El siglo de los dictadores. Olivier Guez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Olivier Guez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Изобразительное искусство, фотография
Год издания: 0
isbn: 9789500211079
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materiales y del medioambiente. Infalibles, ególatras, llevan hasta el paroxismo el absolutismo del poder absoluto.

      “El dirigente totalitario debe evitar a toda costa que se produzca una normalización de la que surja un nuevo modo de vida”, señala Hannah Arendt. En la Alemania de Hitler, en la Unión Soviética de Stalin, en la China de Mao, la calma es siempre precaria. Los dictadores, inquietos, imprevisibles, siempre encuentran nuevos obstáculos a eliminar y las normas de selección de las víctimas se radicalizan. Depurar, purificar: la maquinaria es insaciable. Después de desembarazarse de sus competidores y de sus oponentes, los tiranos lanzan la caza de los “enemigos objetivos”, designados según las circunstancias y pronto amenazan a los ciudadanos inofensivos, casi siempre elegidos al azar. Hay que respetar las cuotas de arresto: nadie es nunca totalmente inocente. “El sospechoso incluye a toda la población… El castigo ya no es en función del crimen…, una conducta ejemplar no pone a cubierto”. Al amanecer, la policía secreta ejecuta las tareas sucias, reina el terror.

      El gulag soviético, el Laogai chino, Auschwitz, Treblinka… El arma letal de los dictadores totalitarios son los campos (de trabajo, de reeducación, de concentración, de exterminio). Rapados, numerados, hambrientos, los deportados son empujados a sus últimos refugios. Mueren de agotamiento o asesinados por una bala en la nuca o, en forma industrial, en las cámaras de gas. Los campos destruyen a la persona y la dignidad humanas, de manera fría y sistemática. Los muertos apilados en fosas comunes son privados de sepultura. Los cuerpos desaparecen, reducidos a cenizas, en los hornos crematorios nazis. Ninguna guerra ha masacrado nunca a tantos hombres como los dictadores totalitarios en el siglo pasado.

      Dos dictadores de este libro están todavía en el poder: Bashar al-Ásad y Kim Jong-un, hijos de sus padres. Híbridos de marxismo y monarquía absoluta de derecho divino, los comunistas forman a veces dinastías. En Cuba, Raúl Castro reemplazó a su hermano al frente del Estado. En Irán, el ayatolá Jamenei dirige la teocracia chiita tras la muerte de Jomeini, su fundador, hace treinta años. En otros países, después de la ola democrática del final del siglo XX, que alimentó la ilusión, efímera, del fin de la Historia, los dictadores, Putin, Erdoğan, Al-Sisi, están de regreso o nunca abandonaron la escena, como los petro-monarcas del Golfo. En el Levante, fracasó un intento de Estado totalitario islámico; su dictador, el “califa” Al-Baghdadi, está prófugo. En Europa, surgen “demócratas iliberales”, de baja intensidad, que concentran los poderes o establecen un sistema que les permite concentrar todos los poderes manteniendo una fachada de democracia. Es cierto que en la mayoría de esos países se vota, pero antes de las elecciones, el poderoso se arregla para descalificar a sus adversarios más serios y luego, si los resultados lo decepcionan, encuentra un pretexto para anularlas.

      “Estamos condenados a vivir en el mundo en el que vivimos. Es una condición demasiado austera y demasiado contraria al espíritu de las sociedades modernas como para que pueda durar”, escribió François Furet como conclusión en El pasado de una ilusión. En todas partes, incluso en las democracias más antiguas, se ven avances autoritarios, brotes fascistoides. La globalización –turbocapitalismo, grandes migraciones, calentamiento climático, nuevas tecnologías– angustia a los pueblos. Buscan certezas, referencias, jerarquías, en un mundo conmocionado por una crisis de modernidad comparable a las que se produjeron después de las dos primeras revoluciones industriales. Como sus tristes predecesores, los hombres “fuertes” o presuntamente tales, proponen soluciones simples para problemas cada vez más complicados. Se articulan en torno a tres pilares: la seguridad, la identidad y el consumo, un tríptico que se despliega desde el Brasil hasta los Estados Unidos, desde Japón hasta Hungría. Recordemos la cita de Hannah Arendt al comienzo de esta introducción: “En un mundo siempre cambiante e incomprensible, las masas habían llegado al punto en que creían al mismo tiempo en todo y en nada, pensaban que todo era posible y que nada era verdadero”.

      En estos últimos años, apareció otro tipo de dictador. Su reino no tiene capital ni frontera, pero reina sobre más de dos mil millones de individuos. Opiniones políticas, preferencias sexuales, círculos de amigos; vidas profesionales, poder de compra, hobbies; secretitos, vacaciones de verano: gracias a Facebook, WhatsApp, Instagram… el imperio de las redes posee más informaciones sobre sus súbditos que Stalin en la época de las grandes purgas. Sus algoritmos son la policía secreta del tercer milenio. Es riquísimo y esquiva los impuestos, vende los datos de sus usuarios a oficinas sospechosas y se apresta a lanzar su propia moneda. Ningún contrapoder se alza frente a él. Le impone al planeta sus códigos, su esteticismo y sus valores puritanos: integristas islámicos que decapitan a rehenes antes que un seno desnudo. Las redes ponen en peligro el equilibrio del mundo y transforman la naturaleza humana a una velocidad pasmosa. Hombres, mujeres y niños nos volvimos dependientes de las emociones virtuales que suscitan.

      Pekín, otoño de 2018. Un retrato gigantesco de Mao espía la entrada de la Ciudad Prohibida y la plaza Tiananmén, cuyos faroles están equipados con decenas de cámaras de vigilancia. En la autopista, desde la salida del aeropuerto, los vehículos son fotografiados a intervalos regulares. En Baidu, el motor de búsqueda chino, no hay el menor rastro de los acontecimientos de 1989: nunca existieron. También es imposible leer un diario extranjero, salvo el deportivo L’Équipe. Para comunicarse con el mundo exterior, hay que pasar por Wechat, el servicio de mensajería de Tencent, el gigante local de la web. Mil millones de chinos se conectan a él día y noche, para comunicarse, pagar sus facturas, reservar un pasaje de tren o cobrar su salario. En China, Wechat es la vida, pero Wechat colabora con el régimen: puede tomar todos sus datos, a voluntad, como si Zuckerberg y Trump compartieran el Salón Oval de la Casa Blanca. Los centenares de millones de cámaras que atraviesan el país están equipadas con programas de reconocimiento facial y conectadas con una gran computadora central, capaz de escanear a los 1370 millones de chinos en un segundo y registrar su comportamiento: a cada uno le corresponde un número de 18 cifras. Xi Jinping, el secretario general del Partido único que gobierna a China desde hace setenta años, fue nombrado presidente vitalicio y su pensamiento está inscripto en la Constitución, como el de Mao. China es el único Estado totalitario que se reformó sin autodestruirse.

      El mejor de los mundos, Big Brother, el Estado único de Zamiatin: de eso se trata. La tecnología les ofrece a los dictadores del siglo XXI medios con los que sus predecesores no habrían soñado.

      “Es notable que la dictadura sea hoy contagiosa, como lo fue en el pasado la libertad”, escribió Paul Valéry en Miradas al mundo actual. Este libro, que no tiene precedentes, no es solo un libro de historia, sino de gran actualidad. Es el fruto de un trabajo de equipo de varios años. Las colaboraciones de mis colegas, historiadores referentes, intelectuales y periodistas de envergadura, son extraordinarias tanto por su estilo, como por su rigor. Debemos agradecerles por ello.

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      Lenin, el profeta del totalitarismo

       Stéphane Courtois

      En aquel frío enero de 1886, en la pequeña ciudad de Simbirsk, situada sobre el Volga y perdida en el fondo de la inmensidad rusa, a 1500 kilómetros de la capital San Petersburgo, una procesión se dirigía hacia la catedral ortodoxa. Los notables y jóvenes maestros acompañaban los restos de Iliá Uliánov, inspector regional de escuelas, ennoblecido por el zar, que había fallecido a los cincuenta y tres años de un ataque cerebral, delante de su esposa y de sus hi­jos aterrados. Como lo dictaba la costumbre, y en ausencia de los hermanos mayores que estudiaban en la capital, llevaba el ataúd Vladímir Ilich, un adolescente de quince años y medio que, detrás de la máscara impasible forjada por una educación estricta, estaba totalmente conmocionado.

      La familia, muy afectada, debió vivir de una pequeña pensión y subalquilar algunas habitaciones de su gran vivienda. Y Vladímir –Volodia para los íntimos– tuvo que desempeñar el papel de jefe de familia mientras completaba su escolaridad, en la que siem­pre obtuvo la “medalla de oro”. De pronto, otro trueno sacudió ese cielo ya agitado: su hermano mayor Alexander fue arrestado por la Ojrana, la policía secreta zarista. Inspirado por los revolucionarios terroristas de la Naródnaya Volia [Voluntad del Pueblo], que habían asesinado en 1881 al zar Alejandro II, el joven estaba preparando un atentado