¿Y el cuerpo?;
Él mismo se había hecho esa pregunta tantísimas veces: ¿El cuerpo de quién? ¿El de Pablo Lezama, enterrado en aquella casa abandonada cerca de la frontera o el cuerpo de Juan Pablo Orígenes, enterrado en la memoria de aquella casa abandonada cerca de la frontera?
Las preguntas mueven al tiempo, escribió una vez Orígenes;
¿Y el cuerpo?, ¿dónde está el cuerpo del Enfermo?, le preguntaron a Juan Pablo Orígenes, que recordaba las cosas como Juan Pablo Orígenes pero tenía que enunciarlas como Pablo Lezama, que dormía hecho huesos, que hablaba con la boca llena de tierra, que soñaba desde la muerte que estaba vivo y que se llamaba Juan Pablo Orígenes.
Soy el sueño de un muerto, escribió.
Quizás la pesadilla mortal de Pablo Lezama era todo este repetido desorden de identidades: ser sin estar en ningún lado, estar sin ser él mismo, siendo otro que no es, que tiembla cuando habla, cuando le clava el cuchillo en el pecho, cuando miente y cuando dice la verdad, otro que ocupe su lugar diciendo en voz alta:
Yo soy Pablo Lezama;
pensando, sintiendo en el fondo las verdaderas letras de su nombre:
Me llamo Juan Pablo Orígenes, nunca me mataron, yo fui un Enfermo, yo fui uno de los que perdió la esperanza;
¿Dónde estaba el cuerpo?
Todavía siente en los brazos el peso de aquel arrastrar, de aquel cubrir la tumba que el otro ya había abierto, de aquel hondo cuchillo atravesando el esternón; el ardor de frotarse los brazos para limpiar el lodo, la sangre, el miedo; el bulto de los dos cuerpos, el suyo, todavía vivo, y el de Pablo Lezama, hundido en la tierra hasta los huesos, perviviendo en él como un fantasma: hecho de memoria y mentira;
Se me subió el muerto al cuerpo, decía Orígenes.
El cuerpo estaba bajo la tierra. ¿El cuerpo de su madre? No, el cuerpo podrido de toda la memoria podrida que nunca podría borrarse;
Porque se borran los hechos, escribió en el libro, pero no su influjo,
se olvida la herida, pero no su dolor;
¿Qué vio Juan Pablo Orígenes en aquella casa abandonada en la esquina de Andrade y General Reina?;
Escuchó los jadeos de un trabajo cansado, los embates del metal contra la tierra, esta tierra dura y partida de lagarto, de prehistoria; escuchó la pausa, el descanso, la continuación de todo y pudo ver, entrando apenas un poco por la puerta de madera recién resquebrajada, sin asomarse demasiado porque pensaba que ahí había alguna cosa más, llena de espinas, pudo ver, entonces, que Pablo Lezama estaba cavando una tumba;
¿Estás seguro de que era una tumba?;
Nadie podría negar la posibilidad de una tumba. Nadie, sobre todo, cuando se está siempre a punto de morir;
¿Qué hizo entonces Juan Pablo Orígenes?;
Juan Pablo Orígenes se fue a su habitación a esperar la llamada de Pablo Lezama según lo acordado la noche anterior, y escribió, en uno de los márgenes del libro de Burton:
Las tumbas son la revelación de nuestra responsabilidad para con los muertos.
Muchos años después, frente a la tumba de su madre, escribió:
Los sepulcros son la crucifixión de los muertos: sin sepulcro la muerte es una idea.
¿Por eso la tumba que cavó Pablo Lezama no tiene marcas?;
Aquella tumba está perdida, como nosotros. Los Enfermos tienen su sepulcro marino en la Bahía de las Águilas, ahí terminaremos todos. Para el Estado, la muerte es una ausencia, y la ausencia de muerte es el olvido. Los que duermen en la bahía no han muerto todavía: siguen desaparecidos: no hay oleaje ni marea que los pueda devolver a nuestra cercanía;
Pero el desierto devolvió a Pablo Lezama;
O a Juan Pablo Orígenes. O a los dos. A ninguno tal vez;
¿Dónde comienza el desierto, Juan Pablo?;
El desierto empieza donde lo encuentras, y luego sigue apareciendo por todas partes, escribió. El desierto, apuntó Orígenes, es el recuerdo lejano de una tierra prometida que siempre está allá, donde termina la llanura rota. Todo es desierto, todo es la enunciación de una promesa,
y este desierto no me lo prometió nadie;
¿Cuál fue la promesa que Pablo Lezama le hizo a Juan Pablo Orígenes?;
La promesa de un día volver a casa;
¿Y Pablo Lezama cumplió su promesa?, ¿cómo lo hizo?;
El teléfono de la habitación de Juan Pablo Orígenes sonó a las once de la noche aquella vez, un poco más tarde que de costumbre. Lezama dijo que había hablado con algunos conocidos, que podrían cruzar la frontera, pero que necesitaban dinero:
Estuve toda la tarde tratando de convencerlos de que nos llevaran sin pagar, le dijo, pero no fue posible;
entonces Juan Pablo Orígenes supo que le mentía;
La mentira, escribió, es la fundación del País.
Se encontraron, como siempre, en el segundo piso del Dragón Rojo, en la mesa del fondo, cerca de la medianoche. Hablaron poco. ¿De qué hablaron? De cruzar la frontera. De atravesar el desierto. De nada. Hablaron de la Nada. Orígenes escribió, al final de la primera sección del libro de Burton, una nota que puede relacionarse con lo que ocurrió aquella noche:
Entonces se convirtieron en dos extraños: ya no sabían nada el uno del otro: saber que nos mienten es desconocer todo lo que antes nos han dicho.
Hablaron poco, entonces. Juan Pablo Orígenes, de pronto, le diría a Pablo Lezama que estaba pensando en quedarse ahí y esperar, que quería volver a la ciudad, que su madre estaba enferma, que le daba igual todo. Lezama, fumando, se frotaba las manos lastimadas por algún trabajo excesivamente cansado: tenía las uñas llenas de tierra, luego tendría la boca llena de tierra, los ojos, el corazón, todo lleno de tierra seca y pedregosa. Hablaron poco:
ya se habían dicho todo lo que podían mentirse, no hacía falta más consideración entre el asesino y su víctima;
Lezama dijo que irían a buscar a los que habrían de llevarlos al otro lado de la frontera, que tenían que negociar el precio. Orígenes lo siguió sabiendo que en aquella casa en la esquina de Andrade y General Reina había una fosa. La caminata no fue larga, pero iban despacio. Eso era el desierto: la distancia de repente germinada entre ellos dos, la espera del cumplimiento de lo nunca prometido. Y en el camino fueron perdiendo la paciencia, la sangre, el sudor, los pasos que dieron desde el Dragón Rojo hasta la calle General Andrade, las ideas de escapar, la necesidad de volver, el tiempo necesario en todos los relojes para que se acabe la madrugada; y así también fueron perdiendo poco a poco la distancia que se había abierto entre ellos:
cercados, como si ya estuvieran los dos en un mismo sepulcro, entraron en la casa abandonada, primero Lezama, luego Orígenes, y en algún momento, como si aquello estuviera planeado, los dos estaban de pie frente a la tumba:
Aquí no va a venir nadie;
¿Quién dijo eso?;
Lo habrá dicho Lezama, pero lo pensamos los dos;
¿Qué pasó entonces, Juan Pablo?;
Uno mató al otro. Sin hablar, sin mediar palabra porque no se necesitan las palabras para reventarle el alma a alguien, para atravesarle el cuello por la carótida, para meterle una bala en el pecho o en el rostro, para romperle la médula de todos los huesos; no se necesitan palabras, pues, para matar a alguien, ni para que lo maten a uno. Sólo sé que en ese momento los dos estaban cercados. Ya lo dije, cercados y juntos, como si fueran hermanos, como gemelos abrazados que mueren juntos, unidos por tendones invisibles, pero no eran gemelos ni hermanos ni morirían abrazados, aunque quizás, muchos años después, morirían juntos. No eran hermanos.