Lágrimas tristes caían del cielo desde hacía cuatro días; las mismas que lloraba Lucía mientras vigilaba la respiración cada vez más débil de su abuela. Su piel había adquirido poco a poco el color cerúleo que precede a la muerte. Su rostro se afilaba cada vez más y sus labios finos, amoratados, permanecían ya inmóviles. Sus ojos, en los que hasta hacía muy poco seguía brillando una fuerza y una luz que hacía olvidar sus muchos años, estaban cerrados.
Esperanza podía sentir a su nieta triste y apenada. Ella, en cambio, estaba feliz, esperando marcharse… ¡Ya tardaba! Todo estaba repasado y cumplido. Y se iba tranquila, ya que no dejaba a Lucía sola.
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