Rafe elevó el labio superior.
–Siempre me pareció un adulador –dijo en tono ofensivo.
–Si te sirve de consuelo, a él tampoco le caías muy bien.
Rafe dio unas palmaditas al cariñoso animal.
–¿Es nuevo?
–Como casi todas las cosas desde la última vez que nos honraste con tu presencia.
–Tú sigues siendo la misma.
Tess no se sintió halagada, no creía que esa fuera la intención de Rafe.
–En realidad, es de segunda mano. Era el perro del señor Pettifer. ¿Te acuerdas de él? –Rafe asintió. Recordaba vagamente al frágil octogenario–. Nadie lo quería.
–¡No me sorprende! –no creía que hubiera muchos hogares dispuestos a acoger a aquella fea bestia.
Exasperada, Tess se retiró el pesado flequillo de pelo castaño de los ojos con impaciencia y fijó la mirada en el rostro apuesto y severo de Rafe.
–Tiene un corazón de oro.
–Y mal aliento.
–Pues Ben lo adora –por la forma en que lo dijo, Rafe dedujo que, en opinión de Tess, no existía mejor recomendación.
Tal vez estuviera equivocada, porque no veía mucho a Rafe últimamente, pero tenía un aire distinto. No sabía lo que era exactamente…
–¿Has estado bebiendo? –especuló Tess en voz alta.
–Todavía no –contestó Rafe con una carcajada temeraria y discordante–. ¡Justo lo que necesitaba! –anunció, y sacó una botella polvorienta del botellero. Sus ojos oscuros leyeron la etiqueta–. Licor de bayas, mi favorito. ¿El sacacorchos? –añadió en tono imperioso, y extendió la mano.
¡El licor de bayas de la abuela! Tess tuvo la certeza de que algo iba mal. En otras circunstancias, lo habría hostigado para que le contara lo que era, pero en aquellos momentos, no le importaba mucho conocer las preocupaciones de Rafe, solo quería quitárselo de encima para poder pensar… aunque, por el momento, no le había servido de mucho, reconoció a regañadientes.
–¿No pretenderás ofrecer a tu paladar el licor casero de la abuela? –se burló.
–A solas, no.
–Una invitación tentadora, pero son las tres de la madrugada –le recordó Tess, y consultó de forma automática su reloj de pulsera para confirmar su afirmación. Solo que su muñeca estaba desnuda. A decir verdad, ella tampoco estaba muy vestida, reconoció con incomodidad, y tiró del borde de su gastado camisón de algodón.
Tuvo el recuerdo de haber agitado los brazos, y solo Dios sabía lo que habría dejado al descubierto. Aun así, allí solo estaba Rafe, que ni siquiera habría pestañeado aunque la hubiera encontrado completamente desnuda.
Aunque fueran las tres de la madrugada, Rafe estaba vestido con la cansina perfección acostumbrada. Cómo no, su indumentaria era cara y elegante. Consistía en unos pantalones de color verde oliva y una fina camisa… claro que los detalles no importaban, sobre todo, cuando medía uno noventa, tenía un cuerpo atlético, hombros anchos, cintura estrecha y piernas largas, y se paseaba por ahí emanando la clase de sensualidad pensativa que hacía que las mujeres pasaran por alto el hecho de que su rostro no era del todo bonito. Fuerte, atractivo e interesante, sí… bonito… no.
–Sé la hora que es… aunque no sé si tú… –Rafe paseó la mirada por el desorden de la cocina–. ¿Sueles tener arrebatos de limpieza bien avanzada la noche, Tess?
–No podía dormir –le explicó ella en tono defensivo, y se quitó los guantes amarillos para arrojarlos sobre el escurridor.
No le importaba si Rafe la consideraba una excéntrica, o incluso una chiflada. Últimamente, no le importaba mucho lo que Rafe pensara. En su opinión, el éxito no lo había cambiado para mejor. Había sido un niño agradable, aunque irritante, cuando tenía dos años menos que ella. Tess seguía siendo dos años mayor, pero el tiempo parecía haber devorado la diferencia de edad y la había despojado de la sensación de superioridad que proporcionaban unos cuantos meses en la niñez.
No era probable que muchas personas se sintieran superiores en compañía de Rafe. Era una de esas contadas personas a las que la gente obedecía instintivamente… aunque ella no se consideraba uno más de los borregos que lo escuchaban boquiabiertos.
Aun así, y a pesar de que a menudo lo hostigaba sobre su ascendencia, no era como el resto de los Farrar, una familia de esnobs anclados en el pasado. Según dictaba la tradición, y los Farrar eran fieles a las tradiciones, el hijo menor ingresaba en el ejército y el primogénito ascendía en el escalafón del banco que había sido fundado por uno de sus antepasados.
El primogénito, Alec, había accedido gustoso a presidir el banco, aunque por lo que Tess sabía, el único interés que había tenido en el dinero había sido para gastarlo. Pero no creía que la familia se hubiera sorprendido demasiado cuando Rafe decidió no colaborar dócilmente con los planes que tenían para él. Como había sido expulsado del prestigioso internado en el que habían estudiado generaciones de Farrar, siempre esperaban lo peor de él y Rafe solía satisfacer sus expectativas.
Pero no se había convertido en un vago y en un inútil, como habían predicho. Había ascendido, y bastante deprisa, por cierto, en la plantilla de un diario nacional. Causó una impresión favorable en el periódico, pero era su trabajo como presentador de un prestigioso programa de actualidad lo que lo había hecho famoso.
El trabajo estaba hecho a la medida de Rafe. No era agresivo ni hostil, no le hacía falta. Tenía la habilidad de cautivar y de arrancar respuestas sinceras de los políticos más astutos. Tan sencilla parecía su técnica, que no todo el mundo valoraba aquel don, ni comprendía cuánta investigación de fondo era necesaria para respaldar aquellas preguntas engañosamente espontáneas.
Tal era su reputación, que las figuras de la vida pública hacían cola para ser entrevistadas por él, convencidas, sin duda, de que eran demasiado sagaces para dejarse envolver por un falso sentido de seguridad. Sin menospreciar las dotes de periodista de Rafe, Tess sospechaba que su fotogenia tenía algo que ver con que se hubiera convertido casi en un objeto de culto de la mañana a la noche.
–Además, pienso mejor mientras trabajo –alegó Tess con soltura. Aunque, al parecer, aquella noche era una excepción. Una nueva oleada de pánico le retorció las entrañas al comprender, una vez más, que no existía una solución mágica para su dilema.
Rafe entornó los ojos y reparó en los párpados hinchados y enrojecidos de Tess. Tenía la clase de piel pálida, casi translúcida, que reflejaba todos sus estados de ánimo, ¡por no hablar de las lágrimas! Recordó lo frágil que le había parecido su muñeca al agarrarla.
–Prometo no decirte que todo se arreglará… no lo creo.
«¡Como si yo no lo supiera!», pensó Tess.
–Nunca has sido optimista, Rafe, pero esa actitud agorera es nueva.
–Soy realista, encanto. La vida es un asco… –descorchó la botella y vertió un buen chorro en una taza.
–¡Me alegro tanto de que hayas venido, ya me siento mejor! –distraídamente, aceptó la taza que le tendía–. Mm, está bueno –anunció con cierta sorpresa antes de tomar otro sorbo menos vacilante del famoso licor de su abuela. Famoso, al menos, en los confines de la parroquia por su potencia más que por su delicado paladar.
Rafe se estremeció al probar la bebida, pero decidió no