Viendo que no lo seguirían, por la mañana temprano, Gerardo se echaba al monte con la obsesiva intención de darle muerte al lobo y regresaba furioso sin ningún resultado al atardecer. Por las noches sentía tan cerca al animal que casi podía oler su aliento cuando trataba de otearlo en la oscuridad desde el dintel de la puerta de su casa; pero de día no había rastro alguno. Si no fuera porque no creía en esas cosas, habría pensado que era algo fantasmal.
Las cosas continuaron así más allá de una semana. Los aullidos se sucedieron invariables todas las noches, hasta que de pronto dejaron de oírse. El día siguiente a la última noche en la que se escuchó al lobo amaneció radiante. El sol lucía regalón en el cielo. Sus rayos perezosos se esparcían en la atmósfera, acentuando los colores ocres y dorados de la mañana. Parecía que el pueblo y los prados se hallaban inmersos en un halo de mágica luz que se reflejaba en el cielo azul, sin una nube. Las montañas que lo rodeaban semejaban áureos gigantes que vigilaban que nada alterara la quietud y el equilibrio, como si cualquier pequeño suceso pudiera romper en mil pedazos la armonía de ese día en el que todo y todos parecían encontrarse exactamente en su sitio y en su lugar.
Gerardo, al igual que venía haciendo en las últimas jornadas, antes de que el sol llegara al mediodía y con la escopeta al hombro, salió de su casa. Se detuvo unos instantes con su hijo Pepín, que jugaba sentado en la puerta. Pepín era un niño sanote y hermoso. Acababa de cumplir tres años y era la debilidad de su padre. Gerardo acarició la cabeza del pequeño y desapareció por el camino que se adentraba en el monte. Y allí estuvo hasta bien pasada la hora de comer, por eso no vio cómo nada más alejarse apareció la niebla. En un principio fueron pequeños cúmulos de nubes que coronaban las cimas más elevadas, para después convertirse en lenguas blancas que descendían deprisa por las laderas de la montaña absorbiéndolo todo. A su paso desaparecían, como si de magia se tratara, los árboles, los campos de labor, el arroyo, los apriscos, las casas... En pocos minutos, la niebla lo engulló todo, dejando al pueblo sumergido en una bruma blanquecina y estática. El sol lucía sobre ella, pero sus rayos no llegaban a atravesar esa capa lechosa que había transformado un día luminoso en oscuridad.
Lucía observaba a través de la ventana. «Esta niebla no es normal», dijo su abuela, y realmente era un fenómeno extraño. Muchas veces, muchas, la niebla los visitaba y a Lucía le gustaba introducirse en ella, pasear y recrear un espacio mágico e irreal en el que se dejaba llevar por su fantasía infantil. Siempre la recibía con alborozo, la sentía su amiga. Pero ese día parecía distinta; era una niebla espesa, meona, espectral, que sumió al pueblo en una sucia mortaja. Un escalofrío le puso la piel de gallina y de manera instintiva se alejó de la ventana.
La bruma se disipó tan rápido como había aparecido. Fue replegándose como si obedeciera una orden silenciosa, dejando que la luz entrara y se instaurara de nuevo. La mañana recobró su pulso, hasta que se quebró por un grito que atravesó el pueblo de parte a parte. Tras él, sobrevino de nuevo el silencio para repetirse instantes después.
Esperanza, seguida de Lucía, salieron a la calle. Con la cara descompuesta, subía corriendo la mujer de Gerardo.
—¡Mi hijo! ¡No encuentro al niño! —gritó cuando llegó hasta donde ellas estaban—. ¿Habéis visto a mi hijo?
—No, no lo hemos visto. Estamos muy lejos de tu casa. ¿Cómo podría haber subido hasta aquí? Es muy pequeño —dijo Esperanza.
—No lo encuentro, no sé dónde está. Cuando bajó la niebla, jugaba en la puerta de casa. Fui a meterlo dentro, pero ya no estaba. Lo he buscado por todas partes, lo he llamado, pero no aparece, no contesta.
La madre, en su desesperación, se movía sin parar mientras hablaba al tiempo que, llorando, gritaba el nombre del pequeño.
—No te preocupes, mujer —intentaba tranquilizarla Esperanza—. Los rapaces siempre están dando sobresaltos. Seguro que cuando bajó la niebla se asustó y se habrá escondido en algún sitio; puede que hasta se haya quedado dormido y por eso no responda. Cálmate, mujer, que seguro que aparecerá.
La madre, enloquecida, volvió a recorrer las calles del pueblo voceando el nombre del niño:
—¡Pepín, Pepín! ¿Habéis visto a mi hijo? —les bramaba desquiciada a los vecinos que salían de sus casas al reclamo de sus gritos.
Todos buscaron al pequeño… Se registró casa por casa, pajar por pajar, las paneras, los apriscos, los prados cercanos, el arroyo. Nada, no había rastro del niño. Cuando Gerardo llegó a su casa, su mujer salió a su encuentro y, entre sollozos, le explicó lo sucedido. Como un loco, recorrió de nuevo todo el pueblo, aullando el nombre de su hijo.
El niño no apareció. Después de días de infructuosa búsqueda, lo dieron por perdido. Cada uno pensó lo que quiso: unos, que se cayó en algún pozo cercano; otros, que llegó hasta los prados, se introdujo en alguna hura y luego no pudo salir; algunos, que se precipitó a una poza del arroyo… Esperanza, cuando Lucía le preguntó sobre ello, le repitió:
—La naturaleza hace justicia y pone las cosas en su lugar. Lo que hoy está arriba, mañana puede que esté abajo. No hay nada que no tenga consecuencias, todo se refleja.
IV
Un siseo
P
rocedente de la cama donde reposaba Esperanza apartó a Lucía de sus recuerdos. La abuela salmodiaba palabras ininteligibles con los ojos cerrados. Parecía rezar. Su rostro estaba sereno, relajado, apenas alterado por ese ligero movimiento de sus labios. Lucía se acercó a la cama y se inclinó frente a ella; escuchó y la tomó de la mano.
Al sentir el tacto de su nieta, Esperanza esbozó una sonrisa.
—Tranquila, mi niña, estoy repasando mis cosas —le dijo con un hilo de voz apenas perceptible.
Fuera era noche cerrada. Dentro, en la casa, el silencio invadía todas las esquinas. De pronto, Lucía, alertada por algo, se levantó y… No, no podía ser, era imposible, pero estaba segura de haber oído el gorgoteo del arroyo bajando en cascada caudalosa, igual que cuando se inicia el deshielo. No, no era posible, su imaginación estaba jugándole una mala pasada. Hizo intención de sentarse, pero el sonido se repitió. Temblando, se dirigió a la puerta y la abrió.
La lluvia se había hecho casi invisible, apenas una finísima capa formada por minúsculas gotas que caían silenciosas; nada se oía fuera. Cerró la puerta y, confusa, con el corazón acelerado, regresó junto a su abuela. Apretó fuerte los ojos para contener las lágrimas, y el recuerdo de la voz de Esperanza ocupó su mente de nuevo:
—Debes empaparte de la vida, sumergirte en todo lo que sientes y vives. No puedes pasar por ella de puntillas. Eso es pecado. Tienes que abrir tu espíritu y tu corazón, alertar los sentidos para reconocer y hacer tuyos sonidos, imágenes, olores, colores. Aprende a reconocer el lenguaje de la naturaleza. Ella nos habla, escúchala. Es tu mejor amiga y la mejor de las maestras.
—Abuela, ¿la lluvia son las lágrimas del cielo? —le preguntó una Lucía de siete años mientras miraba a su abuela remover la tierra con el azadón donde después sembrarán las patatas.
Esperanza, sin detenerse, le contestó:
—Las lágrimas guardan una gran riqueza. Son un regalo. Ellas expresan todo tipo de sentimientos. Se llora de alegría, de emoción, de tristeza, de rabia o de dolor, y también de amor. Las lágrimas son preciosas, mi niña, y no deben desperdiciarse; por eso no hay que llorar por tonterías y sin causa justificada. Sí, la lluvia son las lágrimas del cielo.
—Entonces…, ¿a través de la lluvia, la naturaleza nos dice lo que siente? —continuó preguntándole la pequeña.
—Así es. La furia: cuando el cielo se rompe en truenos y relámpagos y el agua cae con fuerza demoledora, como para hacer daño, destrozando y machacando los