1. atarse los cordones
2. apretarlos en forma de X
3. una mano firme contra las zapatillas al atarlas
4. cepillarme la lengua además de los dientes
5. ponerme desodorante cuando ya estaba vestido del todo
6. descubrir que barrer era divertido
7. encargar un sello de caucho con mis señas para hacer más eficiente el pago de las facturas
8. resolver que las células cerebrales habían de morir–
tienen que ver con atarse los zapatos, pero no creo que ese hecho resulte muy inusual. Los zapatos son la primera máquina adulta que nos entregan para que dominemos. Aprender a atarlos no era lo mismo que observar a un adulto cargar el lavavajillas y que te preguntara luego con voz cariñosa si te gustaría cerrar de un empujón la puerta del lavavajillas y hacer girar la rueda del programa (con su molesto sonido de matraca) hasta Lavado. Aquello resultaba artificioso, considerando que estabas al tanto de que los adultos querían que aprendieras a atarte los zapatos; no les hacía gracia arrodillarse. Hice varios intentos por adquirir la habilidad, pero hasta que mi madre no colocó una lamparita en el suelo para que yo pudiese ver con claridad los cordones oscuros de un par de zapatos nuevos de vestir no la dominé de verdad; volvió a explicarme cómo realizar el nudo introductorio de base, el cual comenzaba a gran altura como un frágil rizo en forma de corazón, y se encogía conforme tirabas de las puntas de plástico de los cordones hasta que se formaba una pequeña pepita retorcida de un poco menos de un centímetro de largo, y me enseñó a progresar desde aquella base hasta la principal figura cotiledónea de cuerda, la cual resultaba no ser un verdadero nudo sino una ilusión, un truco que uno realizaba con el cordón doblando segmentos de este sobre sí mismos y apretando en torno a ellos otras dobleces provisionales, pero todo aquello no era en realidad más que un esquema piramidal interdependiente, el cual conecté mucho después con un pareado de Pope:
El hombre, como la generosa parra, vive respaldado.
La fuerza que gana proviene de los abrazos dados.
Apenas unas semanas después de que adquiriera yo la habilidad básica, mi padre me ayudó con mi segundo gran avance, con la meticulosidad que demostró al enseñarme a apretar una por una las crucetas de los cordones, comenzando por la punta del pie y operando hacia arriba, enganchando un dedo índice debajo de cada X, para que al llegar a lo más alto fuese uno recompensado con sorprendentes longitudes de cordón disponibles para realizar el nudo, y al mismo tiempo sentías el pie firmemente encapachado y alerta.
El tercer avance lo hice por mi cuenta en mitad del patio del recreo, cuando me detuve, sin aliento, a atarme la zapatilla4, la boca pegada a la rodilla y a su interesante aroma, ante mí una panorámica detallada de los hormigueros y de las pisadas de otras zapatillas (las mejores, de unas Keds, creo, o unas Red Ball Flyers, tenían un perímetro de triángulos asimétricos y varias concavidades en el centro las cuales imprimían perfectas cúpulas de tierra), y conforme me ataba otra vez la zapatilla descubrí que lo estaba haciendo de manera automática, sin tener que concentrarme en ello como al principio lo había hecho, y, más importante, que en algún momento del año anterior desde que aprendiera los movimientos básicos, era evidente que había evolucionado mis dos pequeños subescalones propios, los cuales nadie me había enseñado. En uno sostenía con el lateral del pulgar un tramo temporalmente tirante de cordón; en el otro estabilizaba la mano con un dedo corazón apoyado contra el lateral de la zapatilla durante las varias manipulaciones finales. Aquí el avance estaba en el reconocimiento por mi parte de haber desarrollado por cuenta propia refinamientos de la técnica en un área en la que nadie me había indicado que existían refinamientos aún por hallar: había personalizado un proceder adulto.
1 Cuando me pongo un calcetín ya no lo preenrollo, esto es, ya no reúno el calcetín sobre mis pulgares en pliegues telescópicos y posiciono luego la rosquilla resultante sobre los dedos de los pies, pese a que durante años creyera que aquello se trataba de un truco ingenioso, aprendido de admirables profesoras de guardería de rostro lozano, y que revelaba mi pereza e incapacidad para planear con antelación sosteniendo en su lugar el calcetín por el reborde del tobillo y embutiendo el pie hasta su destino, ajustando el tobillo varias veces hasta asentar el talón como es debido. ¿Por qué? El más elegante preenrollado puede dejar intactos cualesquiera granitos de arenilla que se te hayan clavado a la planta del pie provenientes del suelo imperfectamente barrido por el que has caminado para ir de la ducha a tu cuarto; mientras que con el método más burdo, más directo, si bien uno se arriesga a que un calcetín viejo se desgarrare, sí que desprende dicha arenilla durante el descendente avance del pie, de manera que rara vez notas más tarde fastidiosas partículas yendo y viniendo bajo el arco del pie mientras sales en dirección al metro.
2 Cuando era pequeño pensaba que se llamaba cinta Scotch porque la palabra «scotch» imitaba el chirrido descendente de las antiguas cintas de celofán. Al igual que la incandescencia retrocedió ante la fluorescencia en la iluminación de oficinas, la cinta Scotch, tiempo ha de un amarillo transparente, se volvió de un azul transparente, además de maravillosamente silenciosa.
3 Las grapadoras han seguido, rezagándose como unos diez años, los amplios cambios estilísticos que hemos presenciado en las locomotoras y en los brazos fonocaptores de los tocadiscos, a los cuales se asemejan. Las grapadoras más antiguas son de hierro fundido y verticales, igual que las locomotoras a carbón y que los cilindros fonográficos de cera de Edison. Luego, a mediados de siglo, a la par que los fabricantes de locomotoras descubrían el término «aerodinámico », y a la par que los diseñadores de brazos fonocaptores acoplaban la aguja en aerodinámicas cápsulas acanaladas que parecían trenes tomando una curva en una montaña, el personal de Swingline y el de Bates se pegaron a ellos instintivamente con la sensación de que las grapadoras se parecían a las locomotoras en que los dos dientes de la grapa hacen contacto con un par de huecos de metal, los cuales, al igual que la pareja de raíles bajo las ruedas del tren, los fuerzan a seguir un camino predeterminado, y de que se parecían a los brazos fonocaptores de los tocadiscos en que ambas máquinas, a grandes rasgos del mismo tamaño, hacen puntiagudo contacto con sus respectivos medios de almacenamiento de información. (En el caso del brazo fonocaptor, la aguja recupera la información, mientras que en el caso de la grapadora, la grapa la sujeta en tanto unidad –el pedido, los documentos del envío, la factura: pum, grapados, una unidad; la carta de reclamación, las copias de los cheques anulados y de los recibos, la carta de disculpas recibida: pum, grapada, una unidad; una secuencia de memorandos y télex que contiene la historia de alguna controversia interdepartamental: pum, grapada, una controversia–. En los antiguos problemas grapados, uno puede ver esas marquitas como de vacuna contra la tuberculosis en la esquina superior izquierda donde las grapas han sido retiradas y repuestas, retiradas y repuestas, conforme el problema –incluso los agujeros de grapa de dicho problema– se copiaba y se reexpedía a otros departamentos de cara a medidas, copias y grapado adicionales). Y entonces dio comienzo la gran era de lo cuadrado: el sistema BART era el ideal para los trenes, mientras que los tocadiscos de AR y de Bang & Olufsen se volvieron angulares –¡se acabaron esos bulbos de plástico color crema!–. Otra vez el personal de Bates y de Swingline se subieron al carro, librando a sus aparatos de toda curvatura atenuante y ofertando el negro antes que el pardo, de textura tan interesante. Y ahora, cómo no, los trenes de alta velocidad de Francia y Japón han regresado