Me parece, mi querido Critón, oír estos acentos, como los inspirados por Cibeles creen oír las flautas sagradas. El sonido de estas palabras resuena en mi alma, y me hacen insensible a cualquiera otro discurso, y has de saber que, por lo menos en mi disposición presente, cuanto puedas decirme en contra será inútil. Sin embargo, si crees convencerme, habla.
CRITÓN. —Sócrates, nada tengo que decir.
Argumento del Primer Alcibíades[1] por Patricio de Azcárate
La naturaleza humana o el conocimiento de sí mismo, considerado como punto de partida del perfeccionamiento moral del hombre, como el principio de todas las ciencias en general, y en particular de la política; tal es el objeto del Primer Alcibíades.
Dos partes tiene el diálogo. La primera no es más que un largo preámbulo. Lo justo y lo útil son por su orden objeto de esta discusión preliminar, cuyo enlace y sustancia son los siguientes: Sócrates encuentra a Alcibíades, que se dispone a subir a la tribuna de las arengas. ¿Qué dirá a los atenienses sobre sus negocios? ¿Qué consejos les dará? Sócrates lo pone en el caso de responder que comprometerá a los atenienses a hacer lo que es justo. Pero indudablemente es indispensable que Alcibíades sepa lo que es la justicia. ¿Cómo puede saberlo? Puede saberlo por haberlo aprendido de algún maestro, o por haberlo aprendido por sí mismo. Conformes ambos en que no lo ha aprendido de ningún maestro, Alcibíades se ve precisado a confesar que tampoco lo ha aprendido por sí mismo. Porque para aprenderlo por sí mismo, es preciso hacer indagaciones, y para hacer indagaciones es preciso creer que se ignora lo que se indaga, y Alcibíades, al no poder decir en qué momento creyó ignorar lo justo, conviene implícitamente en que jamás lo ha buscado, ni lo ha indagado, ni lo ha encontrado. ¿Lo aprendió del pueblo? Pero el pueblo no puede enseñar más que aquello que sabe, la lengua, por ejemplo; pero no lo justo y lo injusto, sobre los cuales no está de acuerdo consigo mismo. Luego Alcibíades, que no sabe lo que es justo, no puede aprenderlo de los atenienses.
Convencido de su ignorancia sobre este punto, no es más afortunado cuando pretende aconsejar a los atenienses que hagan lo que es útil. Sócrates podría probarle, valiéndose del mismo razonamiento, que no conoce mejor lo útil que lo justo, pero prefiere tomar otro camino. Valiéndose de una serie de deducciones un tanto prolija, sienta que lo que es justo es honesto, que todo lo que es honesto es bueno, que todo lo que es bueno es útil; deduciendo de aquí la consecuencia de que lo justo y lo útil son una sola y misma cosa, y que no al no conocer Alcibíades lo justo, ignora por la misma razón lo útil. De aquí se deduce que Alcibíades es perfectamente incapaz de dar consejos sobre los negocios públicos, y que carece de toda preparación para la política. ¿De dónde nace esta incapacidad? De que quiere hablar de cosas que no conoce. Si quiere gobernar a los demás, tiene que comenzar por instruirse él mismo, y el medio de instruirse es perfeccionarse, es atender primero a su persona. Ésta es la conclusión de la primera parte.
La segunda comienza por esta pregunta: ¿cómo se atiende primero a su persona? Sócrates multiplica las pruebas y las más ingeniosas analogías, para demostrar a Alcibíades que el arte de atender a su persona tiene por principio el conocimiento de sí mismo. El hombre no puede perfeccionarse, es decir, hacerse mejor de lo que es, si ignora lo que es; ni desarrollar su naturaleza antes de saber cuál es su naturaleza. De aquí este precepto célebre, que resume en cierta manera toda la enseñanza filosófica de Sócrates: Conócete a ti mismo.
¿Pero qué es lo que constituye el yo, lo que constituye la persona humana? ¿Es la reunión material de los miembros y de los órganos de su cuerpo, que son cosas que le pertenecen, pero que son distintas de ella, como lo son todas las cosas de que ella se sirve? Si el hombre no es el cuerpo, debe ser aquello que se sirve del cuerpo, y esto debe ser el alma que le manda. ¿Y no puede ser el hombre el compuesto del alma y del cuerpo? No, porque en tal caso deberían el uno y el otro mandar a la par, cosa que no sucede, puesto que el cuerpo no se manda a sí mismo, ni manda al alma. Por consiguiente solo queda esta alternativa: o el hombre no es nada, o es el alma sola. Sócrates de esta manera establece a la vez la distinción profunda del alma y del cuerpo, y lo que es propio del alma, la libertad, como la esencia del hombre. Éste es el verdadero objeto del conocimiento de sí mismo.
Estudiar su alma, tal es el fin que debe proponerse todo hombre que quiera conocerse a sí mismo. ¿Pero cómo se la estudia? Aplicando la reflexión a esta parte excelente del alma, donde reside toda su virtud, como el ojo se ve en esta parte del ojo, donde reside la vista. Este santuario de la ciencia y de la sabiduría es lo que hay de divino en el alma, y allí es preciso penetrar para conocerse en su fondo. Allí está la ciencia de los verdaderos bienes y de los verdaderos males, no solo de aquel que se estudia, sino también de sus semejantes, organizados como él; allí está el arte de evitar las faltas y ahorrarlas a los demás, es decir, de ser él mismo dichoso y hacer dichosos a los otros, porque, efecto de la satisfacción moral y del remordimiento, el vicio y la desgracia, la virtud y la felicidad, marchan respectivamente juntos.
Por consiguiente, la virtud es moral y políticamente la primera necesidad de un pueblo y la causa misma de su prosperidad. He aquí lo que debe tener en cuenta el que quiera conducir y manejar los