—¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Así tendría que ser! Es usted muy buena conmigo —dijo él lloriqueando.
Connie se preguntó por qué se sentiría él miserable.
—¿Quiere volver a sentarse? —dijo ella. Él se volvió hacia la puerta.
—¡Sir Clifford! —dijo él—. ¿No estará...?
Ella lo pensó un momento.
—¡Tal vez! —dijo mirándolo—. No me gustaría que Clifford lo supiera, ni siquiera que lo sospechara. Le dolería mucho. Pero no me parece que hayamos obrado mal, ¿no cree?
—¿Obrar mal? ¡Buen Dios, no! Es usted infinitamente buena conmigo. Apenas puedo soportarlo.
Él se hizo a un lado y ella cayó en la cuenta de que estaba a punto de sollozar.
—No es necesario que se entere Clifford, ¿verdad? —suplicó—. Le haría mucho daño. Si no lo sabe, si nada sospecha, nadie saldrá lastimado.
—¡Por mi parte no sabrá nada! —dijo Michaelis vehemente—. Usted se daría cuenta. Yo mismo lo confesaría —rio con su risa hueca y cínica ante tal idea. Ella lo miró azorada y él añadió—: ¿Puedo besar su mano e irme? Creo que iré a Sheffield y comeré allí. Si me es posible, volveré para el té. ¿Puedo servirle en algo? ¿Puedo estar seguro de que no me odia y no me odiará? —finalizó con una apremiante nota de cinismo.
—No lo odio —dijo Connie—. Lo aprecio.
—¡Ah! —dijo él con pasión—, prefiero que me diga eso y no que me ama. Significa mucho más... Hasta esta tarde. Tengo mucho en qué pensar hasta entonces. —Besó sus manos con humildad y se fue.
—Ese joven me parece insoportable —dijo Clifford durante la comida. —¿Por qué? —inquirió Connie.
—Bajo esa fachada se oculta un patán. Listo para saltar sobre nosotros. —Creo que la gente lo ha tratado muy mal —dijo Connie.
—¿Te parece? ¿Y crees que emplea su valioso tiempo en obras de caridad? —Creo que es una persona generosa.
—¿Con quién?
—Eso no lo sé.
—Claro que no lo sabes. Creo que confundes la falta de escrúpulos con generosidad.
Connie no respondió. ¿Sería cierto? Era posible. La falta de escrúpulos de Michaelis ejercía sobre ella cierta fascinación. Él avanzaba kilómetros mientras Clifford reptaba unos cuantos metros. A su manera, Michaelis había conquistado el mundo, justo lo que Clifford deseaba. ¿Los medios y las formas? ¿Eran los de Michaelis más despreciables que los de Clifford? ¿La forma en que el pobre marginado se había abierto paso a empujones y codazos y por las puertas traseras era peor que la manera de Clifford de promoverse hacia la celebridad? La diosa meretriz del éxito era una perra perseguida por miles de perros jadeantes con la lengua de fuera. El primero que la conseguía, que obtenía el éxito, era el verdadero perro entre los perros. De modo que Michaelis podía llevar la cola en alto.
Lo más extraño era que no lo hacía. Volvió hacia la hora del té con un gran ramo de violetas y lirios y la misma expresión abatida. Connie a veces se preguntaba si no se trataba de una especie de máscara para desarmar a los oponentes, porque no la alteraba. ¿Era en verdad un perro desconsolado?
La imagen de perro triste persistió toda la tarde, y mediante ella Clifford percibió la disimulada insolencia. Connie no la advirtió, quizá porque no iba dirigida a las mujeres, sólo a los hombres y sus conjeturas y figuraciones. Esa indestructible insolencia interior del exiguo sujeto era lo que hacía que los hombres se lanzaran sobre Michaelis. Su mera presencia era una afrenta para un hombre de sociedad, así la disfrazara con buenos modales.
Connie estaba enamorada de él, pero se las arreglaba para abismarse en el bordado mientras los hombres hablaban y así no evidenciar su secreto. En cuanto a Michaelis, era perfecto; el mismo joven melancólico, atento y lejano de la tarde anterior, a millones de grados de distancia de sus anfitriones, sobrio en sus comentarios y sin tomar jamás la iniciativa. Connie se figuraba que había olvidado lo de la mañana. No, no lo había olvidado. Mas no ignoraba el sitio que le correspondía, el mismo de siempre, el que pertenece a los marginados de nacimiento. Hacer el amor no era para él algo personal. Eso no haría que cambiara: de ser un perro sin dueño, a quien todo mundo envidia su collar dorado, a ser un perro de buena sociedad.
En el fondo de su alma era un marginado, un antisocial, y así lo aceptaba en su interior, por muy de Bond Street que luciera su exterior. Su aislamiento era una necesidad, tal como la apariencia de conformidad y el roce con las personas inteligentes le resultaban necesarios.
El amor ocasional, como bálsamo y consuelo, era también algo bueno, y él no era ingrato. Por el contrario, estaba ardientemente, dolorosamente agradecido, casi hasta las lágrimas, por un poco de cordialidad natural y espontánea. Bajo la piel pálida de su rostro inmóvil y desilusionado, su alma de niño sollozaba con gratitud por la mujer y ardía por volver a ella, mientras su alma marginada intuía que iba mantenerse alejado de ella.
Michaelis halló la oportunidad de hablarle mientras encendían las velas del vestíbulo.
—¿Puedo verte?
—Yo te iré a ver —dijo ella.
—Oh, está bien.
Esperó largo tiempo y al fin ella acudió.
Era Michaelis un amante tembloroso y excitado, su orgasmo llegaba pronto y
todo terminaba. Había algo curiosamente infantil y desvalido en su cuerpo desnudo: era como un niño desnudo. Sus defensas provenían todas del ámbito del ingenio y la astucia, una astucia instintiva, y cuando se hallaban en suspenso parecía él doblemente desnudo, como un niño, de carne tierna y sin terminar, que se debatía sin ayuda.
Desataba en la mujer una desesperada especie de compasión y avidez, un deseo físico sin freno que él no lograba satisfacer en ella. Él siempre alcanzaba el orgasmo y terminaba rápido, luego se encogía sobre el pecho de ella y recuperaba un poco de su insolencia, mientras ella yacía aturdida, defraudada, perdida.
Muy pronto Connie aprendió a abrazarlo, a conservarlo dentro de ella cuando él había terminado. Y entonces él era generoso y curiosamente potente; se mantenía erecto dentro de ella y le permitía, mientras seguía activa, salvajemente, apasionadamente activa, alcanzar su propio punto crítico. Y cuando él percibía el frenesí de ella persiguiendo su satisfacción orgásmica mediante la dura y erecta pasividad de Michaelis, experimentaba él una curiosa sensación de orgullo y complacencia.
—¡Ah, espléndido! —murmuraba ella temblorosa, y se quedaba quieta, aferrada a él. Y él yacía impecable en su aislamiento, aunque de alguna manera orgulloso.
Esa vez se quedó sólo tres días y con Clifford se portó exactamente como la primera tarde; y con Connie también. Nada fracturaba su apariencia.
Escribió a Connie con el mismo lastimero tono de siempre, a veces ingenioso, y con un algún extraño rasgo de asexuado afecto. La clase de desesperado afecto que parecía sentir por ella, aunque la lejanía esencial era la misma. Se hallaba desesperado en el corazón de sí mismo y le agradaba vivir desesperado. Se diría que odiaba la esperanza. Une immense esprance a travers la terre, leyó en alguna parte, y su comentario fue: “... y la maldita ahogó todo lo que valía la pena”.
Connie nunca lo entendió verdaderamente, pero a su manera lo amaba. Y todo el tiempo percibió en ella el reflejo de desesperanza de Michaelis. Ella no podía amar del todo en la desesperanza. Y él, siendo un desesperado, jamás podría amar del todo.
Así que durante mucho tiempo siguieron escribiéndose y ocasionalmente reuniéndose en