–Que yo sepa, no –dijo, sin inflexión en la voz–. La casa no es tan antigua como ésta, recuerde. Es más probable que haya fantasmas en Ravenswood que en Turret House.
–Sin embargo, durante un instante, en la torre creí que te ibas a desmayar –prosiguió–. Y no me digas que te habías quedado sin aliento o que no estabas en forma. La tensión era evidente.
Portia miró hacia otro lado, luchando con el temor indescifrable que la asaltaba con la mera mención de la torre. Eficiente y profesional, eso era lo que debía ser, recordó y lo miró directamente.
–Monsieur Brissac…
–Luc.
–Vale, Luc. Si compras la propiedad, te garantizo que ni tú ni nadie que viva en la propiedad será molestado por un fantasma. Turret House no está encantada.
–Alors –dijo lentamente, los ojos fijos en los de ella–. Si me decido a comprarla, ¿me dirás que te alteró tanto hoy?
–¿Es esa una condición para la venta?
–No. Pero estoy… interesado. Me di cuenta de tu ansiedad. Me preocupó mucho.
–Vale. Si te decides a comprar, te lo diré –lo miró, bastante turbada.
Luc Brissac alargó la mano para estrechar la de ella formalmente.
–Trato hecho, señorita Portia.
–Trato hecho –aceptó, y miró las manos entrelazadas, sin querer retirar la suya, pero consciente de que sus dedos le tocaban el pulso que reaccionaba de forma tan traidora a su contacto.
–Buenas noches, Portia –dijo en voz muy baja y se llevó la mano a los labios antes de soltarla.
–Si es todo por el momento –se levantó con precipitación–, es hora de retirarme.
–Que descanses –caminó con ella por el bar casi vacío.
–Seguro. La habitación es hermosa –dudó, pero luego lo miró a los ojos–. Gracias por cedérmela. Y por la cena. No era necesaria que me invitases, pero me encantó.
–Pero te dije que tenía habitaciones reservadas, Portia. Es normal que también te invite a cenar y al desayuno.
–Si es a mí a quien le interesa que cerremos el trato, ¿no tendría que ser yo quien te invitase? –hizo una pausa al pie de la ancha escalera.
–Quizás cuando vuelva a Londres para cerrar el trato puedas hacerlo –sonrió.
Portia sintió que el corazón le daba un vuelco.
–Por supuesto –dijo rápidamente–. A la agencia le encantará agasajarte.
–Me refería a ti, Portia –se puso serio–. ¿Es el trato el precio que debo pagar para disfrutar de tu compañía?
–Dadas las circunstancias, no puedo pensar en una respuesta que no te ofenda –sonrió para suavizar sus palabras–. Y, como intento no ofender a los clientes, sólo te diré buenas noches.
–Mañana a las ocho. El desayuno estará listo a las siete y media –le devolvió la sonrisa y se inclinó levemente.
Portia se despertó a la mañana siguiente con tiempo más que suficiente para ducharse, vestirse y hacer la maleta antes del desayuno. Según Ben Parrish, otros clientes no habían mostrado interés en bajar a la cala. Pero algo en la voz de Luc Brissac le había advertido que este cliente sería diferente y había venido preparada con un grueso jersey de lana color crema, pantalones marrones de lana, zapatos bajos y un chaquetón de piel vuelta. Cuando estuvo lista, disfrutó del zumo de naranja recién exprimido y los delicados croissants, ligeros como una pluma, y bajó a la hora estipulada con el bolso en una mano y el abrigo en el otro brazo. Al ver a Luc Brissac, el corazón le dio el salto en el pecho al que ya se estaba acostumbrando.
–Puntualidad británica –dijo, acercándose a recibirla–. Bonjour, Portia. ¿Has dormido bien?
–Buen día. Muy bien, gracias –respondió.
Consciente de la discreta curiosidad que causaban en la recepción, Portia le entregó el bolso a Luc, que esa mañana vestía algo más informal: un grueso jersey de cuello cisne y cómodos pantalones de pana rayada.
Cuando salieron Portia se alegró de la límpida mañana invernal. Turret House daría una mejor impresión con sol.
Luc guardó el bolso en el maletero del coche de Portia y luego le informó que irían en el Renault que había alquilado.
–Anoche condujiste demasiado rápido por ese camino estrecho, Portia –dijo, mirándola a los ojos–. ¿Es porque lo conoces bien?
–Sí –afirmó, y se metió en el coche.
Cuando llegaron a Turret House, Luc Brissac aparcó el coche en la explanada de grava frente a la casa, agarró una chaqueta de ante de la parte de atrás, y salió para abrirle la puerta a Portia.
–Parece más bonita que anoche –comentó, mirando la fachada de ladrillo–. La luz diurna es más amable con ella que…. ¿como se dice, crepúsculo?
Portia abrió la puerta de entrada y lo hizo pasar. La luz reflejaba los cristales de colores de la ventana emplomada en el suelo, un efecto que pareció gustarle a su cliente.
–De lo más pintoresco –sonrió–. Pero no debo hacer comentarios favorables. Tengo que poner cara seria y desagradable así me bajas el precio.
Portia sonrió y lo acompañó por las habitaciones de la planta baja, contenta de ver que la luz no mostraba nada que la tensión de la noche anterior le hubiera impedido notar. Luc hizo una pausa en cada habitación para hacer notas, manteniendo a Portia alerta con preguntas hasta el momento en que llegaron a la torre y ella no pudo evitar el conocido temor cuando abrió la puerta de la habitación de abajo.
–Si no quieres subir hasta la habitación de arriba, Portia, no es necesario –le dijo rápidamente. Los verdes ojos la miraron interrogantes.
–Estoy bien, en serio –sacudió la cabeza, ejerciendo un control de hierro sobre sus reacciones. Y para demostrárselo, subió la escalera caracol rápidamente y cruzó la habitación hacia las ventanas–. Como he dicho, la vista desde aquí quita el aliento.
Luc Brissac le estudió el perfil durante un momento y luego miró por la ventana hacia los jardines con sus paseos y setos, el bosque y, más abajo, el borde del acantilado y la franja de arena de la cala junto al mar centelleante bajo el azul cielo invernal. Asintió con la cabeza.
–Tenías razón, Portia, en un día como hoy se puede perdonar los excesos del arquitecto que construyó Turret House.
–Mencionaste que querías ve la cala. ¿Tienes tiempo?
–¿No te lo he dicho? Conseguí retrasar mi viaje hasta mañana. Podemos explorar la cala con calma y luego comeremos juntos para discutir la transacción.
Portia abrió la puerta del ascensor y entró, no demasiado contenta con su decisión. Luc la siguió, frunciendo el ceño cuando apretó el botón.
–¿Sientes que te estoy robando demasiado tiempo? –preguntó.
–No –es el cliente, se dijo–. Si quieres discutir el precio durante la comida, desde luego que retrasaré mi vuelta a Londres. Pero yo pagaré la comida –salió del ascensor en el vestíbulo y se dirigió a la puerta.
–Ya que fue mi idea, pagaré yo –dijo altanero, siguiéndola.
–Lo cargaré a mi cuenta de gastos –respondió, meneando la cabeza–. Y sugiero que comamos en un pub por ahí, no en el hotel –añadió con énfasis.
–¿No te gusta