llegaba suficiente aire a los pulmones como para correr y hablar al mismo tiempo. Su pecho subía y bajaba a un ritmo vertiginoso bajo el pijama gris. A él tampoco le había dado tiempo a vestirse, lo había despertado el profesor a medianoche dando gritos y zarandeándolo de un brazo. Así eran los castigos en el San Agustín de Hipona, inesperados. Detrás, se oían los lamentos y llantos de otros que, sin resuello, daban asimismo vueltas alrededor del campo de fútbol. No había duda de que se trataba de un grupo de pequeños. ¿Qué habrían hecho tan malo aquellos niños para acabar en su misma situación?

      —¡A los cuartos! ¡Se acabó la fiesta!

      Don Manolo los trataba como ganado. Era normal considerando que tenía el tamaño de un cíclope y que para él no eran más que ovejas. Estaba seguro de que, desde arriba, a don Manolo, todos los niños le parecían iguales. Había sido militar, al menos eso decían, y había matado a muchos rojos en la guerra. El caudillo en persona había alabado su buen hacer. Julio no se explicaba por qué, si era tan importante para la nación, había acabado enseñando Gimnasia en el colegio, pero tampoco se atrevía a preguntar.

      Ni siquiera se despidió de Damián, era demasiado tarde para conversaciones y hacía demasiado frío. Atravesó la pista de tierra en la que, durante el día, jugaban a la pelota y cruzó el patio hasta llegar a la residencia. Era un edificio cuadrado y siniestro. Y de noche lo era aún más. Pero a él nada le daba miedo, era el mejor de su promoción o, al menos, lo había sido hasta aquel momento. Esperaba que aquel incidente no manchara su expediente, que sus pecados hubieran quedado absueltos gracias a correr bajo el relente de enero. No podía evitar que una pequeña sombra parpadeara ahí donde debía haber luz y esperanza por finalizar el último curso y comenzar una nueva vida más allá de esos muros. ¿Y si algo evitaba que todo saliera bien? La pequeña sombra volvió a parpadear porque sabía una posible respuesta. Julio la ignoró y entró en la residencia. A oscuras, intentando no tropezar, subió las escaleras y entró en su habitación. Los chicos habían vuelto a quedarse dormidos. Esperaba que cumplieran el juramento. Siempre habían dicho que si algún día castigaban a alguno de ellos, nadie lo sabría, que el secreto no saldría del cuarto que los cinco compartían. Nunca hubiesen imaginado que tendrían que tapar al alumno aventajado, al capitán del equipo de fútbol, al chico más popular de la clase A.

      A la mañana siguiente, justo después del desayuno, cuando los alumnos del San Agustín de Hipona abandonaban el comedor y se dividían en grupos para acudir a clase, Tomás se acercó a Julio. Tenía un mensaje que darle. Julio se puso nervioso, nunca lo había admitido, pero de temer a alguien le temería a él. No le gustaría encontrarse en una pelea contra aquel grandullón. Le sacaba dos cabezas, tenía los brazos anchos y peludos, así como las piernas, musculosas como las de una escultura griega. Lo odiaba y no había duda de que el sentimiento era mutuo. Además, y esto era un secreto que pretendía guardar bien en el fondo, donde los mil ojos de los profesores no eran capaces de llegar, todo lo sucedido había sido por su culpa. Desde pequeños, habían sido esa clase de enemigos naturales, como Caín y Abel, como Edmond Dantès y el barón Danglars, y, si nunca habían llegado a las manos, había sido por un pacto tácito en el que cada uno respetaba el territorio del otro y a sus aliados. Una confrontación entre Julio y Tomás habría sido la confrontación de dos planetas, de dos titanes igual de poderosos. Tomás no se metía con la clase A y Julio respetaba a los chicos del coro, a los que Tomás dirigía. Este tratado de paz en el colegio era tan antiguo como ellos y así debía permanecer. Eso sí, algo estaba claro. Al ser su archienemigo el responsable de los cánticos en misa y de deleitar a las visitas del exterior que solían pasar la Navidad en el colegio, normalmente militares, religiosos o doctores, este era el preferido de gran parte del profesorado, si bien Julio lo superaba con creces en inteligencia, belleza y agilidad.

      —Don Raimundo quiere que subas a su despacho.

      Tomás tenía la voz más ronca de entre todos los estudiantes. La había tenido así desde hacía años, cuando había empezado a salirle pelo donde ningún otro tenía.

      Julio asintió y le dio las gracias sin llegar a ser cordial. Tomás murmuró algo a sus espaldas y, como si en lugar de palabras le hubiera lanzado un dardo anestesiante, dejó de caminar y sintió que su corazón dejaba de latir por una milésima de segundo. Se dio media vuelta, sin saber muy bien por qué ni qué sucedería a continuación.

      —¿Qué es lo que has dicho? Repítelo si tienes huevos.

      —Que sé lo que pasó. Estás metido en un buen lío.

      Julio se vio tentado a lanzarse sobre él, a cerrar el puño y a golpearlo hasta hacerle perder la consciencia. A escupir sobre