Joaquín seguía sus pasos sin osar pronunciar palabra. Un par de veces que intentó hablar, la mirada fría y cruel de Gerardo lo silenciaron, acompañada del gesto de su mano sobre la boca. Joaquín se arrepintió de haberse unido a ese hombre, y hasta deseó que sus esfuerzos se vieran abortados y no se cruzaran con ningún lobo. Pero las señales eran inequívocas: los lobos estaban muy cerca.
A punto estuvieron de cumplirse los deseos de Joaquín, porque casi pasaron de largo. Pero algo alertó a Gerardo, que volvió sobre sus pasos. Despojos de animales —los lobos nunca devoran del todo a sus víctimas— se hallaban dispersos entre la maleza. Siguiendo los rastros, llegaron hasta una zona de profusa vegetación de brezos y escobas tras la cual encontraron la entrada de la guarida: una pequeña cueva que se adentraba en la roca.
Los dos hombres se miraron. Dentro se oían ruidos: uñas que rascaban la tierra, pisadas que se acercaban y se alejaban. No había duda, en la oquedad se revolvía un animal.
Gerardo y Joaquín se alejaron un par de metros y se apostaron pacientes frente al cubil; tarde o temprano, el lobo saldría. Los dos aguardaron expectantes. Poca fue la espera. No pasaron más de cinco minutos cuando una hermosa loba asomó por la entrada de la cueva. De pronto, todo se hizo silencio. Las chicharras que se ocultaban en la maleza y las rapaces que sobrevolaban las cimas habían enmudecido, y hasta el sol parecía haberse detenido. Gerardo, pálido y sudoroso, con el pulso latiéndole en las sienes, encaró la escopeta y esperó a que el animal terminara de salir. Joaquín, tranquilo, lo imitó.
Cojeaba, una costra de sangre reseca le cubría casi toda la pata derecha y estaba preñada; su abultado vientre indicaba que le quedaba poco para parir. Al verse sorprendida, erizó el pelo del lomo, enseñó con fiereza los colmillos y comenzó a gruñir. Se paró ante ellos con la cabeza baja y las patas flexionadas en una clara posición de ataque, pero no se movió.
Gerardo sonrió en una mueca burlona y cruel, presto a disparar. Joaquín, que había bajado su arma, sujetó el brazo de Gerardo.
—No dispares. Está herida y a punto de parir. No tiene ninguna intención de atacar. Es mejor que nos retiremos despacio y la dejemos en paz. El macho no andará lejos.
Gerardo, con un movimiento brusco, se zafó de la mano de Joaquín. Volvió a apuntar a la loba y apretó el gatillo de su escopeta. No lo oyeron llegar, ni supieron de dónde había salido, pero el proyectil se incrustó en el lomo de un enorme lobo que con un salto impresionante se había interpuesto entre ellos y la hembra. El estampido atronó el aire. El lobo cayó al suelo a pocos metros de Joaquín y de Gerardo, quienes, sorprendidos por la inesperada aparición del animal, retrocedieron unos pasos.
El lobo yacía malherido, con su mirada fija en aquellos dos hombres que portaban en sus manos un instrumento de muerte. La loba, gimiendo, se acercó al macho y les hizo frente. Las miradas de los lobos y de Gerardo se cruzaron durante unos instantes. Cuando percibió el odio que emanaba de los ojos de aquel hombre, el lobo se supo derrotado. Herido como estaba, no podía defenderse ni proteger a su hembra. Supo que no le quedaba otra opción que seguir el código de honor que llevan escrito en sus genes los de su raza: el vencido se tumba patas arriba y le ofrece la garganta a su rival como signo de rendición absoluta. El vencedor, desde ese momento, da por terminada la pelea y el perdedor no se revuelve cuando se ve libre. Sí, había sido vencido sin que en realidad se hubiera producido lucha ninguna.
Sangrando profusamente, se arrastró hacia ellos, se tumbó sobre su espalda y les mostró el cuello y la parte inferior del abdomen en franca señal de sumisión. Estaba ofreciendo su vida para salvar la de su pareja.
Gerardo no se conmovió. Recuperado del estupor que le produjo la aparición del lobo, con un rápido y certero disparo abatió a la loba. La detonación se extendió por el aire. Las montañas se hicieron eco y el sol se ocultó de pronto tras los picos. Nada se oía, excepto la respiración agitada de Gerardo, que se complacía y saboreaba su momento de triunfo y de muerte.
El lobo sintió cómo su compañera caía cerca mientras mantenía sus ojos fijos sobre la figura de aquel hombre. En su mirada se mezclaba el dolor por la muerte segura de su hembra y la confusión y la extrañeza de que se hubiera trasgredido una ley inalterable.
—¿Por qué lo has hecho? ¡Ya tenías a tu lobo, se había rendido! ¿Por qué matar a la hembra? —le preguntó Joaquín, sintiendo que la ira lo dominaba. Cerró los puños y apretó los dientes para controlar el deseo de golpear a ese hombre.
Gerardo no se molestó en contestar. Se acercó a la loba y se la echó sobre los hombros. ¡Tendría su piel sobre la pared de su casa!
Joaquín sintió asco.
—Espera, hay que rematar al macho. No lo dejes malherido —insistió, viendo que Gerardo se disponía a regresar. Le apuntó con su escopeta para darle el tiro de gracia, pero Gerardo se lo impidió interponiendo delante el cañón de su arma.
—Ni se te ocurra disparar. Será una lección para el resto de la manada, que lo rematen y se lo coman los buitres.
Joaquín desistió. En los ojos de Gerardo alentaba una extraña expresión de locura que daba miedo.
Nadie en el pueblo, advertido de lo ocurrido por Joaquín, hizo comentario alguno sobre lo acontecido en el monte. Cuando Gerardo contaba su «hazaña», se cambiaba de conversación o se le respondía con el silencio. Nadie hizo referencia alguna a la muerte de la loba, hasta que comenzaron a oírse los lamentos.
Ocurrió a finales del mes de octubre. El otoño, lluvioso y airón, había despojado de hojas a los árboles, preparándolos para recibir al invierno. Naturaleza y hombres se apresuraban para que los primeros fríos que traerían las nieves no los cogieran desprevenidos. Las aves hacía tiempo que habían migrado. Los animales tenían preparadas sus madrigueras. Los campos fueron barbechados y abonados; las patatas, recogidas y almacenadas en las paneras, igual que las pacas de paja que servirían de alimento al ganado se amontonaban en los graneros. Las alacenas de las casas ya guardaban las legumbres, el sebo, el queso, la manteca, la miel, y en las leñeras se apilaba suficiente madera para alimentar en los meses de frío la hornacha y la lumbre. Todo estaba hecho y dispuesto. El cierzo, duro y gélido, soplaba entre las cumbres que apuntaban al noroeste. Tan solo quedaba esperar a que de nuevo la nieve lo cubriera todo.
La noche en la que se escuchó por primera vez el lamento del lobo era oscura y sin luna. Al principio parecía tratarse del ulular del viento atravesando los riscos y los desfiladeros del valle, pero la cadencia con la que se sucedían los gemidos era imposible que la produjera el aire.
—Sabía que la muerte de la loba traería consecuencias —le dijo Esperanza a Lucía la primera vez que lo oyó al tiempo que le ordenaba asegurar bien la tranca que cerraba la puerta de la casa—. La naturaleza hará justicia. Nadie queda impune cuando se transgreden sus leyes —añadió.
Lucía se apresuró a obedecer. No entendió muy bien el significado de esa frase que parecía un enigma, pero, por entonces, con apenas diez años, ya había comprobado que su abuela nunca hablaba en balde, pues más tarde o más temprano se cumplía lo que sentenciaba.
Esa noche apenas pudo cenar; se le atragantaban las sopas de ajo que su abuela le había preparado y se sobresaltaba cada vez que el lobo volvía a aullar. Poco después, temblando en su cama, pasó mucho rato despierta escuchando el lamento del animal, que parecía estar muy cerca. Se diría que el aullido salía del hayedo por el que se aventuraba el camino que llegaba hasta el pueblo. Y sí, así era, el lobo estaba realmente muy cerca, demasiado. El grito lastimero que se expandía por el aire llegando hasta el último rincón del monte se interrumpía durante unos momentos para volver a repetirse. Era un sonido nítido, lleno de una fuerza y un sentimiento que estremecían. A pesar de su miedo, Lucía escuchaba asombrada. Nunca había oído un lamento tan triste; incluso podría decirse