—¿Y no te importaría con quién tuviera el hijo? —inquirió Connie.
—¿Por qué, Connie? Confiaría en tu natural instinto de decencia y selección. Tú no permitirías que te tocara alguien inapropiado.
¡Ella pensó en Michaelis! Representaba completamente la idea de Clifford del tipo inapropiado.
—Hombres y mujeres podemos tener idea distinta del hombre inapropiado.
—No —replicó Clifford—. Tú piensas en mí. No creo que te interese un hombre que me resulte antipático. Tu temperamento no te lo permitiría.
Ella guardó silencio. Esa lógica era incontestable porque estaba absolutamente equivocada.
—¿Y esperarías que te contara todo? —dijo ella, mirándolo de manera casi furtiva.
—Para nada, sería mejor que no lo supiera. Supongo que estás de acuerdo conmigo en que el sexo casual no es nada comparado con una larga vida juntos, ¿es así? ¿No crees que uno puede subordinar el sexo a las necesidades de una larga vida? Utilizar el sexo, ¿no es algo a lo que nos vemos forzados? Después de todo, ¿tienen valor esas excitaciones pasajeras? ¿No se reduce el problema entero de la vida a la construcción de una integridad personal al paso de los años, en vivir una vida plena? Una vida incompleta, parcial, no tiene sentido. Si la carencia de sexo pone en peligro la integridad de tu vida, sal a buscar una aventura amorosa. Si la falta de un niño atenta contra tu plenitud, haz lo posible por tener un hijo. Pero sólo hazlo para tener una vida plena, una larga conjunción armónica. Y tú y yo podemos lograrlo, ¿no crees? Si nos adaptamos a las necesidades y al mismo tiempo unimos esa adaptación en una sola pieza a la vida constante que hemos vivido. ¿No te parece?
Connie se sintió agobiada por esas palabras. Sabía que teóricamente él tenía razón, pero cuando ella pensó en la vida constante vivida con él, titubeó. ¿Era su destino seguir entretejiendo su vida con la de él el resto de sus días? ¿Nada más?
¿Eso le deparaba la vida? ¿Era justo? Tenía que conformarse con tejer una vida estable a su lado, en una sola pieza, quizás ocasionalmente bordada con la flor de una aventura. ¿Cómo podría ella saber cuáles serían sus sentimientos un año después? ¿Cómo podría cualquiera saberlo? ¿Cómo era posible decir sí para años y años? ¡El pequeño sí había durado lo que un suspiro! ¿Por qué tendría que verse atrapada por esa volátil palabra? ¡Por supuesto, tenía que revolotear y desaparecer, seguida por otros síes y noes! Como se alejan las mariposas.
—Creo que tienes razón, Clifford. Hasta donde logro entender, estoy de acuerdo contigo. Sólo los giros de la vida pueden aportar un nuevo sentido.
—En tanto la vida nos lo ofrezca. ¿Estás de acuerdo?
—¡Oh, sí! Estoy de acuerdo, de veras.
Connie estaba mirando una spaniel de pelaje pardo que había salido de un sendero lateral y los veía con la nariz levantada ladrando suavemente. Detrás de la perra apareció caminando a grandes zancadas un hombre con una escopeta, que parecía dispuesto a atacarlos; de pronto el hombre se detuvo, saludó y se dio vuelta para seguir su camino colina abajo. Era el nuevo guardabosque, pero había asustado a Connie al aparecer rápido y amenazante. Así lo había visto ella, como una repentina amenaza surgida de ninguna parte.
Era un hombre vestido de pana verde y con polainas, al viejo estilo; tenía una cara colorada y un bigote rojo y ojos glaciales. Bajaba ya de prisa la colina.
—¡Mellors! —lo llamó Clifford.
El hombre se dio vuelta y saludó con un ademán militar breve y rápido, ¡era un soldado!
—¿Quieres darle vuelta a la silla y echarla a andar? Así será más fácil —dijo Clifford.
El hombre se echó la escopeta al hombro y se acercó con pasos rápidos y suaves a la vez, como si fuera invisible. Era delgado y no muy alto, y silencioso. No dirigió la mirada a Connie, sólo a la silla.
—Connie, él es el nuevo guardabosque, Mellors. ¿No ha hablado aún con su señoría, Mellors?
—No, señor —repuso Mellors con palabras maquinales, neutras.
El hombre se levantó el sombrero y mostró su cabello grueso, casi rubio. Miró a Connie a los ojos con una mirada escrutadora, audaz, impersonal, como si la estudiara. Ella se sintió intimidada e inclinó la cabeza hacia él. Mellors se quitó el sombrero con la mano izquierda e hizo una leve reverencia, como un caballero, sin pronunciar palabra. Permaneció un momento inmóvil, con el sombrero en la mano.
—Ya tiene tiempo aquí, ¿verdad? —le dijo Connie.
—Ocho meses, señora. Quiero decir, su señoría —corrigió el hombre con tranquilidad.
—¿Y le gusta?
Connie lo miraba a los ojos. Mellors entrecerró los ojos, con ironía, tal vez con insolencia.
—Sí, su señoría, gracias. Me criaron aquí.
Hizo otra breve reverencia, se dio vuelta, se puso el sombrero y se dirigió a la silla. En las palabras finales su voz había adoptado el pesado arrastre del dialecto, quizá con algo de burla, porque hasta ese momento no había mostrado indicios de dialecto. Podría decirse que era casi un caballero. De cualquier modo era un tipo curioso, rápido, aislado, solitario y seguro de sí mismo.
Clifford echó a andar el pequeño motor y el hombre giró con cuidado la silla para colocarla de frente al declive que conducía, curvándose suavemente, a la penumbra de los avellanos.
—¿Es todo, señor Clifford? —preguntó el hombre.
—No, será mejor que me acompañe, por si se detiene. A veces el motor no tiene fuerza suficiente para subir.
El hombre echó una mirada en torno buscando a la perra, una mirada reflexiva. El spaniel lo miró y movió la cola levemente. Una breve sonrisa que parecía burlarse de Connie o provocarla, aunque de forma amable, asomó a los ojos del hombre un instante y en seguida se desvaneció y el rostro quedó inmóvil, sin expresión. Comenzaron a bajar la cuesta con rapidez, el hombre con una mano en la barra de la silla, sujetándola. Más parecía un soldado redimido que un sirviente. Algo en su porte le recordó a Connie a Tommy Dukes.
Cuando llegaron a la arboleda Connie echó a correr y abrió el portón que daba al parque. Mientras lo detenía, los dos hombres pasaron a su lado mirándola. Clifford con aire crítico; el otro con una fría curiosidad impersonal, queriendo descubrir cómo era ella. Y ella vio en sus impersonales ojos azules una mirada de sufrimiento y desapego, aunque no exenta de calor. ¿Por qué era tan arrogante, tan lejano?
Clifford detuvo la silla en cuanto cruzaron el portón, y el hombre acudió rápido y cortés a cerrarlo.
—¿Por qué corriste para abrir? —le preguntó Clifford a ella con una voz suave y tranquila que mostraba su disgusto—. Mellors lo hubiera hecho.
—Pensé que seguirían de frente —dijo Connie.
—¿Y dejar que corrieras tras de nosotros? —dijo Clifford.
—A veces me dan ganas de correr.
Mellors tomó de nuevo la silla, al parecer desentendido del entorno, pero Connie sabía que se fijaba en todo. Mientras empujaba la silla por el empinado ascenso del parque, Mellors comenzó a respirar agitado, con los labios entreabiertos. En realidad era un hombre frágil. Lleno de vitalidad, pero frágil y con tendencia a sofocarse. El instinto femenino