Cuentos asépticos. Alberto Pocasangre. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Alberto Pocasangre
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789929771352
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parece un poco… no. No es él. Tiene la cara angulosa y pálida.

      —Mamá, ¡sí es! ¿No es normal que haya cambiado un poco? ¡Quién sabe todo lo que ha rodado y las cosas feas que ha vivido!

      —¿Y si no es él? ¿Y si solo queremos que sea? ¡Hace tanto que perdí la fe!

      Los tres nos queríamos y cuidábamos mucho. Pero mamá pensó que se necesitaba un hombre en el grupo y llevó al panzón. Ese que nos puso los ojos morados varias veces. Ese que llegaba a medianoche gritando vómito y dando patadas a las puertas, a los muebles, a los niños a quienes ni siquiera había tenido el trabajo de engendrar. Ese que le mató las ilusiones a mamá a trompada limpia. Ese que sabe el diablo en dónde está ahora.

      Gabriel se ha dormido en el suelo. Duerme feliz. Inocente. Con la paz que tienen los que nada sospechan. Mamá y yo lo contemplamos.

      —Mamá ¿no te dice nada el corazón? —afuera ronronea la noche. A lo lejos se oye una ambulancia. Mamá tarda en responder.

      —El corazón me sofoca y me dice que quizás es mi Gabriel… o quizás no —se pasa la mano por la frente–. Hace tiempo me resigné, ahora no sé nada… ¿cómo puedo creer que este trapo sea mi Gabriel? —se limpia como quien limpia lágrimas, pero no llora—. Y si es, ¿qué podemos hacer? Mañana le da por escapar otra vez y… otra vez la angustia… y otra vez la de vueltas y vueltas, la de buscar y buscar y la de no encontrar nada ¡nada! —creo que va a llorar pero no lo hace. Quizá las lágrimas también pueden secarse en cuatro años. No solo yo he estado angustiado—. Tal vez… —sigue ella— tal vez sea bueno llamar a una institución social…

      —¡No, mamá! Yo pienso que… que debemos cuidarlo… ¡Yo voy a cuidarlo!… si es Gabriel estamos obligados, nos obliga la sangre…

      —¿Y si no es?

      —… Si no es… por lo menos cuidaremos a alguien en su nombre.

      MAMÁ no dice nada. La veo atento y me doy cuenta: está envejecida, golpeada y reseca. También estos cuatro años le pasaron factura.

      El presunto Gabriel durmió con gusto. Como quien no ha dormido en un piso tan suave por siglos. Mamá se fue al trabajo con el rostro duro y preocupado. Me recomendó que sacara al sujeto de la casa y que si se ponía peligroso llamara a la policía. Le digo que sí por decir algo porque no pienso obedecer. Pero me deja una espinita.

      Le doy a Gabriel cereal con leche. Lo derrama y sigue atento al cielo falso. Cada vez que lo miro lo desconozco más y pienso haber recogido a un extraño. Y la espina que mamá me dejó se hace más y más grande. Frunzo el alma al darme cuenta que mi seguridad de ayer se ha desvanecido.

      Me equivoqué otra vez.

      Gabriel anda aun por ahí, pero no es este. Este que parece tan contento. Se ve feliz pero es seguro que no me reconoce quizás porque nunca me ha visto. Entonces se me ocurre: saco el ajedrez y lo armo completo frente al hipotético Gabriel. Lo hago despacio, atento a sus impresiones, pero no le da mayor importancia a lo que hago. A medida que el tablero se llena y él sigue impasible, algo en mi corazón se va vaciando, algo como si cada pieza fuera un pedazo de mí mismo y al ponerla en los cuadros negros y blancos me diera cuenta que esa pieza, ese pedazo, ya no podrá volver a su lugar. Y yo seré entonces otro. Más liviano y más vacío. Como si al ubicarlas en su lugar me fuera despidiendo de la esperanza de encontrar a mi hermano.

      Termino al fin de poner en el tablero los pedazos de mí. Solo queda vacío el escaque del Rey Negro, desaparecido el día de la fuga. El impostor mira el tablero como si por primera vez viera uno y después alza los ojos al techo. Se me acumula el sabor acre de la pérdida. El sabor terrible de la certeza que da un error. Esta era mi última prueba, la definitiva: no es Gabriel.

      De repente, el falso hermano dice “¡Ah!” y va hacia el cuarto, lo sigo y veo que —de manera autómata— sube a mi cama y levanta la loseta del cielo falso: mete la mano y saca una pieza polvorienta de ajedrez. Me la extiende riendo, el rostro iluminado.

      Tomó al Rey Negro y sonrío a Gabriel.

      Estoy seguro que no me reconoce pero no importa. He encontrado al Rey Negro y es suficiente. Tal vez un día él encuentre el camino a casa.

      Y yo estaré ahí para abrazarlo.

      III - ELENA ME DIJO

      Elena lo dijo otra vez.

      Y lo dijo con gusto.

      Ella es muy bonita y cada vez que habla, sonríe. Pero cuando me lo dijo, torcía la boca en un gesto que hubiera sido gracioso de no haber dicho lo que dijo. Le doy la queja al profesor Martínez y él hace esa cara de siempre, de cuando me le acerco. A veces pienso que el profesor siente lo mismo que mis compañeros.

      Ha de intentar disimular pero no puede evitar sentir. Por eso trata con la evasión, diciendo que me quejo demasiado, que ya estoy grande para andar acusando, que ni los de primaria se quejan tanto y que es tan desproporcional mi delicadeza que cualquiera diría que soy de vidrio.

      Dice que soy como soy y que debo APRENDER a vivir con eso. Dice “eso” como si hablara de una enfermedad incurable que da lástima y asco. Y sospecho que “eso” en mí, lo molesta mucho. No soy hipócrita pero me gusta estar en paz con todo el mundo, así que intento caerle bien: el Día del Maestro le traje unos pañuelos que recibió con una sonrisa falsa. Siempre trato de no molestarlo pero hoy que Elena lo dijera con tanto gusto, fui y me quejé.

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      Agarré valor y fui directo al escritorio donde el profesor Martínez chequeaba una lista. No me volví hacia ningún lado pero sentí la mirada pesada y burlona de toda la clase quienes se tiraban papeles hechos puño cada vez que el profe se distraía. No podía ver más que al profesor en el escritorio. Todo lo que sucedía a MI alrededor era como una bruma descolorida y deforme, como si las cosas fueran destiñéndose despacio. Imagino que en el momento en que me levanté, Elena y los que estaban con ella se habrán reído. Pero no me importa... bueno, sí importa… me lo han dicho tantas veces que al principio pensé que no importaba. Siempre creí que era por jugar, por molestar, por seguir la broma. También yo he hecho bromas a otros y feas además. ¡Así somos en el grado! jugamos con cosas que pueden parecer ofensivas pero solo son bromas. Aunque nadie lo dice con el gusto con que Elena me lo dijo. El tono, el labio retorcido y la sonrisa indicaban que lo hacía con la intención única de ofender. Y yo no le he hecho nada. Nada. Yo no bromeo con ella. Puedo jurar ante el director que hasta la trato con mucho respeto y las otras veces que me lo ha dicho pongo la queja, pero ella argumenta que es jugando, que no pasa nada y yo hasta arrepentido me siento como si fuera yo el que ha dicho algo que no debía.

      Me siento humillado, eso es, con las orejas rojas y calientes. Por eso no miro a los lados. Por eso camino de prisa. Por eso fui a donde el profe y me quejé. Me mira con algo de enfado y respira fuerte como si no le alcanzara el aire. Como suspira mamá antes de regañarme o cuando se harta de que pregunte por qué soy así y no como ella. Como suspira cuando insulta a mi papá que nunca he visto y que sí era como yo. Después de un rato, el profesor Martínez dice:

      —¿Cómo quieres que te digan si así eres?

      —Sí, —digo con ganas de salir corriendo del salón y del instituto y de un brinco llegar a mi casa— yo sé que así soy... pero me duele cuando lo dicen con desprecio... —entonces se me saltan dos puñeteras lágrimas, quizás de cólera o por el nudo ciego que se me hace entre pecho y boca. Miro para todos lados, con vergüenza. Con UNA vergüenza que me ahoga pero que no siento mía ni le hallo explicación. No es mi culpa ser así como soy.

      El profesor está serio, se rasca la barbilla y dice a mis compañeros:

      —¡Dejen de decirle apodos a Enrique, por favor!

      Carlos, que se cree comediante y que cada vez que puede me molesta, grita:

      —¡No