Cuentos asépticos. Alberto Pocasangre. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Alberto Pocasangre
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789929771352
Скачать книгу
encontré cuando iba en el autobús con mis amigos, EN la esquina donde los vagabundos y los perros disputaban la basura. Estaba seguro que era él. O por lo menos que se le parecía… bueno, se parecía y no se parecía. Nada más se me ocurrió bajarme ahí mismo ante el asombro de todos e ir corriendo hasta donde mamá trabaja.

      —¡Mamá, mamá! ¡Lo hallé!

      —¿El qué? —dijo mientras se limpiaba la frente con una toalla azul.

      —A Gabriel.

      Ella quedó un momento como en el aire, pensando. Parecía que trataba de encajar todas las piezas en la redecilla de su cabeza.

      —No —dijo entonces—. Quieres que sea él.

illustration

      —¡No, mamá! El corazón me dice que es Gabriel…

      —Son imaginaciones tuyas, como las otras veces… —y siguió levantando los trastos de una mesa sucia.

      —¡No, mamá! ¡Ahora sí es él! ¡Estoy seguro!

      Ya no me hizo caso. Siguió recogiendo trastos con la presteza de la experiencia. Creo que después de tantos desengaños ya no quiere creer. Pienso, al verla apilar los platos y limpiar la superficie celeste, que estos cuatro años le apagaron la esperanza. Pero a mí no. Siempre supe que Gabriel aparecería. Siempre quise creerlo. Por eso, cada semana creía haberlo encontrado.

      Recuerdo bien: la noche antes de irse me confió su plan.

      —¿Por qué? —pregunté con un quiebre de voz. Gabriel se puso un dedo en los labios y sonrió con picardía, como cada vez que una travesura le salía al gusto, la sonrisa de siempre cuando se escapaba con sus amigos, esos que a mamá le desagradaban tanto.

      —¿Por qué crees? ¡Aquí ya no se aguanta! ¡Todo es palos y palos! ¡Todo es trompada y trompada! Si este fuera un barco, estaría por hundirse… y yo, como buena rata, abandono el barco a tiempo...

      Apreté los ojos para que las lágrimas no salieran y apreté también el hatillo que Gabriel había hecho con dos camisas y un pantalón y que ya tenía al hombro. Aunque sonreía tenía los ojos tristes.

      —Entiende que somos nosotros o ese panzón —se soltó de mí y fue al cajón donde guardábamos el ajedrez. Buscó y buscó y sacó al Rey Negro—. Quiero que te acuerdes de mi cada vez que veas esta pieza —los ojos de Gabriel eran los de un gato—. Acuérdate que yo soy el Rey Negro y que un día vuelvo aquí para rescatarte.

      Gabriel me enseñó a elevar cometas y a dar puñetazos.

      Gabriel me enseñó que hay hermanos que son más que un hermano.

      Gabriel me enseñó a jugar canicas y ajedrez.

      Me enseñó también que los villanos pueden ser especiales.

      Me enseñó muchos trucos para ganar en todos lados… Pero en el juego de la vida, él no ganó.

      Lo que más le gustaba era el ajedrez. Siempre jugaba con las piezas negras:

      —Es que yo soy el malo de la película —decía con una mueca de cine y hacía su sonrisa pícara.

      Le gustaban las canicas oscuras. Si no había cometa negra, ayudaba a volar la mía y a aplaudir o se fabricaba una con bolsas para basura. Eso sí, negras. Siguió jugando conmigo aun cuando creció, incluso cuando sus amigos —que mamá odiaba— llegaban a llamarlo, cada uno con un cigarro tras la oreja.

      Le pedí que no se fuera. Que esperara hasta la mañana, que hablara con mamá. Prometió que sí. Devolvió el Rey Negro al cajón y se acostó. Yo me dormí después que él cerró los OJOS. A la mañana, Gabriel se había ido. El Rey Negro también faltaba en el cajón.

      El señor que nos pegaba nos dio unas cuantas palizas más y — cansado, supongo— se fue unos días después, pero Gabriel no volvió.

      Y hoy lo había encontrado.

      Decidí llevarlo a casa. Fue fácil. Aunque es más alto que yo —me lleva dos años— está más flaco que los perros con los que lo encontré y me dejaba hacer sin preguntar. Sin importarle nada. Estaba sucio. Podrido. Con el pelo hecho mil nudos. Me miraba con vacío, como deben mirar al espacio los ciegos (traté de imaginar a un astronauta ciego, pero no pude). En la frente tiene una cicatriz ondulante que le corre desde la ceja hacia arriba perdiéndose en la mata de pelos. Cuando lo bañé, me di cuenta que la cicatriz recorría toda su cabeza hasta la nuca, como si un accidente terrible se la hubiera partido. Quizás —pensé, mientras Gabriel miraba fascinado al techo, al cielo falso, hacia arriba— Salud Pública lo recogió en alguna calle perdida, lo operó y lo dejó de nuevo en la calle ¡Y yo no estuve ahí para ayudarlo…!

      Recuerdo que una vez me quedé atrapado en un árbol: había un manzano frente a la escuela y mis compañeros me retaron a subir. Subí, pero como les pasa a los gatos, no pude bajar. Mis compañeros se fueron y quedé angustiado ante la idea de pasar la noche en el árbol. Al poco llegó Gabriel. Miró hacia arriba, me preguntó sonriendo pícaramente: “¿NECESITAS ayuda?” Después subió con destreza y protegiéndome con el cuerpo, me ayudó a bajar.

      No conozco a mi papá, pero imagino que todos los papás buenos deben ser como era Gabriel.

      En el cuerpo tiene muchas cicatrices. Y llagas.

      —¡Gabriel, Gabriel! —lo llamo y me mira con infinidad. Como si dentro de su cabeza partida la lucecita que debiera encenderse al oír mi voz se hubiera apagado hace tiempo. Le pongo ropa limpia, ropa mía. Parece que le gusta el olor y sonríe. Pero no es la sonrisa pícara de Gabriel: es una muequilla de sonrisa. Es el gesto que haría un mono imitando a otro. Después se rasca la cicatriz y se sienta en el suelo con ojos asustados. Sigue mirando al techo con intensidad, tratando de traspasarlo con imposibles rayos X. Me hace pensar de pronto que no es Gabriel, y tengo miedo. Tengo miedo de haber metido a un loco cualquiera en la casa con la esperanza de que sea Gabriel. Cuatro años vuelven ciego a cualquiera. Y loco.

      Cuando me enseñó a jugar ajedrez me dijo que lo hacía bajo dos condiciones: una, que él iba a jugar siempre las negras y dos, que dijera con orgullo CADA vez que me preguntaran, que yo era el primer niño que había aprendido ajedrez con un experto.

      Gabriel no era ningún experto. Es más, casi en todas las ocasiones yo ganaba. Jugábamos y jugábamos días enteros. Se convirtió en nuestro pasatiempo favorito. El ajedrez era el centro medular de nuestra amistad. Pronto nos hicimos fanáticos obsesivos de las aperturas y los gambitos, de la batalla en el centro y de las defensas. Gabriel se las arreglaba para conseguir revistas de ajedrez con sus amigos. Ellos tomaban algunas de los quioscos, “prestadas” decían, de adultos para ellos, de ajedrez para Gabriel. La emoción de leer una nueva revista era como la de ganar una partida. Dónde había aprendido Gabriel el juego nunca lo supe ni él quiso revelármelo. Y a pesar de su alegría y tenacidad, nuestros minitorneos, en la mayoría de casos, me coronaban a mí. En cada partida que Gabriel fallaba, decía riendo:

      —Hoy te dejé ganar para que cojas práctica. Pero ya verás —y entonces me retaba a otro juego (que también yo ganaba). Pero antes del jaque en la tercera partida, secuestraba al Rey Negro y gritaba:

      —¡Nunca, nunca será tuyo! ¡Yo soy el Rey Negro y nadie me atrapará! —corríamos por toda la casa, persiguiéndonos, sin terminar el juego.

      Yo estaba seguro que al huir se había llevado la pieza.

       “¡Soy el Rey Negro y nadie me atrapará!”

      Pero sí lo atraparon.

      Mamá llegó tarde y nos encontró sentados en el suelo. Yo le mostraba fotos a Gabriel, muchas. De esos momentos que vivimos todos alguna vez. Fotos con mamá, conmigo… hasta con el gordo que nos golpeaba. Y Gabriel nada más miraba hacia arriba con expresión perdida, obstinada. Cuando mamá entró, una luz pasó veloz por sus ojos. No