href="#ulink_23f9bd7b-4456-5830-84b9-ad7c5bc10ddb">
2 Me quedé mirando con incredulidad la primera vez que una pajita emergió de mi lata de refresco y se quedó flotando por encima de la mesa, detenida apenas por las rebabas del lado interno del abridor metálico. Tenía en una mano una porción de
pizza, plegada y sujeta con tres dedos para que no se venciera y que la grasa del queso se derramara en el plato de papel, y en la otra mano un libro de bolsillo sujeto de manera similar –¿qué se suponía que tenía que hacer?–. La gracia de las pajitas, había pensado, estaba en que no tenías que soltar la porción de
pizza para sorber una dosis de Coca-Cola mientras leías un libro. Enseguida descubrí, como quizás otros muchos, que existía un modo de beber sin manos con aquellas nuevas pajitas flotantes: tenías que encorvarte hacia la mesa y agarrar con los labios la pajita casi horizontal, y reconducirla al interior de la lata todas y cada una de las veces que querías un sorbo, a la vez que forzabas la vista para que siguiera enfocando a la frase de la página que estuvieses leyendo. ¿Cómo habían podido cometer los ingenieros de pajitas un error tan elemental, diseñando una pajita que pesaba menos que el agua azucarada en la cual se pretendía que se sostuviera? ¡De locos! Pero más tarde, cuando reflexioné algo más sobre el asunto, decidí que, pese a que los ingenieros de pajitas merecían probablemente que se los culpara por no haber previsto la flotabilidad de la pajita, el problema era más complejo de lo que al principio había imaginado. Ya puestos a reconstruir aquel momento de la historia,
circa 1970 o así, lo que sucedía era que la densidad del material empleado en lugar del papel era en efecto mayor que la de la Coca-Cola –sus ecuaciones eran absolutamente correctas–, las primeras series de fabricación tenían buena pinta, y si bien la ratio del peso agua/plástico estaba un tanto ajustada, siguieron adelante. Lo que habían olvidado tener en cuenta, tal vez, fue que las burbujas del carbonatado se adhieren a asperezas invisibles de la superficie de la pajita, y hasta es probable que sean generadas por turbulencias en la punta de la pajita conforme la sumerges en la bebida; revestida pues de burbujas, la pajita, que en su día era solo marginalmente más pesada, reasciende hasta que el área de su superficie que permanece sumergida no dispone de burbujas para seguir elevándola. Pese a que la anterior pajita de papel, con su veta en espiral, fuese mucho más rugosa que el plástico, y más susceptible de atraer las burbujas, era porosa: se empapaba con un poco de Coca-Cola a modo de contrapeso y se quedaba quieta. Vale –un descuido–; ¿por qué no se corrigió? ¿Una receta diferente para el plástico, una pajita más gruesa? Sin lugar a dudas, los grandes clientes, las empresas de comida rápida, no habrían tolerado pajitas varadas en sus restaurantes más que seis meses a lo sumo. Tendrían que haber dedicado departamentos enteros a arrancarle concesiones a Sweetheart y a Marcal. Pero casi al mismo tiempo los locales de comida rápida estaban adaptándose a su propia novedad: en todos los refrescos que servían, para llevar
o para tomar en el local, estaban colocando tapas antisalpicaduras, las cuales reducían los vertidos, y las tapas antisalpicaduras traían en el centro una crucecita que en la era de las pajitas de papel había sido fuente de cierta infelicidad, porque la cruz estaba a menudo tan prieta que la pajita de papel se chafaba cuando intentabas introducirla por ella. Los hombres de las pajitas en las empresas de comida rápida tuvieron que escoger: o bien
a) hacemos las ranuras de las cruces más fáciles de perforar para que las pajitas de papel no se chafen, o bien
b) abandonamos por completo el papel y hacemos las ranuras todavía
más prietas, para que
1) cualquier tendencia a flotar resulte del todo anulada, y
2) la juntura entre la pajita y las ranuras en cruz quede tan prieta que casi nada del refresco se salga y manche las tapicerías de los coches y la ropa, y genere frustración. Y b) fue para ellos la solución ideal, dejando de lado el atractivo precio que les estaban ofreciendo los fabricantes de pajitas mientras en sus plantas sustituían los aparatos para papel espiralado por máquinas de extrusión de alta velocidad –así que la adoptaron, sin pensar que su decisión tuviera importantes consecuencias para todos los restaurantes y (en especial) los locales de
pizzas que servían latas de refrescos–. De buenas a primeras el distribuidor de artículos de papel les estaba ofreciendo a los pequeños restaurantes pajitas flotantes de plástico y solamente pajitas flotantes de plástico, y diciéndoles que era así como estaban funcionando todas las grandes cadenas; y las pequeñas bocaterías no realizaron exámenes independientes usando latas de refresco en lugar de vasos con tapas antisalpicaduras con ranuras en cruz. De este modo, la calidad de vida, sin ser culpa de nadie, disminuyó como un octavo, justo hasta el pasado año, creo, cuando cierto día me di cuenta de que una pajita de plástico, fabricada con algún polímero más sutil, a rayas de un solo color, ¡se mantenía anclada al fondo de mi lata!
3 Cuando era pequeño dediqué una buena cantidad de tiempo a pensar en el efecto articulación-dedo; daba por hecho que cuando hacías crujir con suavidad aquellas barreras transitorias estabas allanando «muros celulares» auténticos que la articulación había construido para delimitar la que, dada tu inmovilidad, creía que iba a ser la geografía definitiva e invariable de aquella región microscópica.
4 Durante varios años resultó inconcebible comprar una de aquellas publicaciones cuando había una chica tras el mostrador; pero cierta vez, intrépidamente, lo intenté –la miré directamente al rímel y le pedí una Penthouse aunque prefería Oui o Club, menos pretenciosas, diciéndolo no obstante tan bajito que ella oía «Powerhouse» y señalaba alegremente la chocolatina, hasta que le repetí el nombre–. Rompiendo todo contacto visual, colocó el documento en el mostrador que nos separaba –era allá cuando aún aparecían pezones en las portadas– y la marcó en la caja junto con el pequeño envase de Woolite que iba a comprar para distraer la atención: estaba ruborizada y agitada y quizás ligeramente excitada, y deslizó la revista al interior de una bolsa sin preguntarme si la «necesitaba» o no. Aquella tarde extendí aquel breve bochorno suyo en forma de útil escena en la cual yo me convertía en un cliente habitual que una vez a la semana le compraba una revista para hombres, siempre la mañana de los martes, hasta que el propio campanillazo de mi entrada al 7-Eleven estuvo cargado para ambos de una temblorosa turbación y cuando llegaba a casa empezaba a hallar notitas escritas a mano colocadas en las páginas más desplegables de la revista que decían, «¡Hola! –la Cajera–», y «Anoche posé más o menos así delante del espejo de mi habitación –la Cajera–», y «A veces miro estas fotos y pienso en ti mirándolas –la Cajera–». Las rotaciones son siempre un problema en esas tiendas, y la siguiente vez que entré ella lo había dejado.
Capítulo Dos
Mi cordón izquierdo se había roto justo antes del almuerzo. En cierto momento de la mañana se me había desatado el zapato izquierdo, y según me había sentado a mi escritorio a trabajar en un memorando mi pie había presentido su libertad potencial y se había zafado de aquella sauna de cordobán negro para aliviarse con movimientos rítmicos bajo mi escritorio sobre una zona del enmoquetado de pared a pared y el cual, al contrario que en las apisonadas zonas comunes, aún seguía tan mullido y fibroso como lo estuvo el día que lo instalaron. Únicamente bajo los escritorios y en las salas de conferencias apenas usadas seguía la hebra lo bastante afelpada como para conservar las hermosas emes y uves que el personal de noche dejaba a medida que con las pasadas de sus varitas aspiradoras hacían que franjas de penachos limpios de polvo se orientaran en direcciones que absorbían y reflejaban la luz a intervalos. El prácticamente universal enmoquetado de las oficinas debió de acontecer en el transcurso de mi vida, a juzgar por las películas en blanco y negro y los cuadros de Hopper: desde la expansión del enmoquetado, lo único que se oye cuando las personas pasan son sus propios ruidos –el frufrú de sus impermeables, el tintineo de la calderilla, el crujido de sus zapatos, los eficaces resoplidillos que hacen para indicar, a nosotros y a ellos mismos, que están ocupados y que tienen un buen motivo para dirigirse adonde sea, además de la ráfaga cuasisónica de las abrumadoras y fallidas fragancias de las recepcionistas y los ahogos disimulados y las lenguas sacadas y las manos con pulseras llevadas al gaznate que las secretarias perfumadas con mejor gusto intercambian en su estela–. En cada oficina uno o dos individuos (Dave en la mía), que poseen estilos especiales de caminar a zapatazos, puede que aún se