Hacia 1973 las cosas habían cambiado. A las juventudes trabajadoras –que, al igual que sus padres a mitad de siglo, eran peronistas– ahora se sumaban universitarios peronizados, hijos del antiperonismo. Estas dos juventudes, sin embargo, no eran iguales. Los jóvenes obreros votaban al peronismo porque entendían que era la fuerza política que mejor representaba sus intereses como trabajadores. Los jóvenes de clase media, en cambio, se preocupaban más en si los interpretaba como jóvenes. En otras palabras, la juventud obrera se definía antes como trabajadora que como joven. Las juventudes universitarias que abrazaron el peronismo lo hicieron como un medio para impugnar todo un orden (profesoral, policial, político, familiar) que ellos sentían que los limitaba primeramente como juventud.
Desde su caída, en 1955, Perón se había convertido en “el gran elector”: había ordenado votar en blanco en 1957 y por Frondizi en 1958 desde una posición semiclandestina que apenas había atenuado la eficacia de sus órdenes. Sobre quien cayera su dedo caían también los votos. Y si esto había sido posible en los peores años, tanto más factible resultó en 1973, en el contexto de la apertura política lanzada por Lanusse. Cámpora recibió su mayor caudal de votos de quienes vieron en él al delegado de Perón –condición que, junto a su lealtad incondicional al general, el propio candidato exaltaba–. Tanto Cámpora como su compañero de fórmula, el conservador-popular Solano Lima, advirtieron que su principal desafío recaía en lograr atraer el voto de las clases medias. Pocos mejor que ellos comprendieron que, en los actos proselitistas, los jóvenes hablaban para reafirmar a los convencidos antes que para sumar a los sectores tradicionalmente apáticos. En este sentido, los candidatos del FREJULI coincidían con sus adversarios militares en el gobierno, quienes meses antes de los comicios evaluaban que “Cámpora espanta los votos de la clase media independiente”.[33]
Una vez electo presidente, y habiendo comprobado su escasa penetración en los sectores medios, Cámpora redobló sus intentos por enviar un mensaje tranquilizador a los no peronistas que percibían cada vez con mayor desagrado el recrudecimiento de la guerrilla y con menor expectativa su futuro gobierno. Al emprender su nueva campaña por las provincias, donde una segunda vuelta electoral definiría los comicios para designar gobernadores, la moderación proselitista se tradujo en dos hechos. Por un lado, la orientación conciliadora de los mensajes del propio Cámpora; por el otro, la inclusión, por primera vez en sus giras, de la cúpula sindical presidida por José Ignacio Rucci y de los dirigentes de las 62 Organizaciones, emblemas del peronismo ortodoxo antimarxista. De este modo, Cámpora intentaba alejar del electorado de clase media la imagen de que su gobierno estaría capturado por los sectores juveniles radicalizados.
En suma, no debe exagerarse el entusiasmo que despertó Cámpora en las clases medias, que a pesar suyo no pudo trascender la esfera, bulliciosa pero minoritaria, de la militancia y de algunos círculos intelectuales (cuantitativamente irrelevantes). El acceso al poder de estos grupos fue, por otra parte, parcial y breve. “Su cuarto de hora concluyó con la caída de Héctor Cámpora”, escribió un periodista en 1974, “o quizá más precisamente con el retorno de Juan D. Perón al país, el 20 de junio de 1973”.[34]
Perón a la conquista de la clase media
La enorme magnitud que a veces se otorga a “la peronización de las clases medias” –que, como vimos, fue un proceso ceñido a sectores juveniles– a menudo acaba subestimando la inédita (e inversa) operación que Perón intentó al acercarse a posicionamientos y discursos típicos de la clase media. Mediante sus muestras de entendimiento y de diálogo con las fuerzas políticas que históricamente habían representado a los sectores medios (especialmente, con el jefe de la Unión Cívica Radical, Balbín, que casi derivó en una fórmula electoral conjunta, y con sectores políticos de centro, como el Movimiento de Integración y Desarrollo de Arturo Frondizi), Perón buscó aproximarse a las clases medias, aun –y quizá con especial énfasis– a las que nunca lo habían votado. Julián Licastro, un joven teniente del ejército, tan leal al general que la prensa lo llamaba “el teniente de Perón”, aseguró en 1973 que el objetivo del líder justicialista consistía en “incorporar en su frente nacional, popular, antiimperialista y revolucionario, a la clase media no peronista”, un “componente social objetivamente necesario” para consolidar el programa de gobierno.[35]
Con ese objetivo de Perón colaboró, sin duda, el desdibujamiento del binomio peronismo-antiperonismo como contradicción esencial de la Argentina. Hacia comienzos de la década de los setenta, la visión de numerosos líderes políticos, sindicales, militares y religiosos privilegió la oposición entre las corrientes nacionalista y liberal o, en menor medida, entre la revolucionaria y la contrarrevolucionaria. Hasta la muerte de Perón, la tradicional antinomia entre peronistas y antiperonistas desempeñó un papel menor en el discurso tanto de la prensa como de los dirigentes.
Una amplia porción de la sociedad, por otra parte, veía con buenos ojos que dentro del justicialismo hubiese un sector que propugnase alianzas con otros partidos. En efecto, en 1972 una encuesta constató que un considerable porcentaje de la población pronosticaba que el peronismo accedería al poder no sólo aliado a otros partidos, sino con un candidato extrapartidario.[36] Al año siguiente, cuando ya se conocía que Cámpora era el candidato peronista y su triunfo se daba por descontado, otra encuesta orientada a conocer fundamentalmente la opinión de “la ancha clase media” confirmó que el 55% de los encuestados consideraba positivo un eventual compromiso programático entre el radicalismo y el peronismo (sólo un 26% se oponía).[37] Aun en las horas posteriores a los comicios de marzo, la idea de un gobierno compartido entre el peronismo triunfante y la primera minoría no había sido desechada en círculos radicales.
Días antes de las elecciones presidenciales de septiembre, un programa televisivo emitido por Canal 13, Diálogo con Perón, obtuvo, de un lado, un altísimo rating en la clase media, y del otro, el juicio unánime de los comentaristas acerca de que Perón había hablado para dicho sector.[38] Este nuevo Perón, conciliador y fraterno con la oposición, logró que temporariamente una parte de las clases medias se aproximase a tener de él la visión que ya hacía tiempo el propio líder tenía de sí mismo: un “padre eterno” capaz de abarcar en su abrazo a todos los hijos, al margen de la mayor o menor simpatía que despertase en ellos. El propio Perón hizo mención a esta comunión de propios y ajenos cuando, poco antes de morir, se dirigió a la población por cadena nacional. Allí recordó no solamente el apoyo masivo de quienes lo habían elegido presidente, sino también la complacencia de los que no lo habían votado pero luego habían evidenciado una gran comprensión y sentido de la responsabilidad. Ese mismo día reafirmó desde el balcón de la Casa Rosada su programa centrista. “Conocemos perfectamente bien nuestros objetivos y marcharemos directamente a ellos”, aseguró Perón en el que sería su último discurso, “sin influenciarnos ni por los que tiran por la derecha ni por los que tiran por la izquierda”.[39]
Poco antes de que Perón resultara electo por una abrumadora mayoría, Félix Luna –quizás el historiador de mayor influencia en las clases medias menos politizadas– escribió que el jefe justicialista se reuniría esta vez no sólo con “esa cuota de infinita fe por parte de los suyos”, sino también con un elemento novedoso, independiente del sufragio: “Los sectores que no son peronistas también lo apoyarán en la medida que su gobierno progrese hacia los objetivos que marcó aquel pronunciamiento suprapartidario [se refiere a La Hora del Pueblo]”.[40] Si en los años del surgimiento del peronismo este líder había sido para las clases medias “el candidato imposible” y,