Cuando se implantó la antropología como carrera universitaria en la Argentina en 1957, se la entendía como auxiliar de la Historia y como vehículo para la reconstrucción de patrimonios pretéritos de la humanidad. En ese clima que definía el perfil académico posible, Esther cursó el profesorado de Enseñanza Media, Normal y Especial en Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. La antropología que ella aprendió se impartía en dos asignaturas: Antropología que era predominantemente antropología física, y Arqueología orientada a la prehistoria.
¿Por qué antropología social? Esther habrá sabido de ella en Estados Unidos, donde había viajado algunas veces con su marido, el ingeniero Raúl Hermitte, quien iba a ese país por razones de trabajo. Al parecer fue en esos viajes cuando hizo algunas indagaciones universitarias (en Boulder, Colorado) o en la misma Chicago, y supo que la antropología podía ocuparse del presente y además resolver problemas concretos de la gente. Con esta orientación, en los veranos de 1957 y de 1958 hizo un relevamiento de campo en la usina y cantera minera de la empresa El Aguilar, en la puna argentina, para conocer cómo se relacionaban funcionarios de la empresa y trabajadores atacameños y bolivianos. También en 1958 presentó un resumen de esta miniinvestigación a la reunión “Semana de la Sociedad Argentina de Antropología”, donde se refería a la “antropología aplicada” y a su relevancia en el país. Sin embargo, su perfil no tenía posibilidades de consolidarse ante un frente conformado por la antropología del Volkerkunde centro-europeo, por una parte, y por la otra una poderosa sociología cuantitativa que impartía en el novel Departamento de Sociología el llamado “padre de la sociología moderna” argentina, Gino Germani. Así que, salvo estas pequeñas tentativas y reseñas bibliográficas que publicó en la revista del Instituto de Antropología, Runa, ni el entorno ni ella misma disponían de los medios para emprender una línea de trabajo en Buenos Aires o su vecina La Plata, las dos universidades que desde 1958 y 1957 respectivamente titulaban antropólogos. De hecho, y hasta tiempos muy recientes, otros intentos en Córdoba y Rosario no lograron establecer una escuela.
Después de vanos intentos de obtener financiamiento de los departamentos norteamericanos, consiguió una beca externa del flamante Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (Conicet) que dirigía su fundador y primer presidente Bernardo Houssay, y fue aceptada por Chicago. El año de partida de Esther fue importante para la antropología profesional en la Argentina: comenzaba a dictarse la licenciatura de La Plata y se firmaba la creación de la carrera porteña que empezaría a impartirse el año siguiente. También fue un año significativo en la antropología norteamericana. Alfred Kroeber y Talcott Parsons publicaban “The concept of Culture and of Social System” en American Sociological Review (1958: 583), donde proponían reorganizar el campo de las ciencias sociales norteamericanas. Con este “pacto de caballeros”, como lo describe George Stocking Jr., Parsons y los caciques de la antropología norteamericana (Kroeber y Clyde Klukhohn) trataban de establecer la división del trabajo intelectual académico: “la cultura” para los antropólogos, el “sistema social” para los sociólogos y la “psiquis” individual para los psicólogos (Silverman, 2005b).
Varias unidades académicas, sin embargo, rechazaron este nuevo orden. Es fácil comprender por qué el departamento de Chicago fue una de ellas. Alfred R. Radcliffe-Brown, uno de los fundadores de la antropología social británica entendida como disciplina científica abocada al estudio de la “estructura social”, había dejado su marca después de seis años de permanencia (1931-1937). Esta cabeza de playa de la antropología social británica en Estados Unidos no le regalaría el estudio de las relaciones sociales a la sociología.
La influencia socioantropológica fue bienvenida por el fundador del departamento en 1928, Robert Redfield, su chairman (jefe) y por un largo tiempo dean (decano) de la división Ciencias Sociales de la universidad. Redfield mantenía una perspectiva acentuadamente sociológica de la antropología desde que conoció la sociología cualitativa del vecino departamento de Sociología que, en esa misma universidad, había dirigido su suegro y maestro Robert E. Park. Redfield, sin embargo, no sometía el estudio de la cultura a la estructura y destacaba un perfil más funcionalista. Su proyecto de área en Yucatán fue simultáneo a la estadía de Radcliffe-Brown en Chicago.
La influencia del insigne británico también afectó la organización departamental que, supuestamente, debía seguir los lineamientos de la “disciplina de los cuatro campos” (four-fields discipline): antropología física, arqueología, lingüística y antropología cultural. La antropología social era, según Radcliffe-Brown, una disciplina práctica más próxima a la sociología comparada que a la reconstrucción del pasado. La incorporación en 1935 de William Lloyd Warner, su discípulo en el estudio de aborígenes australianos, Fred Eggan3 y Sol Tax4 dio a ese departamento un perfil británico no exclusivo ni excluyente, pero bastante consolidado.
Hacia 1958 la presión parsoniana se hizo sentir en Chicago gracias a la partida de Warner, la muerte de Redfield y la llegada de tres jóvenes discípulos de Parsons a través de Kroeber y Klukhohn. David Schneider, Lloyd “Tom” Fallers y Clifford Geertz disentían tanto con la four-fields discipline como con la orientación sociológica (Silverman, 2005b). Los cursos sobre sistema social que Esther realizó en 1958 tenían este sesgo aunque compensado por un miembro más añoso del departamento que, sin embargo, no revistaba en las filas de la antropología social.
El lingüista Norman McQuown (1940, Ph.D. Yale) comenzó estudiando el náhuatl del centro de Veracruz y pasó luego al maya. En 1956 relanzó el proyecto interdisciplinario Man in Nature con financiamiento de la National Science Foundation y el National Institute of Mental Health.5 El sesgo en ecología cultural dejaba traslucir cierta vertiente neoevolucionista como la de Julien Steward desde Columbia. El objetivo del proyecto era registrar y comparar los procesos de cambio social y cultural, y la adaptación al ambiente por parte de las comunidades indígenas en los Altos de Chiapas, al sur de México. La integración entre antropología cultural y lingüística podía evocar cierto pasado boasiano, pero la vertiente socioantropológica estaba bajo la dirección del discípulo de un dilecto alumno de Radcliffe-Brown.6
Julian Pitt-Rivers, formado en Oxford con Edward E. Evans-Pritchard,7 el autor de Brujería, magia y oráculos entre los azande, acababa de publicar People of the Sierra donde planteaba el complejo honor/vergüenza como un sistema de control social propio del área cultural del Mediterráneo. Esther era una de las candidatas doctorales de Pitt-Rivers quien, junto con McQuown, firmaba el informe final Man in Nature y supervisaba la sección socioantropológica del proyecto. Él acompañaba el trabajo de campo de maestrandos, doctorandos e investigadores adjuntos, visitando a cada equipo –un lingüista, un intérprete indígena y un antropólogo social– en cada una de las localidades seleccionadas. Leía y discutía sus notas de campo, visitaba a antropólogos e informantes de antropólogos, conocía sus lugares de residencia, y con “Don Antonio” (o “Mac” o “SuperMac” como apodaban a McQuown) se reunían cada tres meses en la casa que el proyecto había alquilado en San Cristóbal de Las Casas (Medina, 2009 comunicación personal, ver Estudio Preliminar). Allí cada investigador presentaba sus avances y sus dificultades. Pitt-Rivers y McQuown hacían trabajo de campo parcial y dos investigadoras, Calixta Guiteras, graduada en Derecho en La Habana, de donde era oriunda, e incorporada a la ENAH, y la argentina Eva Verbitsky de Hunt, antropóloga de Chicago, coordinaban a los graduate students (estudiantes de posgrado). Si bien el proyecto tenía una ambición holística –ecología, arqueología, lengua y cultura–, cada investigador ensayaba una línea propia según su campo empírico, aportando datos sobre aspectos que hicieran comparables a las comunidades de la rama lingüística tzotzil y tzeltal (McQuown y Pitt-Rivers, 1964: ix).
El caso de Esther fue notable en este contexto. Era ella una estudiante de posgrado en busca de su maestría y doctorado, entre otros estudiantes avanzados,