Las pasiones alegres. Pablo Farrés. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Pablo Farrés
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Математика
Год издания: 0
isbn: 9789878341057
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el nombre de Marian.

      –¿Y entonces qué?

      –No sé qué pasó después. Quiero que me digás eso mismo. ¿Qué pasó en aquel primer piso?

      –No pasó nada, al menos no puedo decirte demasiado. Estuve ahí, tomé algunos tragos pero me fui enseguida a otro lado.

      –¿Y Laura?

      –¿Laura?, ¿la esposa de Boris? Laura era así, no había problema con eso. Al mismo Boris le gustaba ver a su mujer con otros tipos. ¿Te creés que fue la primera vez? Boris organizaba fiestas solo para entregar a su mujer al que a él se le ocurría.

      –¿Hace cuánto conocés a la tal Laura?

      –No sé, Roy, desde hace algunos años, ocho, nueve años. No sé qué te pasa conmigo pero no me gusta la gente que se cree policía.

      –¿Conocés a un tipo de apellido Teiler?

      –Sí, puede ser. Escuché hablar de él. Trabajaba para Boris. No sé qué negocio tenían juntos.

      –Necesito encontrarlo.

      –No creo que lo quieras. Teiler debe ser uno de los tantos reventados que Boris mantenía cerca.

      –Una dirección, un teléfono, algún contacto con Teiler me podés conseguir.

      –No es difícil. Tengo una lista de los contactos de Boris, pero te sugiero que no te acerqués por esos lados.

      Ese mismo día, Roy fue a la mansión de Boris. La seguridad del lugar no lo dejó pasar. Solo le informaron que se había marchado y no tenían datos sobre su regreso. Entonces decidió ir a buscar a Teiler. La dirección que le había dado Dafoe quedaba en el Bajo Flores. Se trataba de un asentamiento. Se paseó un largo rato entre pasadizos que no iban a ningún lado, con los zapatos hundidos en el barro, entre monolitos construidos con la basura amontonada y restos de ceremonias macumberas en cada rincón. La calle Llorente era un pasadizo entre ranchos de chapa temblando con el viento. Aquello era una obra de arte colectiva hecha para arqueólogos del futuro. Golpeó la puerta, lo atendió un hombre gordo y macizo que parecía repetir la panza en el pecho y el pecho en la cabeza formando un cono de pelotas encajadas unas sobre otras.

      –Te estábamos esperando –dijo.

      –Estoy buscando a Teiler –respondió Roy.

      –Ya sabemos a quién estás buscando. El problema es haberlo encontrado. Estás acá por las interferencias. Algo ha comenzado a fallar, ¿no es cierto? –dijo el otro para que Roy comprendiera que había caído en la trampa de Dafoe. Seguramente había llamado a aquel lugar para informarles que les enviaba un paquetito de regalo llamado Roy Benavidez.

      –Solo quiero saber quién es Teiler –atinó a decir.

      –Despacio, vamos despacio. Primero tenés que saber el costo. El costo es no volver.

      –¿No volver a qué?

      –Simplemente no volver.

      La capucha negra le apretaba la garganta. La venda en los ojos no lo dejaba parpadear. Las manos amarradas por detrás de la cintura y la posición fetal en el baúl de un falcón modelo pre-colombino le devolvieron las ganas trans-históricas de chuparse el dedo gordo. Definitivamente no sabía en qué se había metido. Dos o tres horas de viaje rodando de un lado al otro, golpeándose contra el baúl-sarcófago por rutas precarias del país sin que nadie atendiera a sus ruegos de detenerse un ratito mínimo para orinar un poco y de paso chuparse un rato el dedo gordo. Conclusión: meado hasta los tobillos con una espuma blanca en el paladar de perro pavloviano, llegaron a ninguna parte. El desierto de Ninguna Parte quedaba más o menos en ninguna parte. Cuando lo bajaron del baúl, lo encontraron dormido por el sedante que le habían dado. Lo cargaron como si de una bolsa de papas se tratara hacia el rancho-tapera donde Teiler los esperaba junto a la puerta. Alrededor solo pastizales y algunas vacas lejanas en el horizonte mugriento. Lo arrojaron sobre una camilla. Lo que Teiler tardó en quitarle la capucha fue lo suficiente como para que el Falcon se alejara haciéndose chiquito por el camino de tierra.

      5.

      “Digamos que todo empezó con un sueño recurrente: la escena congelada del cadáver de mi mujer en el cajón fúnebre. Al despertar, la foto de su rostro duro persistía como si en verdad la muerte de mi mujer hubiera ocurrido unas horas atrás. Con el tiempo ni siquiera necesitaba soñar con ella para que las imágenes de su muerte se me hicieran presentes. Fue entonces que el cuerpo estropeado en la morgue, su rostro en el cajón, cobraron el valor de un recuerdo obsesivo. Desde ese momento, me relacioné con ella como si en verdad no existiera, como si la mujer que vivía conmigo fuese un fantasma, un engendro mental y fuese mi memoria el lugar de la certeza: ‘ella está muerta –me decía a mí mismo–, yo vi su cuerpo destrozado en la morgue, vi su rostro duro en el cajón’. Las imágenes insistieron hasta acorralarme. No me podían engañar. Entonces entré en una paranoia cósmica: pensé que si mi mujer seguía viviendo conmigo era porque las imágenes de su muerte no respondían al pasado sino a un futuro cercano. Ya no salimos a la calle; al tiempo, terminé clausurando las puertas y las ventanas. Aquel encierro me devolvía alguna serenidad, nadie podía entrar para hacernos nada. Salvo que fuese yo el que la matara. La idea se me hizo carne. Algo en mí trabajaba para hacer verdaderas las imágenes de mi memoria, como si fuese más importante la coherencia narrativa de mi pasado que la muerte efectiva de mi mujer. Debía matarla para no volverme loco, debía matarla para hacer verdadera mi memoria. Pero me defendí, y me defendí de mí mismo como pude. Entonces me fui de la casa, escapando de ella, de su muerte, de mí mismo matándola. Viví en la calle, dormí a la intemperie, me convertí en un linyera. Una única meta me movía: olvidar a mi mujer para que ella no muriera. Conocí gente, no puedo hablar demasiado, no puedo dar referencias. Escuché a alguien hablar de las memorias artificiales. Cedí al implante. Pero entonces ocurrió lo que no esperaba. El tipo que debía realizar la cirugía abrió mi cabeza y encontró que ya tenía injertado el micro-procesador de una memoria artificial. Había caído en la trampa que yo mismo me había tendido. Busqué información –¿en qué momento me había realizado aquel implante?, pero sobre todo, ¿quién había sido mi mujer?, ¿qué había sucedido con ella como para querer olvidarla? Solo tenía algunas señales de que alguna vez había existido: una foto, su nombre en una tarjeta. Finalmente en la morgue conseguí los datos. Mi mujer efectivamente había muerto el 16 de diciembre de 2027, es decir unos diez años antes de todo esto que estoy contando. Entonces comprendí que había sido su muerte la que me había llevado a injertarme la memoria artificial. Entonces la tenía de nuevo conmigo, como si nada hubiese ocurrido. Sin embargo, me pasaba verlo todo desde una distancia infinita, como si lo que sucedía con nuestras vidas fuera de otro, un ajeno, un extraño. El problema es que nunca me encontraba con ella, nunca estaba donde debía estar. Me acostaba a dormir solo, pero apenas me despertaba tenía el recuerdo de habernos acostados juntos. Desayunaba solo, pero apenas me levantaba de la mesa, apenas comenzaba a hacer otra cosa venía a mí el recuerdo pleno y certero de haber desayunado con mi mujer hacía solo unos minutos atrás. No necesitaba de su presencia física para conversar, para salir, para hacer el amor; invariablemente, se me presentaba el recuerdo de haber estado conversando con ella un rato antes, volviendo de una salida, terminando de hacer el amor. Entre tanto, mi memoria real se empeñaba en traerme las imágenes de su muerte. Diez años viví así, con el recuerdo certero del cadáver de mi mujer, mientras el dispositivo me la mostraba como ya siempre estando a mi lado, pero nunca del todo, nunca efectivamente conmigo”.

      El lugar era un cuarto semi-oscuro que daba a sótano y escenario de película gore. Un catre desvencijado se dejaba caer contra una de las paredes a la izquierda de la puerta que Teiler había cerrado con llaves. Una máquina de coser en el piso, unas hormigas haciendo trecking por los senderos que ellas mismas armaban entre los restos de basura que no habían sido embocados en un tacho, una heladera que dada vuelta y puesta de forma horizontal servía como mesa para un televisor de arriba de 50 pulgadas, unos discos antiguos con el centro de la circunferencia de color naranja y la inscripción RCA por encima colgaban de las paredes mientras una pelota de