En la juventud, cuando empezó la escritura marginal, no pensaba en un testamento, sino en un testimonio. Se trata de libros distintos, escribió. Hacia el final de su vida, cuando ya no quería escribir más pero no podía evitarlo, anotó que el testimonio es el libro que escriben los vivos contra la muerte, y el testamento es el libro que escriben contra la vida los que están a punto de morir.
Usted, Salomón, está escribiendo su propia muerte. Yo no conocí a Pablo Lezama, yo no lo maté en aquella casa abandonada ni enterré su cuerpo en la misma fosa que él había cavado para mí, yo nunca conocí a ningún Pablo Lezama, yo no le he dicho a usted nada de esto. El libro que usted escribe, Salomón, es el libro que lo va a matar;
¿Los libros pueden matar, Juan Pablo?;
No cabe en el País todo esto, no hay sitio para la Enfermedad ni para los Enfermos. Sólo en el libro hay espacio para lo que en el País ya no tiene lugar, escribió.
Escribió tanto y pensando en tantas personas que no se dio cuenta, sino hasta mucho tiempo después, de que la historia y el crimen estaban ahí, en el libro, entre los fragmentos que había ido escribiendo, bajo la forma de inferencias, breves sospechas, falsas promesas que le hizo a todos aquellos a quienes ya había traicionado. Comprendió que la escritura proviene siempre de las ruinas, de los despojos, de lo que un día se vino abajo. Su vida, ya desde que pensó el viaje como una obligación, era una ruina que nunca podría levantar.
Que me echen encima todas las ruinas, escribió, que me lo den todo a mí, para deshacerme de la memoria como de una urna de ceniza y huesos;
¿Cuándo empezó todo?
Juan Pablo Orígenes nació bajo el signo del trópico. Había soñado con la música y las palabras en la medida en que el calor y la humedad nos permiten soñar en estas latitudes; pero a los veinte años, en la cumbre de la juventud eterna, eligió la pesadilla de la Enfermedad porque creyó, y lo hizo con fe, con esperanza, que la voz es un arma. Conoció a Isidro Levi, a Eliot Román, a Javier Zambrano, a Virgilio Bátiz, a Bento y Roldán Santos,
y con ellos, en las noches ebrias del Sin Rumbo y el Número 23, se contagió de aquel deseo enloquecido que después lo obligaría a marcharse.
Escribir es retirarse, leyó una vez, y cuando se fue, obligado por la persecución y el miedo, no pudo sino recurrir a la escritura como único vínculo con el futuro y el olvido. Su madre, que apenas pudo despedirse de él sin de verdad nunca saber que no volvería a verlo, le enseñó que los acordes en tono menor dicen la melancolía. Su padre, que murió demasiado joven como para todavía recordarlo como algo más que una sombra que camina, nunca supo arrancarse de las manos una vieja guitarra llena de cicatrices. En el viaje lo perdió todo, pero en el regreso perdería lo único que creyó que nadie podría quitarle:
el nombre:
Yo me llamo Juan Pablo Orígenes, cualquiera puede decírselo. Pero ahora, también, me llamo Pablo Lezama, y eso usted no puede decírselo a nadie. Debo ser los dos, para poder ser uno de ellos;
¿Quién era, entonces, Pablo Lezama?;
Pablo Lezama era un nombre,
o ahora es sólo un nombre,
es el recuerdo de uno que vivió hace demasiado tiempo, pero que no quiere irse, que no puede irse porque yo no lo dejo:
su ausencia será mi condena de muerte,
necesito que Pablo Lezama esté muerto, pero que su nombre siga vivo.
Pablo Lezama era una ausencia presente, una línea implícita en el libro que Orígenes había escrito, que es el mismo libro que seguiría escribiendo el resto de su vida en otros libros, en otros volúmenes de papel y tinta. Era una línea inferida apenas, un oscuro gemelo ya muerto, el corazón de un crimen que sucedió décadas atrás: Pablo Lezama era la marca de Caín en su frente, en la frente de este Juan Pablo Orígenes oculto en la piel de aquel Pablo Lezama:
el cordero en la piel del lobo: la víctima había tomado el nombre de su asesino.
¿Así fue?
Pablo Lezama apareció una noche en el Número 23 después de que Virgilio Bátiz, acompañado de aquella agrupación de malos músicos llamada Ciencia Roja, donde Juan Pablo Orígenes tocaba la batería, ofreciera un concierto prodigioso con su guitarra de palo,
entonces alguien, no se sabe quién, lo vio a Pablo Lezama alejarse de su mesa en el único rincón iluminado del lugar y acercarse al teléfono público que nadie usaba nunca. Sin la música, el sonido de la moneda era la señal de un advenimiento:
Ahora lo sé: ésa era sin duda una de las treinta monedas de plata;
quizá fue Roldán quien lo escuchó, con más intención que prudencia, hablar de un secuestro, una muerte, o del sueño alimenticio de una guerra necesaria. Soñábamos con utopías, entonces. Teníamos esperanza, entonces, dijo Orígenes;
¿Así empieza esto, Juan Pablo, así empezó tu pasado?;
Es el porvenir el que empieza. El pasado es una cosa que solamente puede terminar, algún día, quién sabe cuándo. Sólo mediante la duda se llega a la aprehensión de los acontecimientos. Es necesario crucificar el recuerdo para poder enterrarlo en lo más hondo de un pozo al que, obstinados, le otorgamos la propiedad del pálpito y nombramos corazón. Entonces teníamos corazón. Escribíamos cartas, leíamos libros, la música siempre estaba ahí, sonando en torno a todo. Éramos jóvenes y siempre estábamos por decir las palabras más trascendentales, siempre estábamos por sufrir los males más terribles. Pero nadie pensaba en Pablo Lezama. Pensábamos en Ellos, y nunca creímos que Ellos tendrían un rostro. Uno, quiero decir, uno sólo. Pablo Lezama es ese rostro de Ellos,
estoy seguro de que lo último que vi de la ciudad fue el desgastado monolito por donde pasa la imaginaria línea del trópico. ¿Qué es lo último que quiero recordar, qué porvenir fue mi pasado? Estamos hablando de que Pablo Lezama soy yo. Juan Pablo Orígenes es un invento del libro. No se confunda, Salomón, lo que Ellos saben es esto:
que Pablo Lezama, después de que los Enfermos intentaron secuestrar a aquel político, Hernández Cabello, cuando todo salió mal porque Lezama era en verdad un enviado de Ellos, porque Lezama era un gemelo de sí mismo, un hombre falso con una historia falsa que traicionó a los que confiamos en él, yo mismo confié en él aún después de que todos murieran,
la confianza, Salomón, nos puede matar,
hablamos de que Pablo Lezama, pues, siguió a Juan Pablo Orígenes, único sobreviviente que pudo escapar, o el único al que Ellos dejaron escapar porque creían que yo sabía algo más, que iría a la frontera a encontrar a los otros y Lezama, que vino por el desierto como yo, mató a Juan Pablo Orígenes, enterró su cuerpo en una casa abandonada y siguió buscando durante años a los que quedaron, a los Enfermos que estaban por ahí, como locos deambulando por las calles y los desiertos del País, desamparados porque no sabían encontrarse;
¿Eso fue lo que pasó?;
Eso fue lo que Ellos saben que pasó. Pero yo estoy vivo, o vivo en parte porque, para que Juan Pablo Orígenes siga vivo, Pablo Lezama también debe vivir. Ellos saben que Pablo Lezama volvió muchos años después: para la burocracia el tiempo no existe, y desde entonces puede que hayan pasado un par de noches apenas, algunas horas, pero no más de veinte años. Ellos entienden el mundo así, circular, esférico acaso. No reconocen ni lo simultáneo ni lo lineal. El mundo es lo que está cerca de Ellos, porque si no, si el mundo fuera más grande, ¿cómo iban a controlarlo?,
hablamos de que Ellos saben, ahora, que Pablo Lezama se hace pasar por Juan Pablo Orígenes para vigilar a otro Enfermo, quizás el último de los que quedan,
hablamos también de que Juan Pablo Orígenes mató a Pablo Lezama, pero eso, Salomón, no debemos decirlo en voz alta. Y hablamos de que Juan Pablo Orígenes es ahora Pablo Lezama, ¿entiende? Yo ya no sé cuál de los dos soy en realidad;
¿Quiénes