Los árboles en la cuesta. [Sung-won Hwang. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: [Sung-won Hwang
Издательство: Bookwire
Серия: Colección literatura coreana
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640905
Скачать книгу
evitar el combate mintiendo sobre los malos sueños. En la guerra, dejar de participar en el combate no era garantía de seguridad. Más bien, había casos de mala suerte por haber mentido. En la guerra todos eran sinceros.

      Ese día, desde la tarde, negros nubarrones cubrieron el cielo. El firmamento nocturno quedó negro, sin estrellas. Por ese cielo, luminosas bombas explotaban continuamente lanzando terribles rayos, pero, por el humo y la neblina, se opacaban. La lucha cuerpo a cuerpo empezó en varios lugares.

      La unidad de Tongjo también estaba allí.

      —Ya no sirven los revólveres ni las granadas —murmuró Jyonte desenvainando el cuchillo en la densa oscuridad.

      Pronto, Tongjo y Jyonte se separaron.

      Tongjo, al quedarse solo, no sabía qué hacer. Sólo pensaba que debía hacer algo. En ese momento, alguien, desde atrás, le agarró la cabeza y una mano estrujó su cuello. Tongjo, automáticamente, sacó su cuchillo y empezó a atacar. No sabía en qué parte ni cómo. Después de una feroz lucha, como el otro ya no respondía, adivinó que había muerto. No supo de dónde había sacado tanta fuerza. Ése, el que había acuchillado con los ojos cerrados, no era él. A ése lo movió una fuerza que no era la suya. A partir de ese momento, cuando veía algo, lo agarraba de la cabeza, y cuando ésta estaba rapada, acuchillaba, pateaba y derribaba.

      El combate duró hasta la madrugada, cuando los enemigos se retiraron.

      Apenas se percibían los gemidos y gritos de soldados heridos de ambos bandos. Un soldado maldecía a alguien y gritaba que le dieran la muerte para olvidarse del dolor. Otro parecía orar llamando a su madre. Otro, simplemente lloraba. Eran escenas después de un terrible combate. No podían enviar inmediatamente a los heridos al hospital, porque los enemigos habían atacado repentina y masivamente.

      Tongjo vio a Jyonte, que tenía heridas en ambos codos.

      —Estás sangrando mucho.

      —No te preocupes, pero ¿qué pasa? Ni siquiera estás herido. Ya aprendiste a pelear. Claro, nadie nace sabiendo pelear. Cualquiera lo hace cuando se ve obligado.

      Cuando llegó Yungu, Jyonte le dijo:

      —Dame un cigarro, los míos se echaron a perder —y de su bolsillo sacó la cajetilla empapada de sangre.

      —¡Qué cigarro ni qué…! Primero tengo que vendarte.

      —No, hombre, primero dame un cigarro.

      Yungu le dio la mitad de uno. Él tenía esa costumbre: cuando les distribuían cigarros, los cortaba en dos. Por esto, cuando a todos se les acababan, él todavía tenía.

      Lo encendió, absorbió profundamente el humo, despacio, lo botó y luego dijo:

      —Estas heridas son pequeñeces, porque el humo ni siquiera sale por ellas —se rio. Sus dientes, en contraste con su cara cobriza, brillaban de blancos—. De verdad, la pelea no tenía fin. Cuando acababa con uno, me llegaba otro.

      El cielo bajo empezó a gotear, luego cayó la lluvia a cántaros. Se sumó el viento del sureste, más fuerte que el día anterior. La lluvia torrencial creó una neblina que ocultó la visión. Ya no se distinguía nada.

      El enemigo, aprovechando la lluvia, reanudó el ataque. Los aviones de la tropa de Naciones Unidas, a pesar de las terribles condiciones climatológicas, empezaron a bombardear. Pronto empezó la pelea cuerpo a cuerpo. Los soldados se empaparon de sangre, agua y barro. La lluvia los limpiaba, pero la tierra no rechazaba todo. Los dejaba correr.

      Jyonte, al principio, agarró el arma aun con la mano herida, pero tuvo que retroceder, porque al empaparse con la lluvia, las lesiones empezaron a dolerle. Parecía que se pudrían.

      La lluvia, por un rato, fue menuda, pero después arreció. Era terrible enfrentarse con gente dispuesta a morir. Además, era una masa compacta. Por la tarde cayeron dos lugares del frente de defensa

      Llegó la noche. Ya no hacía tanto viento. También cesó de llover. De repente, desde la dirección opuesta a donde atacaban los enemigos, se oyeron sonidos de gong y flauta. El grupo de Tongjo no supo qué hacer. Estaban cercados. Los soldados perdieron el control. Nadie obedecía a los jefes. Dispersos y desesperados buscaron vías por dónde escapar.

      En ese caos, Tongjo y Jyonte se separaron de Yungu.

      Después de unas dos horas de bombardeo enemigo, los dos apenas pudieron escapar y llegar a un riachuelo. Aunque estaba oscuro, calcularon su anchura: unos cinco metros. En ambos lados del dique se percibían movimientos de gente. Quizás era la segunda línea del cerco enemigo.

      Los dos entraron al riachuelo. Por suerte, podían sacar la cabeza acurrucándose y así caminaron. En el fondo había piedras de diferentes tamaños. No era de esos riachuelos permanentes, sino de los que comúnmente estan secos y sólo cuando llueve se forma un río.

      El agua corría rápido. Los dos caminaron contra la corriente, porque supusieron que corría desde el pico Chuparyong, del norte. Jyonte le murmuró a Tongjo: “Carajo, ya no tendré que lavar la ropa para quitarle las manchas de sangre”.

      Sin embargo, era un duro trabajo caminar como patos con la cabeza encima de la superficie del agua, con enemigos en ambas orillas. Además, Jyonte no podía mover sus brazos heridos. Las vendas, mojadas por la lluvia, se hincharon por el agua y se pegaron más a las heridas. El dolor se intensificó, ya no movía los brazos. No bien avanzó unos metros, cuando sintió inertes sus piernas. Se quedó cada vez más lejos del amigo.

      Tongjo decidió empujarlo por la espalda, pero tampoco era fácil. Jyonte le pidió que lo jalara del cinturón. Le hizo caso. Caminaron un poco más rápido.

      Del cielo negro empezó a caer otra vez la lluvia.

      En ese momento sucedió algo muy chistoso: la cosita debajo del cinturón de Jyonte, al ser rozada por Tongjo, se puso tiesa. ¿Habría sido por el contacto con mano ajena? Un fenómeno instintivo que tampoco comprendió Jyonte. Estando en una crisis de vida o muerte, con el cuerpo cansadísimo y herido, esa cosa estaba llena de vida. Aunque eran mediados de julio, el cuerpo debajo del agua sentía frío, por la noche y por la lluvia. Tongjo también se dio cuenta del prodigio y soltó el cinturón. Jyonte bromeó: “Ay, hombre, agárralo y jálalo. No hay mejor timón”.

      Caminarían así unos dos kilómetros, hasta que pudieron abandonar la zona enemiga. Al salir del agua, Jyonte subió a la orilla y orinó.

      —Mientras tenga esta cosa llena de vida, no necesito pensar en la muerte.

       3

      Cuando después de tres semanas Jyonte salió del hospital militar, cerca de la planta Kumali de Jwachon, su regimiento ya se había trasladado a Sotogomi, un pueblo a ocho kilómetros al norte de Jwachon, y doce al sur del pico Chuparyong, la zona más cercana a la línea de armisticio.

      Al bajarse del camión militar, echó una mirada a su alrededor. Ese pueblo, antes de la guerra, perteneció a Corea del Norte por quedar al norte del paralelo 38, pero el año pasado, cuando su regimiento llegó por segunda vez, las casas debajo de la montaña quedaron en cenizas. Ahora, en menos de diez días, desde la firma del armisticio, en varios lugares ya había casas construidas y otras en construcción.

      El campamento quedaba a la derecha del camino. Con su maletín en una mano, caminó por la calle polvorienta en dirección al cuartel. Se sentía el calor que exhalaba la tierra.

      —Eres Jyonte… ¿verdad? —alguien le preguntó desde lejos. Volteó la cabeza y vio a uno que tenía la mano alzada entre los soldados que reparaban su bagaje. Era Tongjo.

      Jyonte le contestó en voz alta:

      —Oye, ¿escribiste muchos poemas?

      Después de informar su retorno en el cuartel, se dirigió a donde estaba Tongjo y se estrecharon las manos.

      —¿Cómo