pero Bernardo Ritz, que tenía una mente de trazos minuciosos, donde el requiebro ocupaba el mismo lugar que el error, le respondía que no, que aquello era un documento sobre la vida de un escritor, no sobre política ni sobre estudiantes locos ni sobre otros escritores o amigos de la juventud:
Cíñase a la literatura, le dijo, el texto aparecerá en la edición de las obras completas, no es ni siquiera un libro: es parte de un libro que tampoco es suyo.
Siempre tuvo la sensación de que Bernardo Ritz lo trataba como a alguien que llega a la ventanilla de la oficina de reclamación a hacer algún trámite trabajoso y lento, como en esas llamadas telefónicas interrumpidas siempre por otras llamadas telefónicas que se intercalaban cuando Ritz le decía:
Espere un momento;
y el momento podía durar quince, veinte minutos, una hora de espera o incluso no tener fin; o como esas visitas a su oficina en las que nunca dejaba de entrar gente que iba y venía por los pasillos del Ministerio como si no tuvieran dónde sentarse, como si su trabajo fuera ir y venir por los pasillos y las ventanas, y que pasaban sin tocar la puerta interrumpiendo la conversación como si Estiarte Salomón no estuviera ahí, como si fuera parte del mobiliario, y que Bernardo Ritz casi siempre aprovechaba para zanjar los encuentros con un genérico:
Quedamos en eso;
y una mirada que lo echaba a Salomón de aquella oficina con olor de cigarrillo, papelería nueva y betún de zapatos.
Salomón, sin embargo, no hacía caso a los consejos, o exigencias, de Bernardo Ritz: en cambio, seguía buscando Enfermos, concertando entrevistas, llamando a Orígenes, que cada vez era más evasivo; a Isidro Levi, que siempre lo invitaba a su casa y terminaban hablando de otras cosas; a Eliot Román, que le contestaba el teléfono cuando le daba la gana; y aquello que debía ser algo breve, un texto que sirviera de introducción a las obras completas del escritor, se estaba convirtiendo en un tomo independiente, en un volumen incontenible donde aparecían:
los Enfermos, salidos de todos lados, perdidos en cualquier sitio;
las calles de la ciudad de Orabá, donde los pasos de los que huyen se confundían con los pasos de los perseguidores, con el estruendo de los tiros, con las puertas que se abrían y se cerraban;
el río con su cauce de baba lenta y sumisa, con su nombre repetido en el nombre de la ciudad, donde todo regresa;
los volúmenes de la Biblioteca Ambulante de Libros Izquierdistas de Eliot Román, enterrados en algún sitio, llenos de palabras y notas;
los grafitis en los muros de toda la ciudad, que escribió, en su momento, Juan Pablo Orígenes y, después, el propio Isidro Levi;
el nombre y las diferentes muertes y vidas de un desconocido llamado Pablo Lezama, a quien nadie reconocía ni recordaba, de quien nadie podía ofrecer una descripción, ese fantasma albino que aparecía simultáneamente en todos lados y en ninguno;
el intento de secuestro de algún político, a inicios de aquel último año en que se erradicó la Enfermedad, cuando finalmente Orígenes se fue al norte del País, huyendo a quién sabe dónde, y donde se mantuvo oculto algunos años;
los Guardias Blancos, que mataban estudiantes o gente cualquiera que se pusiera en el camino, que entraban en las casas rompiendo las puertas, que dejaban caer desde los helicópteros los cuerpos, quizá todavía con vida, de los capturados, en el abismo duro del agua de la Bahía de las Águilas;
la Botica Nacional, donde algunos Enfermos lograron salvar la vida, donde Eliot Román recibió tres o veinte tiros en las piernas y la espalda, sobreviviendo quién sabe cómo;
y los versos, las historias, indudablemente, de Juan Pablo Orígenes, de Isidro Levi, que habían hecho de la escritura una especie de culto secreto que a nadie le importaba;
¿Cómo no hacer con eso un libro?, ¿cómo no decirlo todo?
Una vez, cuando habló con Eliot Román, le preguntó:
¿Qué le gustaría que se dijera de todo aquello?;
y Eliot Román le respondió:
Que se sepa;
y se quedó callado, quizás pensando que todo el mundo en Orabá ya lo sabía, pero que a nadie le importaba;
luego le hizo la misma pregunta a Isidro Levi, que le dijo:
El asesino vive mientras haya víctimas;
y Salomón supo de inmediato que estaba citando a Orígenes;
Ya no tenemos veinte años, Salomón, le explicó Isidro Levi, ya pasó mucho tiempo, ¿sabe cuánta gente ha venido a preguntarme por los Enfermos en todos estos años, antes de usted? Cada uno que viene, por eso entiendo a Orígenes, a Eliot Román, a todos, cada uno que viene, le digo, Salomón, nos revive el miedo que uno siente en la juventud cuando se juega la vida, cuando uno puede jugarse la vida, o cree que puede, o cree que lo hace; yo conocí a muchos que lo hicieron; y a esta edad nuestra tener miedo es un trabajo muy cansado, penoso, que nos revive cosas que ya no podemos hacer, que nos recuerda los nombres y las caras de aquellos a los que tuvimos miedo, y ellos viven porque ustedes, todos ustedes que vienen sin ninguna preocupación, Salomón, nos los devuelven desde el olvido, nos entregan a ellos y a su recuerdo una y otra vez,
¿qué cosa nueva puede decir usted de la Enfermedad, o de aquellos años, o de cualquier cosa de las que ocurren hoy mismo y hay tanta gente hablando?,
¿qué cosa puede decir usted, Salomón, que sea más intensa, más cierta, más alumbradora?;
y Salomón se quedó callado, y en su cuaderno de notas escribió:
La memoria es a veces un incordio.
Lo mismo le preguntó a Orígenes en otra ocasión, una tarde en el Sin Rumbo, y Orígenes, que empezó la respuesta cientos de veces, que ensayó un asomo de enunciado y a veces dejaba escapar un cierto silbido, el aspaviento inicial de una frase, un seseo leve de globo desinflándose, de pulmón herido, de último suspiro en vida y primera respiración de espectro, le contestó, como si hablara de otra cosa:
Yo quiero salirme de esa memoria, Salomón, no me hace falta recordar, a veces me da vergüenza el pasado;
¿Por qué, Juan Pablo?, le preguntó;
y Orígenes, luego de otro rato, otra pausa, un despacioso aliento de enfermo y cigarrillo, un desparpajado corte en la conversación como si de verdad anduviera pensando en decir todo aquello que siempre quiso decir pero que se quedó guardado como si se hubiera tragado un puñado de alacranes, luego de un silencio así, apretado en el cogote, le dijo:
Sospecho que mi vida es lo que no recuerdo;
y aunque tenía dos cigarrillos encendidos en el cenicero, encendió uno más porque, quizás, el paso del tiempo es lo primero que el olvido nos roba, la aprehensión del paso del tiempo es lo primero que perdemos cuando perdemos la memoria:
Recordar algo que no está aquí, en lo nuestro cercano, o no recordar algo que sí está y que es vecindad irremediable: esto, sin duda, usted puede comprenderlo, Salomón:
tantas cosas hay en la congoja, tantos pesares en el discernir,
no hay acontecimiento que no cifre su permanencia en nosotros bajo la forma de una herida, como una cicatriz rasposa, como la crucifixión de una memoria que no nos salvará, le dijo,
le queda muy poco que ofrecer a mi futuro. Cada noche escucho a Aurora, esto usted no se lo diga a nadie, escucho a Aurora que me dice, cuando estoy quedándome dormido:
Le queda muy poco que ofrecer a tu futuro, Juan Pablo;
y tiene razón, yo también lo sé. Y por eso, Salomón, lo que yo quiero