Aquella necesidad prometeica de competir con los dioses reaparece en época moderna, pero las muestras de irascibilidad desatadas por el propio artista ante su obra serán interpretadas como signo de su excelencia artística. Es célebre la leyenda sobre Miguel Ángel, quien al acabar la escultura de el Moisés le golpeó en la rodilla derecha y le dijo: “Por qué no me hablas?, un gesto, por otro lado, que apunta hacia una soberbia “divina”.
La versión cristiana del relato pagano sobre la creación del hombre asocia la figura de Dios Creador, el primer artista creador de formas, con la del escultor. Se pueden diferenciar dos grupos de ideas, Dios como creador del mundo (arquitecto), y como modelador del hombre (escultor). La imagen más extendida es la de Dios que, como escultor, da forma a la humanidad a partir de la arcilla. Este concepto de raigambre medieval según el cual se compara a Dios con el artista, medio por el cual se trataba de hacer comprensible la obra divina de la Creación, tiene sus raíces en la Biblia: “Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente”.[16]
La idea del Deus artifex, fue empleada en el contexto de la España del Barroco como argumento en defensa de la superioridad de la escultura sobre la pintura. De este modo, en la literatura artística encontramos interesantes asociaciones entre las facultades del escultor y de Dios. Son conocidas algunas anécdotas que atribuyen a Alonso Cano un estado particular de vanagloria por la superioridad de su arte, como la que cuenta Palomino a propósito del precio de una escultura de san Antonio de Padua, encargada por un Oidor de la Real Chancillería, al que le respondió el artista: “…oidores los puede hacer el Rey de polvo de la tierra; pero sólo a Dios se reserva el hacer un Alonso Cano. Y sin esperar más razones aquel intrépido espíritu impaciente, tomó la efigie del santo, y tiróla al suelo con tal violencia, que la hizo menudos pedazos”.
A Martínez Montañés le otorga Palomino una facultad casi divina, por el modo en que describe sus esculturas: “Y en el Real Convento de la Merced, casa grande, hay también de su mano una portentosa imagen de Jesús Nazareno, con el título de la Pasión, y la Cruz a cuestas, con expresión tan dolorosa, que arrastra la devoción de los más tibios corazones, y aseguran, que el mismo artífice, cuando sacaban esta sagrada imagen, en Semana Santa, salía a encontrarla por diferentes calles, diciendo que era imposible, que él hubiese ejecutado tal portento.”
1.3. La identidad del escultor a través de la firma
Determinados gestos de los artistas, como la firma, son susceptibles de interpretarse como un signo de autocomplacencia, así al menos lo entenderían los tratadistas españoles a la hora de destacar la costumbre de algunos escultores frente a la de sus colegas. La firma delata el grado de dignidad y de reconocimiento personal y social del artífice, esto es, la propia actitud del artista frente a su arte; pero también, de algún modo, constituye una respuesta a las exigencias de la sociedad.
Las firmas de escultores españoles durante el siglo XVI son escasas. Se conoce la del escultor Gaspar Núñez Delgado, que firmaba en sus pequeñas piezas de marfil. En el siglo XVII la firma aparece vinculada a determinados ambientes, como sucede con Luisa Roldán, dada la excepcionalidad que suponía ser escultora y al mismo tiempo haber alcanzado el título de artista de cámara. A partir del seiscientos fueron asiduas las firmas en la escuela de Granada, de hecho no se recuerda otro escultor que haya dejado tantas obras firmadas como Pedro de Mena, quien colocaba una inscripción en la peana, indicando su nombre, ciudad, la residencia y el año. Sin duda alguna, este hábito es indicativo del orgullo personal, un orgullo que acaparan también sus discípulos. La alargada sombra que determinados escultores proyectaron acabó eclipsando la creación de otros artífices que seguían su estela. Pero la relación entre discípulo y maestro distingue a ambos y, de este modo, algunos escultores “explotan” su vínculo con un egregio maestro para dar a valer su obra. Un ejemplo lo encontramos en Miguel de Zayas, quien en los letreros que añade a sus obras indica que era discípulo de Pedro de Mena.
En el entorno castellano no se dan las firmas. No acostumbró a hacerlo Gregorio Fernández, y como excepción queda alguna firma como la de la peana de un san Antonio de Padua, obra de Francisco de Sierra. A partir del XVIII se generalizó la costumbre y así, Narciso Tomé dejó firmado un grupo de la Virgen y San José (Colección Selgas, Asturias), y hay firmas y letreros en muchas obras de Luis Salvador Carmona. Felipe de Castro estampa su firma en los bustos de Fernando VI y Bárbara de Braganza. Francisco Salzillo firma, asimismo, a su famoso san Jerónimo, y Andreu Sala las esculturas de san Ignacio de Loyola y de san Francisco Javier.
Las firmas son, en la mayoría de los casos, iniciativa de los artistas, pero también tiene interés en ello el cliente que desea acreditar la autoría de un maestro famoso. Sirva de ejemplo una Inmaculada Concepción, de Oruro (catedral de Bolivia), que tiene una chapa donde se indica que su autor es Martínez Montañés, colocado probablemente por el donante de la escultura ya que no se tiene conocimiento de que Montañés firmara sus obras.[17]
2. EL ESCULTOR BARROCO EN EL SISTEMA DEL ARTE DE ÉPOCA MODERNA
Hasta la aparición de las primeras academias, los artistas se formaban en el taller y, con frecuencia, vivían y trabajaban en él. Era el lugar de formación y producción. El taller y la vivienda constituían una misma unidad, sobre todo en artistas modestos, transcurriendo el oficio en el ámbito familiar y transmitiéndose de padres a hijos. La agremiación siguió siendo durante el siglo XVII el procedimiento habitual en la práctica del ejercicio laboral del arte. Había que pasar por varios grados: aprendiz, oficial y maestro. Tras un examen se pasaba a la condición de oficial lo cual daba opción a abrir taller o quedar al servicio de un maestro.
El funcionamiento de los talleres y de los gremios estaba sometidos a una estricta normativa de la que se deduce claramente las obligaciones y competencias de los escultores. Éstos, no obstante, no siempre respetaron los límites de su ejercicio por lo que se generaron conflictos con otros artífices. La relación escultor–cliente se refleja en los contratos de compra, de cuyas cláusulas se desprende una información muy jugosa acerca de los intereses y exigencias del cliente, así como de la valoración del artista.
1.4. Sistemas de producción: del taller a las academias.
La carrera profesional comenzaba con el aprendizaje, mediante contrato. Finalizada la instrucción, se efectuaba el examen de oficial y luego el de maestro. Era obligación del maestro enseñar al aprendiz todo lo tocante al arte objeto de contrato, sin encubrir cosa alguna. Una vez examinado, el nuevo oficial podía establecer taller que compitiera con sus maestros. Comenta Palomino que Pedro de Mena vino a Granada a trabajar con Alonso Cano, a servirle como “el mas humilde siervo y discípulo… pagándole Alonso Cano este buen celo con no ocultarle cosa que pudiese conducir a su adelantamiento”. La frase da claramente a entender la competencia inmediata entre maestro y discípulo.
La aptitud del aprendiz queda determinada por el examen.[18] Las ordenanzas indicaban que estaba rigurosamente prohibido ejercer sin haber sido examinado y aprobado. Se entienden así las reclamaciones contra los no examinados, tal y como se desprende del litigio de Pacheco contra Martínez Montañés al concertar este el retablo mayor de Santa Clara de Sevilla en su totalidad, es decir, ensamblaje, escultura y policromía. Montañés estaba examinado de escultor y entallador, pero el ocuparse de la pintura de un retablo suponía una actividad para la que no estaba legalmente autorizado
Por regla general, el aprendizaje se ejerce en los talleres. Asimismo, el taller es un medio colectivo, y constituyen una excepción los artistas que trabajan aisladamente pues, con frecuencia se acude al auxilio de aprendices y oficiales. Juan de Mesa y Martínez Montañés nos ofrecen conductas contrapuestas al respecto. Mesa tuvo un taller con escasa participación pues normalmente concertaba esculturas aisladas, y él se comprometía a hacer la entrega en plazos cortos. En cambio, cuando el mismo Montañés tomó a su cargo el retablo mayor del convento de San Isidoro del Campo, en Santiponce, el gran volumen del mismo justificaba que se aceptara la colaboración de sus oficiales.