El cliente, no obstante, podía someter al artista indicándole que siguiera un determinado modelo, exigencia que se incluye en el contrato. Así, Juan de Mesa, cuando se emancipa de Martínez Montañés, realiza esculturas que, tipológicamente, son análogas a las de su maestro, y ello, con frecuencia, debido a las exigencias del cliente. En 1627, Mesa concierta la realización de un crucifijo para el pintor Antonio Pérez, el cual habría de ser “del tamaño y en la forma que hice y acabé la hechura del Cristo de la dicha Casa Profesa de la Compañía de Jesús”. En este caso, lo que se le está pidiendo es prácticamente una réplica.
Por parte del artista, la ejecución de la obra ofrecía para él dos compensaciones: una primordial, la económica; otra, la distinción u honor. El pago se hacía por plazos o a la entrega final de la obra. En el primer caso, generalmente, se establecían tres plazos, el primero nada más firmarse la escritura para que el maestro pudiera adquirir materiales. El último plazo se efectuaba una vez examinada la obra por peritos. La otra forma de estipular el precio es a tasación final, operación que engendró infinidad de discrepancias y pleitos. Los tasadores establecían un precio en función del esfuerzo y el valor creativo de la obra. Precisamente, la creciente revalorización del artista como creador es lo que impulsaba a los maestros a escoger este sistema de pago.[24]
Las relaciones con la alta nobleza o jerarquías eclesiásticas aumentaban el prestigio de los más afamados escultores. Pero el beneficio era mutuo, pues si los artífices recibían un mayor reconocimiento social al amparo de su clientela, ésta solicitaba esculturas de insignes estatuarios movidos no sólo por intereses de tipo religioso o devocional, también por una cualidad tan barroca como era la ostentación.
3. ARTE Y PRESTIGIO. SOBRE EL RECONOCIMIENTO SOCIAL DEL ESCULTOR EN LA ESPAÑA DEL BARROCO
3.1. Expresiones de la fama: la pluma y el pincel
La fama alcanzada por los escultores del Siglo de Oro español se detecta, en gran medida, a partir su fortuna crítica. Sin embargo, aunque la consideración artística y social se puede valorar siguiendo los juicios emitidos por sus contemporáneos, estos no siempre eran necesariamente expresión de la fama del escultor o de la calidad de sus obras, y sí con frecuencia resultaban ser un índice de la pertenencia a un determinado grupo social o de la convivencia con círculos intelectuales. Esto explica, por ejemplo, que a Zurbarán o a Ribera no le citen apenas los literatos españoles y, en cambio, el nombre de artistas que estuvieron muy lejos de alcanzar la maestría de estos, como Pedro de Raxis, Van der Hamen o Felipe Liaño, aparezca en más de una composición poética.[25]
En el caso de Pedro de Mena, sí podemos asociar el origen de un poema laudatorio dedicado a él con su fama artística, y no con motivos puramente personales.[26] En Mena la fortuna literaria fue mayor que la que alcanzaron otros grandes escultores españoles contemporáneos. El anónimo autor de la relación de la translación de una imagen suya le llama artista “de reputación y fama”, y a otra Inmaculada le dedican sus versos Francisco del Pozo y Bernardo Blázquez, éste último utilizando para ponderarla la afirmación de que fue realizada en el cielo. Otra estatua suya, la “Magdalena” de Valladolid, fue merecedora de los elogios de uno de los mejores poetas del momento, Bances Candamo, quien le dedicó dos romances. Según Javier Portús, que ha analizado estos poemas, uno de los temas que se abordan en ellos es el de la fama, que se plantea mediante una acumulación de tópicos. En líneas generales coinciden en señalar que a un artista que ha creado semejante prodigio del arte se le ha negado en vida la fama, mientras que una vez muerto ha sido muy alabado universalmente, aunque la verdad, como apunta Portús es que Pedro de Mena fue muy conocido antes de morir, y que estamos ante un recurso retórico muy empleado en el Siglo de Oro.[27]
Pocos artistas han sido mejor apreciados en su época que Martínez Montañés, y testimonio de ello son los versos de Gabriel de Bocángel, bibliotecario del Cardenal–Infante Don Fernando, quien escribe un epigrama con motivo de la realización por el escultor del busto de Felipe IV: “Retrato de Su Majestad por Montañés./ Ya pues que le inspiró lo eterno al bulto/ donde vuelve a nacer el Sol de Iberia/ le fía al barro el Andaluz Lisipo…[28]
En otros testimonios literarios se multiplican los adjetivos elogiosos a Montañés, como en la comedia titulada La Reina de los Reyes de Hipólito Vergara, donde se comete un anacronismo al afirmar que la imagen de la Virgen de las Aguas presentada a San Fernando durante el asedio a Sevilla en el siglo XIII, “es obra del Montañés famoso que por solo en el mundo se señala”.[29]
El padre mercedario fray Juan Guerrero enaltecía la figura de Martínez Montañés a propósito del Cristo de la Pasión que se encontraba en el convento de la Orden: “La imagen del Santo Cristo de la Passion… es admiración el ser en un madero aver esculpido obra tan semejante al natural… lo prodigioso de esta hechura, porque cualquier encarecimiento será sin duda muy corto. Sólo baste decir es obra de aquel insigne maestro, Martínez Montañés, asombro de los siglos presentes y admiración de los que por venir…”[30]
Un testimonio anónimo del siglo XVII insiste en estos conceptos al afirmar: “Martínez Montañés, el famosísimo que está en Sevilla… ha tenido pocos en el mundo que le hagan ventaja…, asombro de los siglos presentes y admiración de los porvenir”. Torre Farfán lo consideraba “famoso artífice de la escultura”; y en 1778 un fraile trinitario llegó a hablar del “divino Montañés”.[31] Con respecto a sus obras, los contemporáneos señalaron, al referirse al San Jerónimo de Santiponce, que “es cosa que en este tiempo en la escultura y pintura ninguna la iguala”; sobre el San Ignacio de Loyola, que “aventaja a cuantas imágenes se han hecho de este glorioso santo” y, con respecto a los Sagrarios que fueron a América, le consideran “el más práctico y de más experiencia”.
Sobre Gregorio Fernández, Fray Juan de Orbea, provincial de los carmelitas de Valladolid, afirmaba que “es el mejor maestro que en estos tiempos se conoce”, y encarece que le adjudiquen el retablo de franciscanas de Eibar, pues “muerto este hombre no ha de haber en el mundo dinero con que pagar lo que dejare hecho”.
Los retratos de artistas reflejan igualmente la consideración alcanzada por éstos, pues son el resultado de la valoración de su propia época o de la fama postrera. Cuando son coetáneos al artista, la mayoría de las veces reflejan la estima de sus colegas o amigos. De este modo, Velázquez retrató a Martínez Montañés, tallando la cabeza de Felipe IV (Fig. 1),[32] con un gesto que parece traducir más la actitud de un pintor que la de un escultor, y que ha sido interpretado como un guiño particular de Velázquez hacia el componente intelectual de la escultura. En otro retrato realizado por Velázquez, el de Alonso Cano conservado en el Wellington Museum de Londres (Fig. 2), prescinde el pintor de todo instrumento o material que aluda a cualquiera de las artes cultivadas por el artista granadino, centrando el foco en la potencia expresiva del rostro. También se considera que corresponde a Montañés un dibujo que incluyó Pacheco en el Libro de descripción de verdaderos retratos[33] (Fig. 3) Del mismo Martínez Montañés es el retrato, propiedad del ayuntamiento de Sevilla, obra del pintor Francisco Varela, en el que se le representa tallando el boceto en miniatura para el San Jerónimo de Santiponce, una imagen del escultor más de hidalgo, que de artífice. (Fig. 4).
Fig. 1. Velázquez. ¿Retrato de Martínez Montañés? ca. 1635. Museo Nacional del Prado. Madrid. El genial artista pinta en la mano de su amigo escultor lo que más bien parece un pincel o una pluma.
Fig. 2. Velázquez. ¿Retrato de Alonso Cano? 1649. Wellington Museum. Londres. Se trate o no de Alonso Cano, la mirada directa y profunda denota seguridad y cierta altivez, rasgos acordes con la personalidad de Cano según algunos de sus biógrafos