Todo lo que quedaba era un terco estoicismo: y en él se hallaba un inequívoco placer. En la experiencia de la nada de la vida, fase tras fase, etapa tras etapa, había cierta espantosa satisfacción. ¡Eso era todo! Siempre era ésta la última declaración: hogar, amor, matrimonio, Michaelis: ¡Eso era todo! Y cuando uno muriera sus últimas palabras serían: ¡Eso era todo!
¿Dinero? Quizás en este caso no pudiera decirse lo mismo. El dinero siempre hacía falta. El dinero, el éxito, la diosa meretriz, como Tommy Dukes se empeñaba en llamarla citando a Henry James, era una necesidad permanente. No podía gastarse la última moneda y decir luego: ¡Eso es todo! No, si llegaras a vivir diez minutos más, ibas a querer más monedas para esto o lo otro. Para que el negocio siguiera funcionando automáticamente, requerías dinero. Era indispensable tenerlo. Y no necesitabas nada más. ¡Eso era todo!
Porque, por supuesto, no tenías la culpa de estar vivo. Una vez que estás vivo, el dinero es una necesidad, la única necesidad absoluta. En caso de apuro puedes conseguir cualquier cosa. Pero no dinero. Enfáticamente, ¡de eso se trata!
Connie pensó en Michaelis y el dinero que podría haber tenido con él e incluso el que ella no deseaba. Prefería los ingresos menores que ella ayudó a ganar a Clifford con sus escritos, escritos que ella había ayudado a hacer. “Clifford y yo juntos ganamos mil doscientas libras al año escribiendo”, así lo consideraba ella. ¡Hacer dinero! ¡Hacer dinero! De la nada. ¡Sacándolo del aire! ¡La última hazaña de la que humanamente se puede estar orgulloso! Lo demás eran tonterías.
Connie volvió a casa a unir fuerzas con Clifford, para inventar otro cuento a partir de la nada, un cuento que significaba dinero. Clifford parecía preocuparse mucho de la calidad de sus relatos. A ella esto no le preocupaba. ¡No tiene sustancia!, había dicho su padre. ¡Doce cientos de libras el año anterior!, fue la réplica simple y definitiva.
Cuando eres joven, dispones los dientes, muerdes y resistes hasta que el dinero comienza a fluir de un lugar invisible; era una cuestión de poder. Era una cuestión de voluntad; una muy sutil y poderosa emanación de tu voluntad que te devuelve la misteriosa nada del dinero, una palabra escrita en un trozo de papel. Una suerte de magia triunfal. ¡La diosa meretriz! Bien, si uno ha de prostituirse, ¡que sea a la diosa meretriz! Siempre se podía despreciarla, así uno se haya prostituido ante ella, lo cual era magnífico.
Por supuesto, Clifford aún respetaba tabús y fetiches infantiles. Deseaba que lo consideraran “verdaderamente bueno”, lo cual era un completa tontería. Lo de verdad bueno era lo que se imprimía. No era bueno ser de verdad bueno y quedarse con el material. Era como si los hombres “realmente buenos” perdieran el autobús. Después de todo sólo se vive una vez, y si pierdes el autobús te quedarás en la calle con el resto de los fracasos.
Connie contemplaba un invierno en Londres con Clifford, el siguiente invierno. Él y ella habían cogido bien el autobús y bien podían viajar un tiempo en la parte alta, para exhibirse.
Lo único malo era que Clifford tendía a mostrarse confuso, ausente, a caer en ataques de depresión vacíos. Era la herida de su psique emergiendo. Y eso provocó que Connie quisiera gritar. Oh, Dios, si el mecanismo de la conciencia fallaba, ¿qué se debía hacer? ¡Al diablo con todo, cada uno hacía su parte! ¿Había que defraudar?
A veces Connie lloraba amargamente, e incluso en pleno llanto se decía: Tonta, mojando pañuelos. Como si sirviera de algo.
Desde Michaelis había decidido que no quería nada. Esa parecía la solución más simple para lo que de otro modo sería insoluble. No deseaba más de lo que tenía, sólo deseaba seguir adelante con lo que había conseguido: Clifford, los relatos, Wragby, la renta Lady Chatterley, dinero y fama, tal como sucedía. Quería seguir adelante con todo. Amor, sexo, toda esa clase de cosas, sólo agua helada. Lámelo y olvídalo. Si en tu mente no dependes de ello, no es nada. Especialmente el sexo. ¡Nada! Resuélvelo en tu mente y terminará el problema. El sexo y una bebida, los dos duran más o menos lo mismo, producen el mismo efecto y tienen un costo aproximado.
¡Un niño, un bebé! Esa seguía siendo una de las grandes emociones. Connie se internaría cautelosamente en ese experimento. En primer término elegir un hombre, y era curioso, no había en el mundo un hombre del que deseara tener un hijo. ¡Un hijo de Mick! ¡Qué pensamiento repulsivo! Mejor tener un hijo de un conejo. ¿Tommy Dukes? Era muy amable, pero de alguna manera era imposible asociarlo con un bebé, pertenecía a otra generación. Terminaba en sí mismo. Y entre el resto del amplio número de amistades de Clifford no había un hombre que no despertara su desprecio si imaginaba tener un hijo con él. Había varios que podían ser elegidos como amantes, incluido Mick. ¡Pero dejar que engendraran un hijo en ti! ¡Uf! Humillación y abominación.
¡Eso era todo!
Connie tenía el niño metido en la cabeza. ¡Espera! ¡Espera! Tamizaría generaciones enteras de hombres hasta dar con uno que valiera la pena. “Recorre las calles y callejones de Jerusalén y trata de encontrar un hombre”. Había sido imposible encontrar un hombre en la Jerusalén del profeta, aunque abundaban los humanos de sexo masculino. ¡Pero un hombre!, ¡c’est une autre chose!
Connie tenía la idea de que tendría que ser un extranjero: no un inglés y mucho menos un irlandés. Un extranjero auténtico.
¡Espera! ¡Espera! El próximo invierno iría con Clifford a Londres, y el siguiente irían al extranjero, el sur de Francia, Italia. ¡Espera! No había prisa con el niño. Era un asunto exclusivamente suyo, y el único punto que, a su extraña manera femenina, se tomaba en serio hasta el fondo de su alma. No se arriesgaría con el primero en llegar, ¡no, nunca! Se puede elegir un amante en cualquier momento, pero no al hombre que engendrará un hijo en tu vientre. ¡Espera, espera!, esto es algo muy diferente. “Recorre las calles y callejones de Jerusalén...” No se trata del amor, se trata de un hombre. Uno al que incluso se pueda odiar en lo personal. Y si era el hombre, ¿qué podía importar el odio personal? Esto tenía que ver con otra parte de uno mismo.
Como de costumbre había llovido y los senderos estaban muy húmedos para la silla de Clifford, pero Connie salía. Salía sola todos los días, principalmente al bosque, donde se hallaba sola todo el tiempo. No veía a nadie por allí.
Esta vez quería enviarle un mensaje al guardián, y como el mensajero estaba en cama con influenza —siempre parecía haber alguien con influenza en Wragby—, Connie se ofreció para ir a la casa de campo.
El aire era suave y siniestro, como si el mundo agonizara lentamente. Gris, pegajoso y silente, incluso el que llegaba de las minas de carbón, porque los pozos estaban trabajando corto tiempo y ese día estaban detenidos por completo. ¡El fin de todas las cosas!
El bosque entero estaba inerte, inmóvil, sólo se escuchaba el choque hueco de las gotas que caían de las ramas desnudas. Por lo demás, entre los árboles había una grisura profunda dentro de lo profundo, inercia sin esperanza, silencio, nada.
Connie caminaba sin prisa. El viejo bosque despedía una antigua atmósfera melancólica que de alguna manera la tranquilizaba, era mejor que la dura insensibilidad del mundo exterior. A Connie le gustaba la intimidad del bosque remanente, la muda reticencia de los viejos árboles. Parecía un poderoso silencio y a pesar del silencio una presencia vital. Ellos también esperaban: obstinados, estoicos, y emitían la potencia del silencio. Quizá sólo aguardaban el final;