Los árboles en la cuesta. [Sung-won Hwang. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: [Sung-won Hwang
Издательство: Bookwire
Серия: Colección literatura coreana
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640905
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infructuosa búsqueda subieron resignados llevando en sus manos tres pares de zapatos en vez de tres recapturados de carne y hueso. El soldado que vigilaba al grupo de Yungu era uno de ellos. Tenía en su mano un par de zapatos. Les sacudió la tierra, los amarró y se los colgó al hombro.

      Al día siguiente llegaron a la parte saliente de la montaña. Allí había unas cuevas camufladas con ramas.

      Al llegar ellos, salieron unos soldados de una caverna. Parecía que había cambio de guardia. Pasaron lista, marcaron a los tres nuestros fugados la noche anterior, uno desaparecido, y entregaron el documento a uno de la caverna. Los guardias se quitaron los zapatos gastados y se pusieron los que traían colgados de sus hombros.

      A los rehenes les dieron un puñado de arroz, los dividieron en dos grupos y los introdujeron en diferentes cuevas. Luego les ordenaron dormir.

      Se tendieron sobre hierbas esparcidas en el suelo. Sus piernas cansadas se entrelazaron. Pronto se quedaron dormidos. Yungu, echado al lado del cabo Kim, notó que éste no dormía. Le habló. ¿A quién se llevaron? Kim, con los ojos cerrados, le contestó. Al teniente segundo del pelotón de rifles que llegó hace poco. Yungu no conocía a muchos, pero el cabo Kim, por haber estado en el ejército desde antes de la guerra, conocía casi a todos los oficiales, aunque no fueran de su grupo. ¿Quién habría sido el soplón? En ese momento Yungu pensó que quizás el mismo Kim, ya que tenía fama de problemático. En el verano del año pasado, faltando sólo unos días para su ascenso, desapareció del campamento y volvió después de veinte días. Había rumores de que fue a trabajar al campo de su familia; sin embargo, era un tanto dudoso, porque había entrado al ejército justamente para no trabajar en las faenas agrícolas. Según las leyes, le correspondía ir a la cárcel y ser degradado, pero considerando su experiencia desde antes de la guerra, sólo lo castigaron con la anulación del ascenso. En el invierno, cuando su grupo fue remplazado por otro, descubrieron su delito: había robado cosas destinadas al campamento. Decían que con eso compró una mujer. Esa vez no lo perdonaron. Lo metieron al calabozo por un mes y le retiraron dos grados. Aunque su clase era inferior, no obedecía el mando de los tenientes-sargentos primeros y los tuteaba. Por todo esto era sospechoso: quizás alertó al interrogador sobre el teniente segundo. Kim seguía con los ojos cerrados y hablaba con indiferencia. Quizás un novato de su pelotón habría metido la pata. Un muchacho pudo haber tenido la ilusión de que sería mejor tratado y ahora estaría arrepentido. Quizás esté junto a nosotros. Yungu pensó que si el interrogador le hubiera ofrecido algo por la información —y si hubiera sabido quién era el jefe—, quizás él también habría hecho lo mismo. Se sintió avergonzado por haber sospechado de Kim. Éste, de repente, abrió los ojos, volteó hacia él y le habló en voz baja: “¿Para qué hablar más del asunto? En mi mente ya no cabe eso, ahora sólo pienso qué hacer ahora. Esta noche es muy importante. Después será imposible, porque habremos avanzado demasiado hacia el norte. ¿Viste anoche a los fugitivos? Murieron tres, pero uno se salvó. Esos tres quisieron correr lo más lejos posible. Ése fue el error. Se debe correr unos diez metros, luego esperar hasta que se vayan todos. Sólo después se corre. Bueno, pensando en lo que haré esta noche, será mejor que me duerma”. Kim se volteó.

      —En ese momento decidí irme con él.

      Al oscurecer les dieron otro puñado de arroz y los hicieron marchar otra vez. Yungu caminaba tres o cuatro personas detrás de Kim. Estaba casi al final de la fila.

      Por ser época de lluvias, el cielo nocturno todavía estaba cubierto de nubarrones bajos.

      Yungu, al caminar, midió diez metros con sus pasos. Antes de la caminata, secretamente había medido su paso con la mano: unos cuarenta centímetros; entonces, le bastarían unos veinticinco pasos. Esa noche los hicieron descansar después de pasar la sexta colina.

      En la oscuridad, Yungu vio que hacia la derecha estaba la montaña y a la izquierda una ladera abrupta. Lugar ideal. No apartó su vista del cabo Kim, que estaba sentado tres personas adelante.

      El vigilante del grupo de Yungu fue a pedir fuego al vigía de adelante. En ese momento, un rehén le dijo: “Oiga, deme un cigarrillo y le cambio mis zapatos por los suyos”. El otro contestó: “Primero veamos si mañana estás vivo” y luego se oyó una carcajada.

      Kim se convirtió entonces en un bulto redondo y rodó por la accidentada ladera. Yungu pegó sus rodillas al pecho, las abrazó fuertemente y rodó también. Los guardianes, al principio, ­creyeron que alguien había empujado una piedra grande. Uno gritó: “¡Nada de juegos!”, pero después se dieron cuenta de lo que sucedía. Los rifles lanzaron fuego al aire desgarrándolo agudamente entre el cielo bajo y el valle.

      Yungu oyó los disparos cuando se agarraba al tronco de un pequeño árbol. Calculó que ya estaba a diez metros más o menos. Un poco más lejos, hacia la izquierda, estaba Kim agachado, pero de repente se deslizó hacia abajo. Se derrumbó lo que lo sostenía. Dos guardianes lo siguieron veloces. Poco después se oyeron varios disparos seguidos. Luego avisaron: “Uno capturado”. Después de un rato, desde arriba contestaron: “Falta uno más”. Los de abajo ya le quitaban los zapatos. “¡Carajo!, mira, este maldito traía su reloj en el tobillo”, comentaron.

      Después de examinar los lugares cercanos a Kim, siguieron más abajo. Todo en vano. Maldiciendo, se resignaron y subieron.

      Cuando todos se fueron, Yungu descendió tanteando, sin saber a dónde dirigirse; en eso oyó una voz desde los arbustos cercanos. Era Kim, el supuestamente muerto. La bala había atravesado su vientre y él, aguantando el dolor, fingió estar muerto. Se moría. Le habló con serenidad. Parecía que la apuesta se había interrumpido en el momento del clímax. ¿Qué hacer? Sus comentarios no eran los de un moribundo. “Quiero pedirte un favor. Manda esto a mi casa.” Le dio lo que tenía en la mano. Era un puñado de tierra. “Mándalo a mi casa, por favor. No les escribas nada, sólo remítelo en mi nombre.”

      Desde entonces lo tengo guardado. Yungu fue a un rincón y trajo su mochila, de la que sacó un sobre. Lo abrió. Al andar de aquí para allá, la tierra roja había disminuido. No llegaba ni a un puñado.

      —¿Qué significará esta tierra?

      —¿Será tierra mezclada con un poco de oro? —comentó un soldado ebrio de ojos rojizos.

      —Calla, hombre, aunque todo fuera oro, no valdría lo que una vida —lo regañó otro y agregó—: Quizá deliraba en el momento de su muerte.

      Tongjo seguía con la mirada prendida en la tierra y dijo:

      —No. Seguro que es el aviso de su muerte a sus padres. Les dice que está volviendo a la tierra.

      —¡Basta!, hombre, tírala. ¿Para qué la sigues guardado? —intervino Jyonte.

      —No, sea lo que sea, lo enviaré. Así cumpliré con él —contestó Yungu.

      —De acuerdo, como es el último deseo de un muerto, hay que hacerlo. Mañana iré a la sección de personal y averiguaré su dirección. Luego lo enviaremos —dijo Tongjo.

      —Hagan como quieran. Bueno, ahora brindemos por el regreso de nuestro amigo Yungu, por el espíritu del cabo Kim y por los espíritus de nuestros compañeros muertos en el último combate… —Jyonte sirvió licor a los reunidos.

       4

      Los sobrevivientes se ponían tristes por el recuerdo de los compañeros muertos y ocultaban la alegría de estar aún vivos. Era la cortesía de los vivos frente a los muertos. Sin embargo, esa cortesía era invención de los propios vivos, por lo que en cualquier momento podía ser rota. En el mundo de los hombres el licor servía para romper esa costumbre.

      El campamento Sotogomi estaba apenas a unos doce kilómetros de la frontera. Por esa razón, la disciplina era rigurosa. Todas las mañanas tenían entrenamiento en el cuartel y prácticas al aire libre, y en las tardes hacían reparaciones o aseaban el campamento. Para ellos no había domingos, pero, desde mediados de septiembre, cuando terminó el intercambio de rehenes según