SÓCRATES. —Pero si alguno te oyese razonar y dar consejos sobre alimentos, y decir: «Este alimento es mejor que aquel, es preciso tomarlo en tal tiempo y en tal cantidad», y él te preguntase: «Alcibíades, ¿qué es lo que llamas mejor?». ¿No sería una vergüenza que no pudieses responderle que lo mejor es lo que es más sano, aunque no seas médico, y que en las cosas que haces profesión de saber y sobre las que te mezclas en dar consejos, como sabiéndolas mejor que los demás, no tuvieses nada que responder? ¿No te llena esto de confusión?
ALCIBÍADES. —Lo confieso.
SÓCRATES. —Aplícate pues y haz un esfuerzo para decirme cuál es el objeto de este mejor que buscamos en el arte de hacer la paz o la guerra, y con quién se debe estar en guerra o en paz.
ALCIBÍADES. —Yo no podré encontrarlo por más que me empeñe.
SÓCRATES. —Qué, ¿no sabes, que cuando hacemos la guerra nos quejamos de cualquier cosa que nos han hecho aquellos contra los que tomamos las armas, e ignoras qué nombre damos a aquello de que nos quejamos?
ALCIBÍADES. —Sé que decimos que se nos ha engañado o insultado o despojado.
SÓCRATES. —Ánimo y sigamos. Cuando tales cosas nos suceden, ¿puedes explicarme la diferente manera en que pueden ocurrir?
ALCIBÍADES. —¿Quieres decir, Sócrates, que pueden ellas ocurrir justa o injustamente?
SÓCRATES. —Eso mismo.
ALCIBÍADES. —Y esto constituye una diferencia infinita.
SÓCRATES. —¿A qué pueblos declararán la guerra los atenienses por tus consejos? ¿Será a los que siguen la justicia o a los que la violan?
ALCIBÍADES. —¡Terrible pregunta, Sócrates! Porque aun cuando hubiese alguno que creyese que es preciso hacer la guerra a los que respetan la justicia, ¿se atrevería a sostenerlo?
SÓCRATES. —Es cierto; eso no es conforme a las leyes.
ALCIBÍADES. —No, sin duda; eso no es ni justo, ni decente.
SÓCRATES. —¿Tendrás por consiguiente en cuenta la justicia en todos tus consejos?
ALCIBÍADES. —Es indispensable.
SÓCRATES. —Pero ese mejor, que yo te reclamaba antes, con motivo de la paz y de la guerra, para saber con quién, cómo y cuándo es preciso hacer la guerra y la paz ¿no es siempre lo más justo?
ALCIBÍADES. —Así me parece.
SÓCRATES. —Pero, mi querido Alcibíades, es preciso que sucedan una de dos cosas: o que sin saberlo, ignores tú lo que es justo, o que, sin saberlo yo, hayas ido a casa de algún maestro que te enseñara a distinguir lo que es más justo y lo que es más injusto. ¿Quién es ese maestro? Dímelo, te lo suplico, para que me pongas en sus manos y me recomiendes a él.
ALCIBÍADES. —Ésa es una de tus ironías, Sócrates.
SÓCRATES. —No, te lo juro por el Dios que preside a nuestra amistad, y que es un Dios a quien no querría ofender con un perjurio. Te lo suplico muy seriamente; si tienes un maestro, dime quién es.
ALCIBÍADES. —¡Ah!, y aunque yo no tenga maestro, ¿crees tú que no pueda saber por otra parte lo que es justo y lo que es injusto?
SÓCRATES. —Lo sabrás, si lo has descubierto tú mismo.
ALCIBÍADES. —¿Y crees tú que no lo he descubierto?
SÓCRATES. —Si has hecho indagaciones, lo habrás descubierto.
ALCIBÍADES. —¿Piensas que no he hecho yo indagaciones?
SÓCRATES. —Pero si has hecho indagaciones, habrás creído ignorarlo.
ALCIBÍADES. —¿Te imaginas que no ha habido un tiempo en que yo lo ignoraba?
SÓCRATES. —Muy bien. Pero podrías señalarme precisamente ese tiempo, en que has creído que ignorabas lo que es justo e injusto. Veamos; ¿fue el año pasado cuando empezaste a hacer tus indagaciones porque lo ignorabas? ¿O creías saberlo? Di la verdad para que no hablemos en vano.
ALCIBÍADES. —El año pasado creía saberlo.
SÓCRATES. —¿Hace tres, cuatro, cinco, no lo creías lo mismo?
ALCIBÍADES. —Lo mismo.
SÓCRATES. —Antes de este tiempo tú eras un niño; ¿no es así?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y en ese mismo tiempo de tu infancia, estoy seguro de que creías saberlo?
ALCIBÍADES. —¿Cómo dices que estás seguro?
SÓCRATES. —Porque durante tu infancia, en casa de tus maestros y en todas partes; en medio de tus juegos de dados o cualquier otro, te he visto muchas veces no dudar sobre la decisión de lo justo y de lo injusto, y decir con tono firme y seguro a cualquiera de tus camaradas, que era un pícaro, que era injusto, que te hacía una injusticia; ¿no es cierto esto?
ALCIBÍADES. —¿Qué debía hacer, a juicio tuyo, cuando se me hacia alguna injusticia?
SÓCRATES. —¿Quieres decir, lo que debías hacer, ignorando o sabiendo que lo que te se hacía era una injusticia?
ALCIBÍADES. —Pero yo no lo ignoraba; antes bien, reconocía perfectamente que se me hacia una injusticia.
SÓCRATES. —Ya ves por esto que, cuando no eras más que un niño, creías conocer ya lo justo y lo injusto.
ALCIBÍADES. —Creía conocerlo y lo conocía.
SÓCRATES. —¿En qué época fue el descubrimiento?, porque no fue cuando ya creías saberlo.
ALCIBÍADES. —No, sin duda.
SÓCRATES. —¿En qué tiempo creías tú ignorarlo? Míralo, echa cuentas; tengo mucho miedo de que no des con ese tiempo.
ALCIBÍADES. —En verdad, Sócrates, no puedo decírtelo.
SÓCRATES. —¿Por consiguiente, tú no has encontrado por ti mismo esta ciencia de lo justo y de lo injusto?
ALCIBÍADES. —Así parece.
SÓCRATES. —Pero confesaste antes que no la has aprendido de los demás; y si no la has encontrado por ti mismo ni la has aprendido de los demás, ¿cómo la sabes? ¿De dónde te ha venido?
ALCIBÍADES. —Pero quizá me engañé cuando te dije que no la había aprendido por mí mismo.
SÓCRATES. —Pues entonces, ¿cómo la has aprendido por ti mismo?
ALCIBÍADES. —Creo, que la he aprendido como los demás.
SÓCRATES. —¿Otra vez volvemos a empezar? ¿De quién la has aprendido? Habla.
ALCIBÍADES. —Del pueblo.
SÓCRATES. —Mal maestro me citas.
ALCIBÍADES. —Qué, ¿el pueblo no es capaz de enseñarla?
SÓCRATES. —¡Bien libre está!, si no es capaz de enseñar a juzgar bien sobre las jugadas de un tablero, ¿cómo ha de enseñar lo que es justo o injusto, que es mucho más difícil? ¿No lo crees tú como yo?
ALCIBÍADES. —Sí, sin duda.
SÓCRATES. —¿Y si no es capaz de enseñarte cosas de tan poca consecuencia, cómo te ha de enseñar las que son más importantes?
ALCIBÍADES. —Soy de tu dictamen; sin embargo, el pueblo es capaz de enseñar muchas cosas muy superiores a este juego.
SÓCRATES. —¿Cuáles?
ALCIBÍADES. —Nuestra lengua, por ejemplo, yo no la he aprendido de nadie sino del pueblo, sin que pueda nombrar ni un solo maestro; y esta enseñanza se la debo a él, a pesar de tenerlo