Lo cierto es que, ahora que lo pensaba, cualquiera que fuese la objeción que un prospecto me lanzara, yo nunca la respondía e insistía en tomar el pedido. Habría sido inútil responderla, porque una objeción era meramente una cortina de humo de la inseguridad. Una respuesta, aun una perfecta, no haría otra cosa que forzar al prospecto a pasar a una nueva objeción, porque el problema de raíz no había sido atacado todavía.
En consecuencia, después de que eludía una objeción yo regresaba al principio de la venta y hacía una presentación complementaria a partir de donde me había quedado, con la meta de elevar el estado de seguridad del prospecto en los tres dieces. Y una vez más, igual que con el resto de mis estrategias, ejecutaba cada uno de mis ciclos exactamente de la misma manera que antes.
Justo en ese momento se me ocurrió la idea de que todas las ventas son iguales. De hecho, ese concepto brotó en mi cerebro, seguido un milisegundo después por la imagen elegantemente simple que podía utilizar para explicarlo.
Al final, esa imagen resultó ser una línea perfectamente recta.
Pero ése fue sólo el principio.
Algo había hecho clic dentro de mi cerebro y la ventana de claridad que se abrió me dio acceso ilimitado a un depósito aparentemente infinito de lo que bien puede describirse como sabiduría pura de ventas. Hablo de algo muy avanzado: ideas, conceptos, tácticas y estrategias que cruzaron por mi mente a una velocidad increíble. Vi en mi imaginación que mi estrategia de ventas se descomponía en sus piezas elementales y que después se volvía a armar, en el orden correcto, a lo largo de una línea perfectamente recta. Mi corazón dio un vuelco; todo esto sucedió tan rápido que pareció casi instantáneo, pero me cayó como bomba.
Yo no sabía hasta entonces por qué había sido capaz de superar en ventas, por un amplio margen, a todos los demás vendedores en cada compañía en la que había trabajado. Ahora lo sabía.
Mi estrategia de ventas, que hasta ese día había sido en gran medida inconsciente, se volvió consciente de súbito. Vi con claridad cada uno de sus fragmentos, como una pieza precisa de un rompecabezas, cada una de las cuales me gritaba su propósito. Pero había más; mucho, mucho más.
Cuando dirigía mi atención a cualquier pieza en particular, tenía acceso a cada experiencia fundamental y cada recuerdo que justificaba el propósito de esa pieza y su ubicación; y si me concentraba un poco más, un torrente de palabras se derramaba sobre mi conciencia y me ofrecía una explicación perfecta de dicha pieza y su relación con las demás.
Si, por ejemplo, examinaba el punto sobre la línea indicado como “presentación de ventas” sabía de inmediato que era indispensable ocuparse de tres cosas para que el prospecto dijera que sí; y al concentrarme un poco más, en mi mente apareció la palabra “seguridad”, seguida un milisegundo más tarde por cada uno de los tres dieces, que parecían flotar sobre la línea y asociarse con escenas que se remontaban hasta mi infancia, de situaciones casuales de ventas en las que yo había participado en cualquier extremo, como vendedor o como prospecto, lo mismo que con un vívido recuerdo de por qué había dicho no o sí al vendedor o de que los prospectos me hubieran dicho sí o no a mí.
Todas esas cosas, cada una de ellas comprimida en un milisegundo, pasaron por mi cerebro mientras estaba frente al pizarrón y miraba las objeciones. De cabo a rabo, la experiencia entera duró quizás uno o dos segundos, pero cuando volteé a ver los Strattonitas yo era ya una persona completamente distinta.
En tanto examinaba sus rostros, las fuerzas y debilidades de cada uno de ellos aparecieron en mi cerebro en medio de una singular avalancha de ideas, junto con la forma de capacitar a la perfección a cada cual. En suma, les enseñaría a vender justo como yo lo hacía, a fin de que tomaran el control inmediato de la venta y llevaran al prospecto de la apertura al cierre a través de la distancia más corta entre dos puntos: una línea recta.
Con renovada confianza, les dije:
—¿No entienden, muchachos? ¡Todas las ventas son iguales! —los doce Strattonitas me dirigieron miradas de confusión, que ignoré encantado para dar rienda suelta a mi descubrimiento—. Miren —añadí animadamente—, ¡todo se reduce a una línea recta!
Me volví hacia el pizarrón y tracé en él por vez primera una larga y fina línea horizontal, en cada uno de cuyos extremos coloqué una X grande y gruesa.
—Ésta es su apertura —señalé en la línea la X de la izquierda—, donde comienza la venta, y éste es su cierre —señalé la X en el extremo derecho de la línea—, donde el prospecto dice “Sí, hagámoslo” y abre una cuenta con ustedes.
”La clave aquí es que, desde literalmente la primera palabra que sale de su boca, todo lo que ustedes dicen y hacen está diseñado para mantener a su prospecto en la línea recta y hacerlo avanzar poco a poco por ella, de la apertura al cierre. ¿Me siguen hasta aquí, jóvenes?
Los Strattonitas asintieron al unísono; era tal el silencio en la sala que se habría oído caer un alfiler. Había electricidad en el aire.
—¡Bien! —contesté rápidamente—. Como vendedores tenemos de vez en cuando una de esas perfectas ventas fáciles en las que el prospecto parece casi convencido antes siquiera de que abramos la boca —y sin dejar de hablar dibujé flechas diminutas sobre la recta, comenzando por la X de la izquierda para atravesar toda la línea hasta antes de la X de la derecha—. Ésta es una de esas ventas en la que a todo lo que ustedes dicen y hacen y a todas las razones que dan para que el prospecto les compre, él no cesa de decir sí, sí, sí sin oponer una sola objeción, hasta el momento en que le proponen tomarle el pedido y él acepta cerrar la venta. Esto es lo que yo entiendo por una venta perfecta de línea recta.
”¿Quién ha tenido alguna vez una de esas perfectas ventas fáciles en las que el cliente parecía casi convencido desde el principio? Todos, ¿verdad? —alcé la mano para inducirlos a que hicieran lo mismo y las doce manos se levantaron al instante—. ¡Claro que sí! —afirmé confiado—. El problema es que esas ventas son escasas y muy espaciadas. Por lo general, lo que ocurre es que el prospecto trata de desviarlos de la línea recta y tomar el control de la conversación.
Para ilustrar este concepto, dibujé una serie de flechas delgadas que apuntaban arriba y abajo (↑↓) desde la recta.
—Básicamente, ustedes deben mantener al prospecto en la recta, en dirección al cierre, mientras él intenta apartarlos de ella y desviarlos a Plutón —escribí la palabra “Plutón” cerca del extremo superior del pizarrón— o bajarlos a Urano —escribí la palaba “Tu ano” cerca del extremo inferior—, el cual no es precisamente un lugar envidiable, al menos para la mayoría —eché las manos al viento y me encogí de hombros como si dijera: “¡Allá cada quien!”.
”Así, lo que tenemos son estos sanos límites, arriba y abajo de la línea, uno aquí y otro acá —proseguí y dibujé dos líneas punteadas en paralelo a la recta, una de ellas quince centímetros arriba de ésta y la otra quince centímetros abajo.
”Cuando ustedes están dentro de esos límites, tienen el control de la venta y progresan hacia el cierre. Cuando están fuera de ellos, el cliente tiene el control y ustedes se desvían a Plutón o bajan a Urano, donde hablan del precio del té en China, de política o de cualquier otro tema irrelevante que no guarda ninguna relación con la venta.
”Por cierto, oigo que ustedes hacen esto último todo el tiempo cuando recorro la sala, ¡y eso me enloquece! —sacudí