–¡Baggins! –chilló–. ¿Qué le has hecho? –preguntó con indignación a Rafe.
–¿Por qué no has cerrado la puerta con llave? –inquirió él con un ceño reprobador–. ¡Podría haber entrado cualquiera!
Tess lanzó a su visitante una mirada furibunda antes de volver a prestar atención al animal.
–Pero fuiste tú el que entró. ¡Qué suerte tengo! –exclamó con sarcasmo.
–¡Suéltalo! –le ordenó Rafe con severidad cuando ella intentó tomar en brazos al animal–. Pesa demasiado para ti. Además, puede andar solo –para demostrarlo, dejó al perro en el suelo–. Pero no quería arriesgarme a que se fuera otra vez de paseo y matara a un pobre motorista desprevenido –declaró, y cerró la puerta con firmeza.
–¡Vaya! –la angustia de Tess se redujo un poco cuando Baggins empezó a comportarse como el cachorro que ya no era–. Arreglé la valla, pero ha aprendido a escarbar y salir por debajo. Imagino que lo golpearías con ese llamativo coche tuyo –Tess frunció los labios en señal de desaprobación.
–Solo lo rocé.
Rafe advirtió que Tess estaba descalza. Como el resto de su cuerpo, sus pies eran menudos, y aunque era delgada, distaba de ser un palillo. Su esbeltez no era angulosa, sino sinuosa, suave y atractiva… por todas partes.
Aquella postdata mental lo tomó desprevenido, y una vez formulado el pensamiento, le pareció natural especular sobre lo que se escondía bajo aquel exiguo camisón. Carraspeó y logró controlar sus pensamientos carnales. No era pensar en el sexo lo que lo molestaba, sino pensar en el sexo y en Tess simultáneamente.
–Ahórrate los detalles sobre tus veloces reflejos… por favor.
Rafe, que estaba sudando tinta para controlar otro tipo de reflejos, desplegó una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes blancos y perfectos.
–Tomo nota de tu gratitud por mi sacrificio.
–¿Qué sacrificio?
–Un faro roto y, sí, gracias por preocuparte, salí indemne –una vez controlado el nivel de testosterona, Rafe comprobó con inmenso alivio que podía mirarla a los ojos y ver a Tess, su amiga, y no a Tess, una mujer. Era sabido por todos que el rechazo podía incitar a un hombre a hacer y pensar tonterías.
–Eso ya lo veo.
–¿Por qué tengo la impresión de que habrías preferido verme con un brazo roto? –reflexionó Rafe con ironía–. Si esta es la clase de bienvenida que das a tus invitados, dudo que tengas alguno.
–Ojalá no los tuviera –le espetó Tess.
–Antes de que me lances más piedras, encanto, intenta recordar que este cuerpo fuerte y masculino encierra un alma sensible –tomó la mano de Tess y la plantó con ademán enérgico sobre su pecho–. ¿Lo ves? Soy de carne y hueso.
Tess no halló indicio alguno de un alma, pero sí pudo percibir el calor corporal de Rafe y los latidos lentos y regulares de su corazón. Contempló sus propios dedos extendidos sobre la camisa durante lo que pareció una eternidad: era una experiencia extraña e inquietante estar allí en pie, así. Sintiéndose un tanto mareada, incluso confundida, alzó la mirada… pero el rostro de Rafe se tornó borroso.
Rafe contempló aquellos ojos grandes y luminosos y se apresuró a soltarle la muñeca. La mano de Tess cayó, sin vida, a un costado de su menudo cuerpo. Rafe carraspeó.
–Y, por si no lo sabías, hay una gran diferencia entre llamativo y elegante.
–No es más que uno más de tus juguetes –«debería haber comido algo», pensó Tess, mientras se llevaba la mano con preocupación a la cabeza, medio mareada.
–Si insultas a mi coche, me insultas a mí.
Tess exhaló un suspiro de alivio y sonrió. El rostro de Rafe ya no aparecía borroso.
–Preferiría insultarte a ti.
–Creía que ya lo hacías.
Tess se encogió de hombros… Rafe se estaba tomando bastante bien su impertinencia, lo cual intensificaba su culpabilidad. Sabía perfectamente que a quien quería gritar era a Chloe, solo que su sobrina no estaba allí y Rafe sí. Menos mal que él tenía las espaldas anchas… muy anchas, pensó, y deslizó una rápida mirada a aquellos hombros sólidos y poderosos.
–Bueno, parece que Baggins no te guarda rencor –reconoció. La exhibición de alegría juvenil estaba destinada a Rafe, no a ella–. Eres muy malo –lo regañó con afecto.
Rafe no cometió el error de creer que la regañina amorosa iba dirigida a él.
–Siempre has hecho gala de un concepto muy original de la disciplina, Tess –observó con ironía.
Tess chasqueó la lengua.
–Al menos, no soy un matón, como tú –replicó–. Anoche vi cómo tratabas a ese pobre hombre.
–Creía que no tenías televisor… para estar a tono con tu estilo de vida ecológica a base de lentejas y arroz integral.
La burla la sacó de sus casillas. ¿Cómo se atrevía a despreciarla de aquella manera? Era evidente que no se le pasaba por la cabeza que podía echar de menos las noches de teatro o de concierto que antes habían ocupado una parte tan importante de su vida.
–Era la abuela la que no tenía televisor, y el mío es portátil. Y solo porque cultivo hortalizas no me gusta que insinúes que me he convertido en una –le dijo con aspereza–. Además, no eres el más indicado para hablarme así. Al menos, cuando yo hago algo, lo hago por convicción –o, en aquel caso, llevada por el deseo de reducir los gastos de comida. Las verduras frescas de cultivo ecológico costaban un riñón.
–¿Y crees que yo no?
–Bueno, no parecías muy interesado en salvar el planeta antes de conocer a Nicola –Nicola, la activista medioambiental, había sido una de las primeras novias formales de Rafe. Junto con sus sólidas convicciones, Nicola, al igual que las demás novias que la habían sucedido, tenía unas piernas interminables, un cuerpo sensacional y una melena rubia larga y ondulada–. No la habrás olvidado, ¿verdad?
Nicola había quedado muy lejos y, a decir verdad, los recuerdos de Rafe sobre ella eran un poco difusos.
–Un hombre no olvida a una mujer como Nicola –desplegó una sonrisa lasciva por si Tess no había cazado la broma… aunque fue innecesario–. Esa chica tenía un gran entusiasmo.
Un entusiasmo tan grande como la talla de su sujetador, si hubiera querido llevar alguno, recordó Tess con ironía.
–Algunos lo llamarían fanatismo.
Se distrajo del tema cuando la cola de Baggins chocó con un montón de platos y lanzó uno al suelo. Rafe lo atrapó un momento antes del impacto.
–Este perro es una joya –gruñó.
–Si insultas a mi perro, me insultas a mí –replicó Tess, copiando la anterior respuesta de Rafe–. Debería llamar al veterinario, para asegurarme de que no le ha pasado nada –pensó en voz alta con nerviosismo, y tanteó el lomo del animal.
–Si de verdad te preocupa, estoy seguro de que Andrew estará encantado de hacerte una visita.
Rafe no estaba al tanto de la progresión de su romance, pero era bien sabido en la aldea que el veterinario de mediana edad había estado suspirando por Tess desde que comprara la clínica veterinaria de la localidad. Aunque Rafe apenas lo conocía, lo consideraba un hombre insípido, pomposo y pagado de sí mismo.
Tess se sonrojó al oír la pulla y se puso rígida.
–¿No sabías que Andrew ha vendido la