ALCIBÍADES. —¿Por qué?
SÓCRATES. —Porque en materia de lengua el pueblo tiene todo lo que deben tener los mejores maestros.
ALCIBÍADES. —¿Qué es lo que tiene?
SÓCRATES. —¿Los que quieren enseñar una cosa no deben saberla bien antes?
ALCIBÍADES. —¿Quién lo duda?
SÓCRATES. —¿Los que saben bien una cosa no deben estar de acuerdo entre sí sobre lo que saben, sin disputar jamás?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y si disputasen, creerías que estaban bien instruidos?
ALCIBÍADES. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —¿Cómo, pues, serían capaces de enseñarlo?
ALCIBÍADES. —De ningún modo.
SÓCRATES. —Qué, ¿todo el pueblo no conviene sobre la significación de estas palabras: una piedra, un bastón? Interroga a todos los griegos; ellos te responderán la misma cosa, y cuando les pidan una piedra o un bastón, todos se dirigirán a estos objetos, y así de todo lo demás. Porque creo que esto es lo que tú quieres decir por saber la lengua.
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y todos los griegos no convienen en esto, ciudadanos con ciudadanos, ciudades con ciudades?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Por consiguiente, para la lengua el pueblo sería muy buen maestro?
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿Y así si quisiéramos que un hombre se hiciera muy entendido en la lengua, le pondríamos justamente en manos del pueblo?
ALCIBÍADES. —Justamente.
SÓCRATES. —Pero si en lugar de querer saber lo que significan las palabras hombre o caballo, quisiéramos saber si un caballo es bueno o malo, ¿el pueblo sería capaz de enseñárnoslo?
ALCIBÍADES. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Porque una prueba bien segura de que no lo sabe y de que no puede enseñarlo es que no está de acuerdo sobre este punto consigo mismo.
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Y si quisiéramos saber, no lo que quiere decir la palabra hombre, sino lo que es un hombre sano o enfermo, ¿el pueblo estaría en estado de decírnoslo?
ALCIBÍADES. —Menos aún.
SÓCRATES. —En todo lo que lo veas en desacuerdo consigo mismo, ¿no lo juzgarás muy mal maestro?
ALCIBÍADES. —Sin dificultad.
SÓCRATES. —¿Y crees tú que sobre lo justo y lo injusto y sobre sus propios negocios el pueblo esté más de acuerdo consigo mismo que en los demás?
ALCIBÍADES. —No, ¡por Zeus!, Sócrates.
SÓCRATES. —¿No crees tú que precisamente en esto es en lo que menos de acuerdo está el pueblo?
ALCIBÍADES. —Estoy persuadido de eso.
SÓCRATES. —¿Has oído ni leído jamás, que por sostener que una cosa está sana o enferma, hayan tomado los hombres las armas y se hayan degollado los unos a los otros?
ALCIBÍADES. —¡Qué locura!
SÓCRATES. —Pero confiesa que si no lo has visto, por lo menos has leído que eso ha sucedido por sostener que una cosa es justa o injusta; por ejemplo, en la Odisea y en la Ilíada de Homero.
ALCIBÍADES. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —El fundamento de estos poemas ¿no es la diversidad de opiniones sobre la justicia y la injusticia?
ALCIBÍADES. —Sí, Sócrates.
SÓCRATES. —¿No es ésta diversidad la que causó tantos combates y tantas muertes entre los griegos y troyanos, la que ha hecho pasar por tantos peligros a Odiseo, y la que perdió a los amantes de Penélope?
ALCIBÍADES. —Dices verdad.
SÓCRATES. —¿No es ésta misma diversidad sobre lo justo y lo injusto la única causa que ha hecho perecer a tantos atenienses, lacedemonios y beocios en la jornada de Tanagra,[3] y después de esta en la batalla de Coronea,[4] donde recibió la muerte tu padre?
ALCIBÍADES. —¿Podrá nadie negarlo?
SÓCRATES. —¿Nos atreveremos a decir que el pueblo sabe bien una cosa sobre la que disputa con tanta animosidad, dejándose llevar de los más funestos arranques?
ALCIBÍADES. —No, sin duda.
SÓCRATES. —¡Ah!, ¡mira los maestros que nos citas; en el acto mismo reconoces su ignorancia!
ALCIBÍADES. —Lo confieso.
SÓCRATES. —¿Qué trazas hay de que tú sepas lo que es justo o injusto, cuando se te ve tan indeciso y tan fluctuante, y cuando ni lo has aprendido de los demás, ni lo has descubierto por ti mismo?
ALCIBÍADES. —Ninguna traza hay, según tú dices.
SÓCRATES. —¿Cómo, según tú dices? Hablas muy mal, Alcibíades.
ALCIBÍADES. —¿Cómo?
SÓCRATES. —¿Sostienes que soy yo el que dice eso?
ALCIBÍADES. —Y qué, ¿no eres tú el que dices que yo no sé nada de todo lo relativo a la justicia e injusticia?
SÓCRATES. —No, no soy yo ciertamente.
ALCIBÍADES. —¿Quién es entonces?, ¿soy yo?
SÓCRATES. —Sí, tú mismo.
ALCIBÍADES. —¿Cómo?
SÓCRATES. —He aquí cómo. Si yo te preguntase entre el uno y el dos, cuál es el mayor número, ¿no me responderías que el dos?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Y si yo te preguntase, ¿en qué es más grande?
ALCIBÍADES. —En uno.
SÓCRATES. —¿Quién de nosotros dice que dos es más que uno?
ALCIBÍADES. —Yo.
SÓCRATES. —¿No soy yo el que pregunta y tú el que respondes?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Y en este momento sobre lo justo y lo injusto, ¿no soy yo el que pregunta y tú el que respondes?
ALCIBÍADES. —Es cierto.
SÓCRATES. —Y si te preguntase cuáles son las letras que componen el nombre de Sócrates y las dijeses una por una, ¿quién de los dos las diría?
ALCIBÍADES. —Yo.
SÓCRATES. —¡Y bien…!, en una palabra, en una conversación de preguntas y respuestas, ¿quién afirma una cosa?, ¿el que pregunta o el que responde?
ALCIBÍADES. —Me parece, Sócrates, que el que responde.
SÓCRATES. —¿Y hasta ahora no soy yo el que ha preguntado?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y no eres tú el que me ha respondido?
ALCIBÍADES. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Quién de los dos ha sido, tú o yo, el que ha afirmado todo lo que hemos dicho?
ALCIBÍADES. —Tengo que convenir en que yo.
SÓCRATES. —¿No se ha dicho que el precioso Alcibíades, hijo de Clinias, sin saber qué es lo justo y lo injusto, creyendo sin