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A pesar de la aparente trivialidad de los pensamientos con los que personajes como Howie se entretienen en sus libros, la literatura de Baker se hace una pregunta muy poco trivial, la de cómo comprender cuál es el sentido de ciertas experiencias sin recurrir a generalizaciones. Jorge Luis Borges se negó a escribir alguna vez una novela afirmando que «una obra de trescientas páginas no puede prescindir de ripios, de páginas que sean meros nexos entre una parte y otra». Baker, en cambio, parece interesarse únicamente por esos nexos, los «ratos muertos» entre hechos «trascendentes» –y deliberadamente omitidos– que constituyen el contenido casi excluyente de sus libros y su muy particular aproximación al problema del conocimiento, que para el autor no está escindido del «poder alimenticio» de las percepciones más insignificantes cuando estas son vistas «al microscopio» y de la desestabilización producida por la emergencia de la vulgaridad como tema primordial del entretenimiento y la comunicación contemporáneos. Como afirma Ross Chambers en relación con La entreplanta, «la trivialidad de la narrativa de Baker sugiere […] una hipótesis que tiene más que ver con cuestiones filosóficas que con la narrativa como tal. ¿Qué tipo de texto trata lo trivial como significativo? ¿Cómo se establece la importancia de lo (supuestamente) trivial? ¿Qué cambios supone esto en las formas en que concebimos el conocimiento y en los modos de comprobación en los que se basa nuestra manera de identificar el conocimiento? ¿Hay algo parecido a un “tiempo muerto” epistemológico que pueda tener un interés filosófico, educativo o crítico?».
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La entreplanta es y no es una respuesta a estas preguntas: al igual que En busca del tiempo perdido de Marcel Proust y de los libros de Georges Perec –con quien Baker comparte también la preferencia por una contrainte o restricción que limite y a la vez multiplique las posibilidades de una situación narrativa–, La entreplanta es digresiva, proteica, multiforme. (Y aparentemente descriptiva, excepto por el hecho de que, como en Proust y en Perec, aquí no se describe en un sentido estricto, sino que se presenta la conciencia que lleva a cabo el acto perceptivo del que se deriva la descripción). Baker pasa de los surcos que los patinadores dejan en el hielo a las líneas de puntos en los formularios, a continuación habla de los troquelados, después deriva en los surcos de los discos y en las exigencias de su cuidado y al final piensa en las estrías que una embarcación deja en las aguas de una laguna: las diferencias de materiales, lo disímil de las condiciones de posibilidad de todos estos objetos y situaciones son suprimidos por el flujo de una conciencia que no los asimila pero tampoco los presenta contiguamente, que se contradice de a ratos a sí misma –una de las funciones más destacadas de las muchas y muy notables notas a pie de página del libro–, que no puede dejar de pensar en aquello en lo que supuestamente no se piensa nunca porque es banal, trivial, fatuo: que pretende agotar lo que narra pero no lo agota, lo funda para la novela y para su lector.
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Vox fue descrita por la crítica como una novela «tediosa», La fermata (1994) fue considerada «repulsiva», Checkpoint (2004), «escoria», Humo humano (2008), «infantil»: el desencuentro entre Nicholson Baker y la crítica literaria se remonta a su primera novela, de la que el crítico del New York Times Robert Plunket dijo que no tenía «ni historia, ni argumento, ni conflicto». (A pesar de lo cual, la crítica era positiva). La entreplanta sí los tiene, sin embargo, aunque estos no salten y hagan morisquetas frente al lector como desearía el crítico distraído: en algún sentido, su argumento es el de la fundación de una sensibilidad y la experiencia de asistir a ella. Se trata de una experiencia tan cautivante como la que, como admitió Baker en la entrevista de The Paris Review, tuvo lugar durante su escritura: «Fue totalmente absorbente, la sensación de estar hundido en medio de un estanque grande, tibio, casi inmanejable. Podía percibir cómo todas esas notas que tenía, todas esas observaciones que había guardado para usar alguna vez, se acomodaban finalmente relacionándose unas con otras. En algún lugar del capítulo tres, pensé, “Dios mío, ¡es un verdadero capítulo!”. Y más tarde llegué al capítulo ocho y algunas cosas habían sucedido: no había ocurrido mucho, pero algo había ocurrido». Qué le pasó a Baker en ese punto, y qué le pasará con él a quien lea este libro, puede y tal vez deba ser omitido aquí para dar paso al ejercicio de entrega absoluta por parte del lector que la narrativa del escritor estadounidense compensa ejemplarmente, al «and yes I said yes I will Yes» de Molly Bloom sin el cual, en cierto sentido, no hay literatura posible; pero la conclusión del ejercicio sí merece ser mencionada, y se encuentra en El antólogo (2009), otra de las novelas del autor de La entreplanta: «Uno necesita el arte para amar la vida».
Capítulo Uno
A la una casi en punto entré al vestíbulo del edificio en el que trabajaba y giré hacia las escaleras mecánicas, llevaba en una mano un libro de bolsillo de Penguin y una bolsita blanca de una droguería de la cadena CVS con la factura grapada en la parte superior. Las escaleras ascendían hacia la entreplanta, donde se encontraba mi oficina. Eran de esas de estructura flotante: un par de signos de integral que se elevaban precipitadamente entre los dos pisos a los que daban servicio sin puntales ni pilares con los que soportar ninguna carga intermedia. En los días soleados como este, una escalera provisional más pronunciada de luz diurna, creada por las intersecciones de las formidables cantidades de mármol y cristal del vestíbulo, confluía con las verdaderas escaleras justo por encima del ecuador de estas, expandiéndose en forma de resplandor acicular, y añadiendo prolongados y refulgentes realces a cada uno de los pasamanos de goma negra que oscilaban ligeramente a la vez que dichos pasamanos se deslizaban en sus rieles, como los radianes de lustre negro que surcan el ondulante borde externo de un LP1.
Al aproximarme a las escaleras de subida, transferí involuntariamente mi libro de bolsillo y la bolsa de CVS a la mano izquierda, para poder asirme al pasamanos con la derecha, con arreglo a la costumbre. La bolsa hizo un ruidito de papel que crepita, y al mirarla descubrí que por un segundo fui incapaz de recordar lo que había dentro, se me enganchó el recuerdo a la factura grapada. Pero por supuesto, pensé, aquel era uno de los principales motivos por los cuales las bolsitas eran necesarias: mantenían la privacidad de tus compras, a la vez que daban al mundo muestras de que uno llevaba una vida ajetreada, rica, repleta de recados apremiantes. Previamente durante aquella hora del almuerzo, me había pasado por un Papa Gino’s, una cadena en la que rara vez comía, para comprar un cartón pequeño de leche con el que acompañar una galleta que inopinadamente me había comprado en una franquicia en quiebra, atraído por la idea de pasar unos minutos en la plaza frente a mi edificio comiéndome un postre ya impropio de mi edad y leyendo mi libro de bolsillo. Pagué por el cartón de leche y entonces la chica (en la identificación con su nombre ponía «Donna») vaciló, percatándose de que en la transacción faltaba un componente.
–¿Quiere una pajita?