—No –miró al frente—. Lo hago por lo que Jamie significa para mí. Todo ha sido tan complicado desde que murió mi padre –intentó explicar—. Sus negocios eran extremadamente complejos, y ha habido problemas interminables para arreglarlo todo. Heredé acciones de control en muchas compañías de las que no sé nada, y todos los días se me pide que autorice documentos y acepte decisiones que para mí no significan nada.
»Al principio Jamie era otra cosa de la que ocuparse –prosiguió—. Otra persona que necesitaba que tomaran decisiones por él. Sin embargo, un día fui a ver a su niñera para hablar de su sueldo y vi a Jamie sentado en el suelo del cuarto de juegos. No hacía nada, sólo estaba sentado, con un osito de peluche en la mano, pero parecía tan pequeño y solitario».
Posó la vista en el cristal trasero del coche que tenían delante, aunque se vio a sí misma subiendo las escaleras, mirando por la puerta y deteniéndose en seco dominada por una ternura que resultaba igual de aterradora e intensa como inesperada. Rosalind había aprendido temprano que no se podía confiar en el amor, y pensaba que estaba blindada contra él, pero al final sólo había hecho falta la visión de un niño pequeño aferrado a su osito para atravesar todas sus defensas.
—Me recordó a mí misma –musitó, y Michael la miró.
—¿A ti?
—Sé lo que es crecer sin madre –respondió—. Pasé gran parte de mi infancia en ese cuarto de juegos mientras una interminable sucesión de niñeras hablaba de lo que tenían que cobrar por cuidar de mí. Al contemplar a Jamie aquel día, fue como si nunca antes lo hubiera visto. De pronto comprendí que era mi hermano y que sólo me tenía a mí para cuidar de él —tragó saliva—. Quise explicarle por qué no lo había querido antes y prometerle que le compensaría los días solitarios que había pasado allí, pero no pude. Sólo tenía tres años, no lo habría entendido.
—Pensé que no creías en el amor –comentó Michael con aspereza.
Eso es lo que ella le había dicho. Pudo oír sus indiferentes palabras a lo largo de los años y se movió incómoda en el asiento al recordar la expresión en la cara de Michael.
—No creía y no creo –repuso.
—Quieres a Jamie –señaló él con un tono de voz que en otra persona podría haber sonado casi como celos.
—A veces me gustaría que no fuera así –suspiró—. Es aterrador tener que pensar en él en todo momento.
—Comprendo que pensar en otra persona debió representar un impacto para ti –comentó Michael con una de sus miradas sarcásticas.
—No es eso. Es pensar en tener que cuidar bien de él. Has de mostrar tanto cuidado con los niños. Debes alimentarlo bien, bañarlo bien, enseñarle cómo comportarse bien… Quizá surja de forma natural si tienes un bebé propio, pero nunca supe lo que eran los niños y desconocía por dónde empezar.
—¿No crees que es una cuestión de sentido común? –preguntó poco impresionado.
—Lo que sea, no soy buena en ello –dijo Rosalind, desanimada—. Emma se ríe de mí, pero compré un libro sobre cuidados infantiles. Me pone tan nerviosa la posibilidad de hacerlo mal, que si Jamie estornuda, de inmediato consulto la sección de constipados –lo miró—. Es patético, ¿no?
Michael la observó de forma rara, y Rosalind de pronto deseó no haberle contado tanto. Esperó que él se burlara de su ignorancia, pero sólo fruncía el ceño.
—¿Jamie no tiene otros parientes con más experiencia con los niños que puedan ayudarte?
—La madre de Natasha vive en Los Ángeles. Vino para el funeral y sugirió la posibilidad de llevarse a Jamie con ella, pero tiene una vida social tan intensa que sé que lo pondría en manos de una niñera –la línea de su boca se endureció—. No pienso dejar que crezca como lo hice yo.
—¿No eras la pequeña que lo tenía todo?
—Salvo una madre –miró por la ventanilla—. Se marchó cuando yo tenía cuatro años.
—¿Te dejó? –pareció aturdido—. ¿Por qué?
—Era actriz –Rosalind mantuvo la voz ligera—. No especialmente buena, pero era tan hermosa que no importaba. Cuando recibió una oferta para irse a Hollywood, quedó convencida de que llegaría a ser una gran estrella. Pero un marido y una hija pequeña no eran adecuados para su imagen, así que se fue.
—¿Por qué no me contaste lo de tu madre cuando estábamos juntos? –preguntó él tras una pausa.
—Supongo que teníamos mejores cosas de qué hablar –se encogió de hombros—. En cualquier caso, por ese entonces no era una gran tragedia. Tenía a mi padre. Él trabajaba la mayor parte del tiempo, y lo veía poco, pero al menos sabía que estaba ahí. Jamie ni siquiera tiene eso –lo estudió con ojos intensos—. No pienso ponerlo en manos de niñeras para sacarlo los días señalados –afirmó con determinación—. No puedo ser su madre, pero puedo hacerle ver que estaré allí mientras me necesite.
—¿Y dónde encaja Simon Hungerford? –inquirió Michael—. ¿Su papel es el de ser una figura paternal para Jamie?
Rosalind titubeó un poco. Simon exhibía muy poco interés por Jamie, e incluso le costaba recordar su nombre. La mayor parte del tiempo lo llamaba «el niño». Esperaba que cambiara de parecer cuando llegara a conocerlo, igual que ella.
—Eso espero.
—¿Por eso te vas a casar con él? –las palabras sonaron como si se las hubieran sacado a la fuerza, y ella lo miró unos momentos antes de girar la cabeza.
—Es uno de los motivos.
—¿Cuáles son los otros? –preguntó con tono abrasivo.
Rosalind no respondió en el acto. Se preguntó qué diría Michael si le contaba que había abandonado la esperanza de encontrar a otro hombre que le hiciera sentir del modo que él lo había conseguido, y que había decidido conformarse con la segunda mejor opción.
—Nos entendemos –comentó al final, recordándose todas las razones por las que tenía sentido casarse con Simon—. Procede de un entorno similar al mío. Nos gusta hacer las mismas cosas –alzó los hombros en un gesto desvalido—. Formaremos un buen equipo.
—No me extraña que no te casaras conmigo –indicó con leve amargura—. No podrías haber afirmado ninguna de esas cosas de nosotros, ¿verdad?
—No –juntó las manos en el regazo y esperó sonar sosegada—. Tú y yo no teníamos nada en común.
Salvo el fuego que surgía entre ellos cada vez que se tocaban, la risa cuando él la tiraba en la cama después de una discusión, el breve e intenso júbilo al descubrirse mutuamente.
—Y, desde luego, no sucede lo mismo con Simon y tú –se burló Michael—. Debí haber supuesto que esperarías a alguien del entorno adecuado. ¡Sólo alguien tan rico como Simon Hungerford podría bastarte!
—No es por el dinero –protestó ella.
—¿No? ¿Sabe él que no crees en el amor?
Rosalind apretó tanto las manos que los nudillos se le pusieron blancos. ¿Por qué su compromiso, que había tenido tanto sentido, de pronto le parecía triste? ¿Y por qué le importaba lo que pensaba Michael?
—Sabe que no lo amo –repuso con voz firme.
—¿Y él te ama?
—No –respiró hondo—. No, pero me respeta. Nos llevamos bien. Nos sentimos… cómodos juntos.
—¿Cómodos? –Michael rió—. ¿Qué te ha sucedido, Rosalind? –inquirió con voz burlona—. Solías ser tan apasionada. ¡Resulta que lo único que deseas ahora es una taza de chocolate caliente y unas pantuflas!
—Quizá