Cuando florece el alforfón. Hyo-Seok Lee. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Hyo-Seok Lee
Издательство: Bookwire
Серия: Colección literatura coreana
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640189
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cerda? El cerdo… la cerda… la pareja de cerdos…

      —¡Cuidado!

      Despertó de su ensimismamiento al oír el agudo grito. Un fuerte viento frío le pasó rozando y sintió como si de pronto su cuerpo se elevara a otro mundo. No vio ni escuchó nada más… Por unos instantes se le endureció el cuerpo y dejó de sentir. Al aclarársele poco a poco la visión, empezó a ver que algo se movía, y al destapársele los oídos escuchó un estruendo estrepitoso que parecía capaz de borrarlo de cuerpo entero… El sonido del trueno… El fragor del mar… El ruido de las ruedas… De repente se le aclaró la vista y vio la última rueda del tren que se alejaba rauda como una flecha.

      “¡El tren!”

      Había pasado el tren y Shigui estaba aturdido y le temblaba el cuerpo. Más que sudar frío, se le había puesto la piel de gallina. Se sintió liviano como si su cuerpo se hubiera vaciado de pronto. En efecto, estaba vacío. No se veía por ninguna parte el bote de gasolina ni los pescados que traía en una mano. Tampoco había rastros de la cerda que llevaba en la mano derecha.

      —¡Mi cerda!

      —¡Déjate de cerdos! ¡Estás loco para cruzar así la vía del tren!

      Cuando alzó la vista al recibir la sonora cachetada, vio al encargado de las vías que lo miraba fijo y con expresión furiosa.

      —¿Qué pasó con mi cerda?

      —Debes haber tenido un sueño afortunado anoche. Es un milagro que no te haya atropellado a ti.

      —¿Quiere decir que atropelló a mi cerda?

      —¡La próxima vez ten más cuidado!

      Después de lanzarle este último dardo, aferró con fuerza el brazo de Shigui y lo alejó de las vías.

      —¡Atropelló a la cerda! A mi cerdita que llevé dos veces a que la montaran en el criadero… Mi cerda… Mis cerdos… —exclamó sin darse cuenta, pero aunque miró por todas partes, no encontró una sola gota de sangre. Ni una sola huella… Pensó que el tren se la habría llevado en volandas y miró a lo lejos sobre la vía, pero ya no quedaba ni la sombra del tren—. Mi cerda… que la crié en mi cuarto y le di agua en mi propio cuenco… Pobre, mi cerdita…

      Shigui se sentía tan aturdido y desolado que le parecía que en cualquier momento se caería redondo en ese lugar.

      hacerlo, su cuerpo había vibrado como ante un trueno.

      ¿Ésta era la cara del sufrimiento? ¿La cara del dolor? Tenía los ojos dados vuelta, las mejillas retorcidas, las cejas arqueadas y le batían los dientes… ¿Ésta era la expresión extrema del dolor?

      —¡Sí, es esto! —exclamó Ma Ran como despertando de un sueño y lanzando un profundo suspiro.

      Era un descubrimiento nuevo y grandioso. La primera gran experiencia y emoción recibida en toda su existencia.

      —¡Es precisamente esto!

      Fue como un grito de victoria, semejante a la emoción que debió sentir Julio César cuando exclamó “Vine, vi y vencí” después de conquistar Egipto. El susto se había convertido de pronto en alegría y satisfacción.

      —En la mitad de un día encontré lo que busqué durante toda la vida. Por fin encontré mi arte. Pintemos esto. Pintemos esta cara.

      Como si la fuente de inspiración hubiera fluido del cielo directamente a su cuerpo, sus ojos brillaban fulgurantes y sus cabellos se habían erizado. Le temblaba el cuerpo de la excitación y sus hombros se agitaban tanto que le resultaba difícil mantener el equilibrio. Parecía que había comenzado a bajarle el espíritu. Había encontrado en la cara del cazador de serpientes la inspiración del dolor que no había hallado en su cara por mucho que la había contraído delante del espejo. Por fin había topado con el impulso preciso para mover su pincel. Se dispersaron de su cara la ansiedad y el sufrimiento, y la satisfacción y el éxtasis ocuparon su lugar.

      —Hoy voy a pintar la mejor ilustración de este mundo, la obra maestra de mi vida. Voy a hacer un arte superior a la estatua de Laoconte. Derrotaré con mi pintura el apremio del ayudante impertinente. Le cerraré la boca al soberbio jefe de redacción.

      De pronto sus manos estaban sosteniendo el cuaderno de bosquejos y en una hoja nueva fueron surgiendo, trazo tras trazo, los rasgos del vendedor de serpientes. Laoconte de Troya había sido atacado por las serpientes por haber adivinado el engaño de los enemigos, y el vendedor de culebras había sido mordido por ellas por querer venderlas. ¿Quién hubiera sabido que el sufrimiento de hace milenios resucitaría hoy para ayudar al arte de Ma Ran? ¿Quién diría que la pintura de Ma Ran sería menos que el grupo escultórico de Laoconte?

      —Por fin me he visto correctamente la cara en el espejo. He visto claramente la expresión del protagonista de la novela y también la mía. Vendedor de serpientes, descendiente de Laoconte, sed mi modelo por un rato. Transmitiré a la posteridad vuestro sufrimiento, confiad en mí.

      El dolor de hace siglos se había transmutado en alegría suprema y hacía que Ma Ran se olvidara de todo y se absorbiera en el trabajo. Como dándose cuenta de lo que sucedía, la gente fijó en él su atención, y el cazador de serpientes, conmovido por su apasionamiento, se quedó quieto por unos instantes y en silencio se dirigió a él.

      Por esta vez, al menos, el ayudante que había venido para apremiarlo, se quedó sin habla, de pie y sin moverse de su lado. Todas las cosas se mantuvieron en solemne mudez para asistir al nacimiento de una obra maestra.

       El gallo

      Por el abatimiento que tenía últimamente, Eulson había abandonado el cuidado de las gallinas. Esas aves que había criado con tanto esmero ya no atraían su vista ni su corazón. Cuando las miraba pasear por el patio, le daba por tomar una estaca de madera. El corral, que hacía tiempo no limpiaba, estaba sucio como nunca.

      Con la venta de dos gallinas pagaba la matrícula de un mes, así que no le apenaba mucho que fueran disminuyendo de número. Por el contrario, le molestaban la vista dos aves que en lugar de cumplir su destino vagaban por el corral escapándose de su suerte desde hacía ya un mes. Eran el equivalente a la mensualidad del colegio que no había ido.

      De las dos aves, un gallo poco agraciado era el que tenía peor pinta. Por añadidura a su aspecto deslucido, siempre perdía cuando se peleaba con el gallo del vecino. Siempre que lo veía tenía sangre fresca en su cresta por los picotazos recibidos. También tenía los párpados caídos y cojeaba de una pata. Las plumas de sus alas estaban desordenadas y hasta su cola era corta. A veces, incluso, lo acosaban las gallinas. Ya no sólo le daba vergüenza ver al gallo que no se comportaba como tal, sino que últimamente hasta le producía disgusto. Y el que llevara un mes escapándose de su suerte aumentaba la antipatía y la repulsión que sentía contra él.

      Se sentía muy mal por no poder ir a la escuela.

      La expulsión del paraíso por comer una manzana era cosa de leyenda, pero la expulsión del colegio por robar manzanas era una realidad.

      Las manzanas de la plantación eran la fruta prohibida y Eulson había violado esa ley.

      No había caído bajo el influjo de sus compañeros, sino en la tentación de la manzana. Y es que la manzana no era un deseo superfluo, sino una necesidad física.

      Eran cinco los que estaban de turno. Habían terminado de guardar los capullos de seda y quizás el no tener nada qué hacer fue la causa de lo que hicieron. Esperaron charlando a que se hiciera medianoche y salieron del cuarto. Escondidos en la oscuridad, cruzaron la cerca de alambre de la plantación de árboles frutales.

      Fue una idea brillante meter todas las sobras en el fogón, pero fue un error guardar la última manzana en un rincón del cuarto, escondida bajo unas hojas de morera.

      Al día siguiente, cuando se discutía sobre las huellas dejadas en la plantación, descubrieron